La blanca ladera de la montaña estaba atravesada por el asfalto negro de la carretera solitaria por la que Seulgi conducía. Era tan pronto que el sol ni amenazaba con salir todavía, y la única luz que podía ver entre los árboles bañados en nieve era la que salía de los faros del coche de Seulgi. Aún así, Jimin contestó al teléfono con un bostezo en el que se podían intuir un “buenos días.”


—No esperaba que lo cogieses —dijo Seulgi.


—Es que estoy con mis abuelos de Busan y ellos se levantan pronto. Estoy desayunando.


Seulgi rio, aliviada instantáneamente. La voz de su mejor amigo consiguió deshacer el nudo de su estómago. Había tenido problemas para dormir y el café que se había tomado esa mañana para ayudarla a despertar no le había sentado muy bien.

—¿Estás en el coche? —preguntó el chico.

—Sí. Siento no haber podido llamarte ayer. Estuve estudiando para una nueva clienta.


El coche que le había dado la empresa era un modelo negro y reluciente, con todas las prestaciones y lujos. Los asientos de cuero eran los más suaves y cómodos en los que se había sentado nunca y daba gusto agarrar el volante y sentir el leve rugido del motor al acelerar.


—Ya sabes que no pasa nada. Además, estuve con mi familia. ¿Y qué tal el trabajo?


—No sé por qué habré aceptado este puesto, levantarse tan pronto es una tortura. Pero el sueldo es muy bueno, es lo bueno de trabajar para gente rica.


—¿En serio? ¿Y a qué se dedican?


—Es hija de un congresista bastante importante, y que además tiene una empresa de electricidad. Un pez gordo. Y no puedo contarte mucho más, por confidencialidad.


—Creo que tu jefe confía demasiado en ti —dijo Jimin con la boca llena—, un día te vas a hartar de toda esta gente y vas a soltar los trapos sucios de media ciudad en un programa del corazón.


—Qué malo eres —dijo Seulgi, aunque no le importó.


—Ya sabes que es broma. Eres la mejor en lo que haces.


—Creo que voy a llorar, ¿Park Jimin, eres tu?


Se rió, menos tensa que hacía un momento.


—Me muero de ganas de verte, pero con este trabajo no voy a tener mucho tiempo libre.¿Hasta cuando te quedas en Busan?


—Hasta que mi abuela me diga que consiga novia otra vez —dijo en voz más baja.


Hizo que Seulgi volviese a reír como siempre hace con él.


A lo lejos, ya veía el camino que debía tomar para ir a la casa, una carretera solitaria de una dirección que sube la ladera de una pequeña colina en la que se encontraba la monumental casa.


—Voy a saltarme el protocolo —dijo Seulgi—, para decirte que esta es la casa más grande que he visto en mi vida, y eso que he estado en unas cuantas mansiones.


—Seguro que es feísima.


—Me la esperaba peor.


No era ninguna de esas “peceras” hechas por completo de cristal, a través del cual se podía ver hasta el color de las alfombras. Parecía más bien un castillo, con torres de ladrillo ocre y tejados de tejas, pero sin renunciar a unos toques modernos que ponían de manifiesto el buen gusto de la persona que la encargó


—Voy a tener que colgar ya.


—Suerte con todo.


—Gracias, Jimin. Aguanta en Busan, tienes que volver rápido conmigo.


Dejó el coche frente a la puerta principal, con un pórtico amplio, a oscuras tan pronto por la mañana, al que se accedía por unas escaleras de piedra gastada. donde un hombre al que estaba segura de haber visto antes la estaba recibiendo, rodeado de unos cuantos hombres trajeados más, tan serios como Seulgi estaba acostumbrada a ser. Dejando los nervios a un lado, estiró su traje y se dirigió hacia allá.


—Soy Kim Hanseok, jefe de seguridad de esta casa. Bienvenida al equipo, Kang Seulgi.


Estrechó la mano con fuerza, recordando ese rostro que había visto merodear por las oficinas de Varnost alguna vez. En algún momento, Kim fue guapo, y ahora era mayor, con una perilla canosa y el ceño perpétuamente fruncido, cayendo sobre sus ojos que nunca descansan.


—Un placer conocerle. —Agachó la cabeza mientras saludaba.


—¿Me acompaña adentro y le presento a sus nuevos compañeros?


El señor Kim era directo pero cordial, sin dejar de esbozar una sonrisa de autómata. En ese sentido le recordaba a su propio jefe, el señor Jung, siempre sonriendo para no parecer tan severo.


