Cada vez que Seulgi conoce a alguien y le cuenta en qué trabaja, tiene que explicarlo una y otra vez: Ser guardaespaldas no es adrenalina pura, persecuciones ni secretos, como mucha gente piensa. El suyo es un trabajo rutinario y aburrido, sobre todo si el cliente se pasa el día entero en casa, como Irene hacía casi todo el tiempo.


Seulgi se estaba preguntando qué estaba haciendo allí, por qué se había levantado antes de que saliera el sol, por qué Bae Jungho estaba pagando tanto dinero por no hacer nada. Mientras tanto, Irene leía un libro, acurrucada en uno de los sofás blancos bajo las ventanas de aquel salón. Estaba perfectamente vestida, esperando para marcharse de casa con su padre en un rato. Llevaba un vestido negro, de manga larga y ceñido a la cintura, y el pelo largo y suelto, cayendo sobre su espalda descubierta. Como siempre, era la viva imagen de la elegancia, espalda recta y


El resto de la casa estaba en el más absoluto y frío silencio, como Seulgi se dio cuenta de que era natural en aquel lugar. El padre de la chica estaba trabajando en su despacho, el resto de empleados en sus puestos, y Seulgi de pie, apoyada en el marco de la puerta, esperando a que algo ocurra.


Aquel salón de la casa de los Bae era tan grande como su propio apartamento, y mucho más fino y delicado. Una mota de polvo era capaz de romper la armonía del sitio, con el contraste adecuado entre la madera y pequeños toques azules en la decoración. Seulgi tenía la vista fija en el suelo, como si los nudos en los tablones de madera tropical fuesen lo más interesante del mundo. Más bien, estaba intentando no mirar a Irene. Aunque no lo quisiera, tenía que estudiarla. Medir su rostro y averiguar por qué era tan bonita bajo la luz del invierno. Al final, sólo quería saber qué había debajo de esa ira, solo pura curiosidad que supuraba.


Se fijó en la tensión que la mandíbula de Irene albergaba y los suspiros que no era capaz de esconder. La mitad de su rostro se escondía en las sombras que ella misma reflejaba. Despegó los ojos de su libro y por primera vez en todo el día, Irene habló con ella.


—Tráeme un vaso de whisky.


—Ese no es mi trabajo.


—Tráelo.


La miró, pensando que a lo mejor era parte de un sentido del humor retorcido, pero Irene mantuvo la seriedad en sus ojos como la estatua impasible de un museo.


Seulgi se calló y caminó a la cocina. No protestó, aunque no estuviese bien. Se prometió a sí misma que sólo lo haría una vez.


—Hola, señorita Kang —saludó la señora Park, que se dio la vuelta al sentir la puerta abrirse. Ella era la que se ocupaba de hacer la comida en esa casa.— Estoy haciendo carne estofada, ¿quiere probarla?


Era una mujer de una edad más avanzada que el resto de empleadas, su espalda se estaba encorvando y sus piernas caminaban lento, pero todavía no era anciana. Su delantal siempre estaba impecable y su pelo corto cubierto por un gorro. La gestión de la comida de la casa se encontraba en sus manos llenas de manchas solares y cicatrices de quemaduras.

Era seria con los Bae, pero para los empleados siempre tenía un gesto amable e incluso una sonrisa.


En ese momento estaba frente a los fogones, y estaba cocinando una ternera con una salsa densa y cremosa que seguramente Seulgi no fuese a probar. Los empleados solían comer algo menos elaborado porque el señor Bae era bastante exigente con la calidad de su propia comida.


—Huele de maravilla, pero no puedo ahora mismo.


La mujer respondió con una sonrisa y después preguntó:


—¿Necesita algo, señorita?


—¿Podría darme un vaso de whisky? Es para la señorita Bae.


—¿Y la ha mandado a usted? Ya veo...


Seulgi se encogió de hombros.


—Con tal de no discutir, no me importa.


