—¡Pero yo no he hecho nada! ¡Es una mentirosa!


Seulgi no pudo evitar desconectar del informe que estaba redactando y frunció el ceño. Nunca había oído a alguien gritarle a su jefe, el señor Jung, en todos los años que llevaba trabajando en la empresa, y tampoco pensaba que fuese a pasar nunca.


Había que ser un temerario, o estar muy desesperado para replicar a aquel hombre como lo estaba haciendo Jaebum. Tomó un sorbo de su café y se aflojó la corbata, escuchando qué se estaba fraguando en aquel despacho.


—¡Los guardaespaldas no deben tener ni una sola queja por parte del cliente! Es seña de identidad de la empresa. ¡No quiero que este incidente tenga consecuencias en nuestra reputación! —bramó Jung con su voz profunda y penetrante.


—Lo entiendo, señor, ¡pero yo no le he hecho nada! En todo caso, es ella quien me está perjudicando a mí. ¡Es una mala bruja!


Un golpe, Seulgi se imaginaba que un manotazo sobre la mesa, estalló. Los gritos rebotaron por las paredes del pasillo, y se sorprendería si todo el rascacielos en el que estaban las oficinas de Varnost lo hubiese oído.


—¡Nuestro trabajo no trata de castigar a las malas personas, sino de hacer lo que quieran aquellas que nos pagan! ¡No eres ningún justiciero! ¿Queda claro?


—Sí, señor. —A penas se oyó desde la habitación en la que estaba Seulgi.


—Ahora váyase el resto del día. Discutiremos más tarde su contrato —dijo Jung—. Me estoy poniendo enfermo al verle aquí.


Seulgi también era guardaespaldas y llevaba su trabajo con una seriedad rigurosa. Todos los días se ataba la corbata negra sobre su camisa blanca inmaculada y su traje pulcro y oscuro, y recogía su pelo negro y largo en un moño ordenado. Se encargaba de que su flequillo nunca la molestara a la vez que complementaba su rostro redondo y ojos alargados. Siempre hacía sus informes a tiempo y estaba siempre a la hora y el lugar con una seriedad marcial. Opinaba que todos los rumores que había oído sobre la clienta de Jaebum nunca debían haber llegado a sus oídos, que la confidencialidad es lo más importante que existe en su trabajo.


Quiso concentrarse en las palabras que estaba tratando de escribir cuando la cabeza del Jaebum asomó por el marco de la puerta de la sala en la que trabajaba, que ni si quiera podía llamarse despacho.


—¿Has visto? Esa maldita niña mimada me ha puesto en una situación muy delicada. —dijo con un tono ácido.

—No puede ser tan mala... —contestó Seulgi, sin despegar los ojos de su pantalla.


—Es peor que mala. Es egocéntrica, narcisista y prepotente. Le importa ella y sólo ella.


Le dio la razón a Jaebum, sin querer saber nada más, y se encogió de hombros.


—La parte buena es que ya no voy a tener que trabajar en ese sitio. Por cierto, tu también tienes que hablar con el jefe. Me dijo que te llamara.

Seulgi torció el gesto.


—¿Dijo por qué?

Jaebum se puso el pesado abrigo negro sobre los hombros y resopló. Negó con la cabeza y añadió:


—No tengo ni idea. Creo que debería de irme, no le hará mucha gracia que siga por aquí.


—Hoy no se ha levantado con el pie derecho, ¿pero alguna vez lo ha hecho?


El hombre sonrió antes de perderle de vista. Una vez se fue a grandes zancadas, pisando fuerte los suelos de losa de la oficina, cruzó el pasillo y se paró delante de la limpia puerta de cristal del despacho de Jung.


—Entre, señorita Kang — dijo la voz de Jung al otro lado.


—Buenos días, señor Jung.


—Siéntese. Me gustaría hablar con usted.


Tomó asiento en una silla cómoda y forrada de una tela suave, en medio de un despacho de tonos cálidos. Una de las ventanas estaba abierta, por lo que una corriente fría circulaba por la sala y le helaba los tobillos.


El señor Jung ya no parecía tan enfadado como antes. Ahora sus ojos oscuros enseñaban sus patas de gallo y en la boca estaba su sonrisa amarga de siempre. Hizo lo que le pidió.


—Ya lleva unos cuantos años al servicio de la compañía Varnost y creo que sería oportuno que empezase a tener otro tipo de trabajos. Este requerirá muchas más horas y mucho más sacrificio, y pienso que es algo que usted está dispuesta a dar, ¿me equivoco?


—No, señor, ya sabe que me gusta mi trabajo y siempre doy el cien por cien.


—Así me gusta. En este sobre tiene todo lo que necesita saber. Léalo con detenimiento y si acepta el trabajo, quiero que me lo haga saber antes de que acabe el día, y así puede incorporarse lo antes posible. Al cliente no le gustará tener ese hueco sin cubrir mucho tiempo.


—Entendido.


Sacó los papeles del sobre marrón, y se dispuso a ojearlos.


—Hay algo de lo que creo que debo avisarle. La clienta, o más bien, la hija del cliente, es una persona un tanto complicada.


Seulgi levantó las cejas.


—¿Es ella? La que tiene… ¿mala fama?


—Es una forma de decirlo. Sin embargo, no creo que sea un reto para usted.


Abrió la carpeta y pasó los ojos rápidamente por la hoja.


—El sueldo es muy bueno. Aunque el horario es infernal.


—Eso es porque la persona que solicita este servicio es muy rica. Y necesita sentir que su hija está segura todo el rato. Lleva muchos años con nuestra empresa porque somos los más discretos y tenemos uno de los mejores protocolos del mercado.


Seulgi observó la primera página, en la que aparecía la información más importante. La pequeña fotografía, que casi parecía un recorte de una revista, de una joven y guapa mujer resaltaba sobre el monótono texto. Justo debajo estaba su nombre: Bae Irene.