Le enseñó las diferentes estancias, ostentosas y comunes a la vez, cálidas, tradicionales, pero tampoco le hacía mucha falta. Anoche se había quedado hasta tarde estudiando el plano del edificio, y reconocía todos los sitios que pisaba. Nadie parecía muy contento de verla, pero fueron cordiales también. Una cocina, otra cocina para las trabajadoras, varios salones, una biblioteca y varios aseos. También un dormitorio que podía usar cuando quisiera, en vez de irse a casa. Le presentó a la ama de llaves, la cocinera, un par de criadas y el resto del equipo de seguridad, y le sorprendió la seriedad gélida que todo el mundo llevaba como una armadura. En el resto de sus trabajos en casas, el servicio normalmente tenía una relación bastante cercana, o al menos se respiraba un ambiente de complicidad. En casa del señor Bae nadie decía una sola palabra a destiempo, y esa fue la primera bandera roja.


Caminando por pasillos luminosos volvió a pensar que, en realidad, la persona que decoró la casa tenía buen gusto, o al menos, no era tan hortera como en otros sitios. Por lo menos, en esta mansión sentía que podía estar dentro de una casa real. La barandilla de madera ligera de las escaleras, los suelos de tablones y las fuertes puertas de madera nombre colaboraban con la baldosa gris y el azulejo ocasional que podía ver en los suelos.


Después de subir las magníficas escaleras que llevaban desde el hall hasta el piso de arriba, caminaron por lo que parecían kilómetros de pasillo largo y de suelos brillantes. Kim se detuvo al llegar a un área un poco más amplia, con otras escaleras de madera más pequeñas que subían arriba y picó a una puerta que parecía igual a todas las demás. Picó con los nudillos y la persona que estaba dentro contestó bruscamente:


—¿Quién es?


—Soy yo, Kim. Vengo a presentarle a su nueva guardaespaldas.


—Adelante —dijo Irene desde dentro, aunque poco contenta de dejarles pasar.


El cuarto era más grande que un salón, lleno de ventanas con las cortinas abiertas de par en par, y la forma en la que estaba dispuesto estaba un poco anticuada, e incluso llegaba a ser cursi. Lo primero que vio fue un tocador, la única fuente de luz de la sala, que, a pesar de su apariencia discreta y elegante, gobernaba el cuarto y acaparaba la atención, junto al armario gigante de puertas cálidas y ornamentadas. La cama estaba en la pared más alejada de la puerta, y era grande, de sábanas blancas y detalles rosas con un cabecero de tablas de madera. También había un escritorio, macizo y amplio, lleno de papeles y bolígrafos desperdigados por la encima, y unas cuantas estanterías, con algunos libros y enseres bien ordenados pero más vacías de lo que cabría esperar de una persona con tanto dinero.


—Señorita Bae, esta es Kang Seulgi. A partir de ahora será su guardaespaldas personal.


Lo primero que pensó fue que la fotografía no se correspondía a cómo Irene era en realidad. La sonrisa hierática de su foto de carnet no era el ceño fruncido de la chica que abrió la puerta de la habitación. Lo segundo que pensó, es que no era posible encontrar tanta armonía en los rasgos de un rostro tan claramente descontento.


Seulgi tenía unan estatura mediana y aún así le sacaba unos centímetros a Irene. Llevaba una falda oscura y pegada a las caderas, con un jersey de cuello alto ceñido, apropiado para el gélido día de invierno que apenas había empezado. Y a pesar de lo irritante que le pareció, no pudo evitar pensar que era muy guapa. No era ninguna sorpresa, puesto que estuvo mirándola durante horas el día anterior. Su rostro delicado estaba concentrado en una expresión asesina, pero eso no eclipsaba que a ojos de cualquiera podía parecer la mujer perfecta. Se preguntó por qué estaba tan arreglada tan pronto, si no tenía que acompañarla a ningún sitio ese día.


—¿Cuál es su nombre? —preguntó con una pequeña mueca de desprecio en sus labios, incómoda al estar de pie en medio de su cuarto.


—Kang Seulgi, señorita.


—Bueno, Kang Seulgi. No me gusta tener a nadie encima de mi.

Seulgi levantó las cejas. Ella también estaba expuesta, de pie en medio de un cuarto extraño, con las manos detrás de la espalda, mirando fijamente a aquellos ojos grandes y hostiles.


—No se preocupe, no notará que estoy por aquí —Seulgi intentó que su pequeña sonrisa calase en Irene, pero ella parecía no querer notarla. Comenzaba a entender las dificultades de las que todos sus compañeros hablaban.


—Eso espero, porque sino, no creo que dure mucho en este trabajo.


—Yo también me alegro de conocerla —dijo Seulgi sin apartar la mirada.


—Recuerde que soy yo quien decide quién se queda o no. Tiene que pasar por mi aprobación, no sólo por la de mi padre o la de sus superiores.


Miró a Kim, que estaba impasible, con los ojos fijos en Irene.


—Por supuesto —respondió Seulgi, adivinando si esa era la respuesta correcta.

Kim dio la conversación por terminada y se dirigió a la puerta. Seulgi e dio media vuelta y salió de allí lo más rápido que pudo. En cuanto estuvo lo suficientemente lejos, el señor Kim suspiró.