—Hace lo mismo con todos sus guardaespaldas —dijo la cocinera, y para sorpresa de Seulgi, echó una carcajada —. No es nada personal.— Añadió mientras posaba el vaso que acababa de llenar en la encimera y se agachaba para buscar una botella en un armario de cristal.


Seulgi suspiró y rió también, mitad aliviada y mitad cansada.


—Gracias, señora Park, estaba empezando a pensar que estaba haciendo algo mal.


—No, niña. —La señora Park la miró a los ojos—. Llevo aquí muchos años y conozco a la señorita. Haces bien al no meterte en discusiones con ella. Creo que eres la que mejor trabaja de todos los tuyos.


—Gracias, señora Park.


Hizo una pequeña reverencia con la cabeza y se fue con el vaso en las manos.


El hielo tintineó cuando Irene cogió el vaso de sus manos, sin mirar a Seulgi, y solamente dijo:


—Has tardado.


Seulgi mordió el interior de su boca y no respondió. No era la primera vez que un cliente jugaba con sus nervios y siempre se preguntaba cuál era la finalidad. ¿Hacerla sentir inferior? En el caso de Irene, ¿una pequeña venganza mal encauzada hacia su padre?


Seulgi tampoco quería estar ahí. En esa casa las horas pasaban más lentas, como si la gravedad entre esos muros fuese mayor. Sus pies no se separaban del suelo con la misma facilidad.


Después de ir con los Bae y el resto del equipo a un cóctel en el que su única función era mirar a Irene desde lo lejos, dio por finalizada otra tarde aburrida más.


Irene le volvió a dirigir la palabra más tarde, justo después de que Kim se marchase. Salió de su habitación haciendo ruido con unas botas altas de tacón. Se había cambiado de ropa a un vestido más corto pero igualmente negro y un abrigo de pelo negro, sintético y brillante.


—Voy a salir con mis amigas. Por desgracia, mi padre sólo me deja si vienes conmigo. —Abrió la puerta con energía la puerta de la sala de estar en la que Seulgi se había sentado.


Sabiendo que no tenía escapatoria, respondió resignada:


—¿A qué hora volvemos, señorita?


Se dio la vuelta y respondió con una sonrisa frívola.


—No lo sé... Cuando yo te diga.


Casi a las 5, Irene se subió al coche de vuelta a casa y llegaron las dos agotadas.


Seulgi había estado matando el tiempo, primero camuflada en una esquina del reservado, entre luces moradas y copas de cristal. Salía a dar una vuelta al frío de la noche, volvía a su esquina e Irene no reparaba en ella ni un solo momento, mientras que su trabajo era observarla, verla pasarlo bien. A veces se dejaba inundar por el movimiento de su cuerpo, sus pequeños ademanes al acercar la copa a sus labios y jugar con la manga de su vestido. Sólo bebía y de vez en cuando charlaba con unos tipos, sentada en un sofá. Se puso en un ángulo que le permitiese no ver su rostro. No quería saber más.


Y cuando Irene se cansó de todo aquello, se fue de la sala y Seulgi tuvo que interpretar que era hora de irse. A la chica le estaba costando caminar, y Seulgi temió que los tacones de aguja de sus botas no resistieran su andar impreciso.


Seulgi le agarró los hombros, y cuando llegaron abajo, Irene le puso mala cara:


—Puedo bajar sola.


Ya en casa, subir las escaleras que llevaban desde el garaje se le hizo un poco más complicado. Irene apretaba los labios, intentando medir sus pasos torpes, y se resistía a apoyarse en Seulgi.


—¿Por qué se hace esto a sí misma? —le preguntó, y le dio un tirón brusco para que se apoyase sobre ella de la manera en la que quería. Cruzaron el vestíbulo por un lateral hasta las escaleras que llevan al piso de arriba. No quería dejarse llevar por sus propias emociones, pero estaba agotada y sólo pensaba en irse a la cama lo antes posible.