—Siempre fue una buena niña, pero desde hace tiempo está extraña. Malhumorada todo el rato y muy arisca. Discúlpela.

Seulgi frunció el ceño. Otra bandera roja ondeaba sobre ese sitio como un estandarte.

—No pasa nada, Kim. Me he visto en peores situaciones.


Se vio tentada a compartir alguna anécdota, pero no notaba el ambiente general adecuado. La señorita Bae no dejaba sitio para ello. Caminaron en silencio desde entonces, atravesando el cuerpo de la mansión para llegar al ala contraria, donde estaba el despacho del señor Bae.


Kim picó en una de esas puertas, que podría haber sido otra más salvo porque esta era más grande y robusta. Kim picó con suavidad en la puerta y después giró el pomo dorado. El despacho era tan grande como un apartamento pequeño, luminoso, con un gran escritorio, muchas estanterías, un gran cuadro abstracto de colores armoniosos y unos sofás y butacas cerca del ventanal. La luz crepuscular se colaba entre las cortinas blancas y largas. Podría ser un lugar perfecto salvo por el pegajoso olor a tabaco que impregnaba el lugar, dándole más ganas de salir que del cuarto de su desagradable hija. El cenicero estaba lleno de cigarrilos chafados.


El señor Bae levantó la cabeza, mostrando su mandíbula redonda y mandíbula cuadrada. Tenía una pluma entre sus dedos pequeños y manchados de tinta, y un cigarrillo colgando en los labios finos, similares a los de Irene. Por supuesto, Seulgi también conocía el rostro de Bae Junho, y no sólo por haberlo visto en numerosas tertulias televisivas. A él también lo había estudiado a fondo.


—Eres la nueva…


—Así es, señor —respondió, haciendo una pequeña reverencia.


Un silencio incómodo se mezcló en el cargado ambiente.


—Kim te dará órdenes más concretas, pero yo sólo voy a darte una: no la líes. No quiero que a mi hija le pase algo fuera de casa. Ahora que se acercan las elecciones es más importante que no haga nada que peligre mi posición. Está prohibido entrar aquí y a mi cuarto, pero que el resto de habitaciones están permitidas. Si necesitas algo, habla con el mayordomo. Si necesitas discutir algo sobre tu contrato, habla con tu jefe. Eso es todo.


—Entendido, señor. Espero que mis servicios sean útiles.


—Desde luego que sí. Cualquier cosa que mantenga a Irene a raya es suficiente. No quiero medias tintas con ella.


El señor Bae despertó una incomodidad que se despegaba de su piel.


—Por supuesto, señor.

El resto del día lo pasó sin saber nada de Irene o de su padre, acostumbrándose a su puesto de trabajo y haciendo reportes a Jung. Eso le dio tiempo para reflexionar. Todavía estaba a tiempo de echarse atrás y no formar parte de las delicadas dinámicas familiares que el padre y la hija, sin lugar a duda tenían.


Y como no había ningún plan para más tarde, Kim le dijo que se marchase pronto. Llamó a Jimin en cuanto se sentó en el coche, ansiosa por salir por fin de la enorme mansión. Le preguntó por su día en Busán, pero Jimin decidió que no era importante.


—No, no. Mi abuela está como siempre. Quiero que me cuentes qué tal tu primer día.


—No ha sido un desastre, supongo. —Se encogió de hombros.— Ese sitio es como una película de internado. Me da escalofríos.


—¿Y el congresista?


—Bastante borde, la verdad. No sé si le prefiero a él o a su hija. Sin entrar en muchos detalles, los dos me han faltado al respeto en mi primer día. Nunca me había sentido tan mangoneada por unos clientes. Mi consejo es que no trates con ricos si quieres vivir más de 60 años. ¿Es demasiado tarde como para cambiar de profesión?


Jimin rió.


—Eres buena en esto, una auténtica profesional. No des tu brazo a torcer, no somos menos que nadie.


—Tienes razón…Pero no sé si me convence este trabajo. Hay varias cosas que me han hecho saltar las alarmas sobre él… Y ella tampoco se libra. Siento que Irene sólo quiere rebelarse contra él y yo tengo que ser su carcelera.


—Pero, ¿cuántos años tiene ella?


—Casi los nuestros. No tiene sentido, es ridículo.


Seulgi se quedó callada, y esperó a que el tráfico de la entrada de Seúl consiguiera desatascarse. Fuera, algún conductor furioso hacía sonar el cláxon de su coche. Era complicado encontrar el equilibrio entre la confidencialidad y su propio bienestar.


—Vamos a hablar de otra cosa. No debería de contarte nada más.


—Tienes razón.


Hablaron de otros temas más ligeros que molestaban un poco menos a Seulgi, pero llegó a casa y la sensación de no saber qué estaba pasando no desapareció. Fuese lo que fuese lo que estaba sintiendo, no podía despertar con ello mañana. Se fue a dormir, pero soñó con Irene y ella atravesando un bosque.