—Me lo paso de puta madre —Irene balbuceó arrastrando cada sílaba. Ya no era prepotente ni fría, sino que sonaba cansada y Seulgi no estaba segura de si era sincera. La había estado observando toda la noche y no parecía que aquel sitio fuese su lugar.


—Por lo menos es fácil cargar con usted —comentó Seulgi entre dientes—.


Arriba, en el pasillo, Irene se soltó de Seulgi y comenzó a caminar descalza, tambaleándose a cada paso. Sus tacones se habían quedado olvidados en el coche. Se arrastró sobre sus pies descalzos hasta su cuarto, y después al baño, cayendo sobre la taza del váter y vomitando. Seulgi hizo un chasquido con la lengua, y corrió a apartarle el pelo de la cara hasta que paró.


Seulgi se desplomó sobre el suelo de baldosa, e Irene se dejó caer encima.


—A la ducha —ordenó Seulgi.


Irene olía a alcohol, sudor y tabaco, y se iba a quedar dormida sobre Seulgi en cualquier momento, tiradas en el suelo de su baño. Aunque, si Seulgi pudiera escoger, no se movería de ahí. La iluminación era cálida y amable a los ojos, pequeñas lámparas de pared en vez de una grande en el techo. La loza blanca del lavabo y la bañera estaba impoluta, y la luz resbalaba en ellas con dulzura.


—No quiero.


—No puedes irte a dormir así. —Seulgi posó las manos sobre su espalda, buscando la cremallera del vestido—. Déjame ayudarte.


—¡No!


—¡No seas cría y colabora!

Irene calló y se quedó mirando fijamente a Seulgi. Su rostro se endureció.


—No me hables así.


Seulgi sintió un pinchazo de arrepentimiento en el pecho, pero pronto se recompuso


—Por favor, métete en la bañera. Sólo voy a lavarte el pelo.


Irene hizo un puchero.


—¿Sólo eso?


—Sí.


Irene se mantenía erguida colgándose del borde de la bañera. Le indicó a Seulgi que se diera la vuelta y se metió dentro.


Seulgi se quitó la americana y arremangó la camisa blanca. Se arrodilló en el suelo, en un extremo de la bañera. Irene se había quitado el vestido y el sujetador, y su espalda, encorvada sobre sus rodillas, no era más que un montón de músculos tensos y vértebras como una cordillera.


—¿Prefieres que no te toque? —se le ocurrió preguntar, esperando que no fuera demasiado tarde.


Irene no respondió inmediatamente. Se abrazó más fuerte las rodillas.


—Sólo hoy. Lo necesario. Pero nunca más —susurró.


Seulgi se mordió el interior de la mejilla. Algo no iba bien, y ese pensamiento se estaba haciendo más presente.


—Intentaré no hacerlo.

Intentó ser rápida y suave, además de no empaparse la camisa. En cuanto terminó, agarró su chaqueta y se marchó sin mirarla. Buscó algo de ropa para que Irene pudiese salir del baño y se la dejó dentro del baño sin abrir la puerta del todo. Agotada, se sentó en la silla del escritorio de Irene y se dedicó a dejar que el asiento giratorio fuese hacia un lado y hacia otro. Lo único en lo que podía pensar era en lo cansada que estaba.


Irene salió del cuarto de baño unos minutos más tarde, con el pelo mojado y vestida con su pijama de franela suave.


—¿Sigue aquí, Kang?


Estaba mucho más seria y recogida que hacía unos momentos, pero se llevaba la mano a la cabeza para sujetarla y sus palabras resbalaban fuera de su boca en vez de articularlas.


—Hasta luego, señorita Bae. Si tiene algún problema avise a Han. Él está aquí esta noche.


—Ya basta, lárguese.


Seulgi no pudo evitar soltar una pequeña risa. Irene no estaba en posición de ser tan maleducada. No después de haberse dejado ayudar como una niña pequeña por Seulgi.


Cerró la puerta del cuarto de Irene con cuidado y sacó su móvil. Eran las 6, y llevaba casi 24 horas despierta.