Irene no respondió a ninguno de los mensajes de disculpa que sus amigas le habían enviado a la mañana siguiente. No le servían ninguna de las excusas que estaban poniendo otra vez más. Si fuera la primera vez estaría más sorprendida, pero después tantos años era lo normal. Sólo quería que algún día alguien con quien pudiera hablar apareciese en una de esas fiestas y pudiese olvidarlas.
Se llevó las manos a la cabeza. No había dormido nada desde que Seulgi la fue a buscar en coche, y lo poco que lo había hecho había sido incómoda e inquieta. No dejaba de pensar en qué hacer con sus amigas. A lo mejor, no volverlas a ver.
Cuando Seulgi llegó a la hora de siempre Irene la recibió vestida en vaqueros claros y camisa beis, y discretamente maquillada en las escaleras del recibidor.
—¿Ha desayunado, señorita Bae? —dijo Seulgi, y giró el cuerpo hacia la cocina.
—No tengo mucha hambre…
Aún así, Irene la siguió a la cocina.
Le pidió a Seulgi que se sentase y sacó la cafetera italiana. Concentrarse en algo y mantener las manos ocupadas le ayudaría.
El olor tostado del café inundó la cocina mientras Seulgi miraba por la ventana, con los codos sobre la mesa soportando el peso de su cuerpo. Irene también miró allí mientras esperaba. El jardín era una llanura vasta en lo alto de una colina rodeada de bosque y comenzaban a distinguirse las primeras luces del amanecer. La silla de madera crujió tímidamente cuando Seulgi se acomodó en ella. Para Irene era difícil mirarla, sobre todo al principio. Era más fácil levantar un muro con sus guardaespaldas cuando eran hombres mayores, pero Seulgi, una chica casi de su edad, y además guapa, desafiaba esos cimientos. Hacía que Irene quisiera acercarse, y ese sentimiento la animó a alejarla más. Ahora que le había demostrado que podía tolerar su presencia, incluso dejarse cuidar, se sentía físicamente débil. Le costaba respirar, su pulso se volvía rápido y ligero.
Sirvió el café en un par de tazas y se acercó a Seulgi.
—¿Quieres azú…?—Seulgi se levantó a la vez que ella posaba la taza sobre la mesa, su hombro chocó contra el antebrazo de Irene y el café salió por los aires.
Las dos chicas gritaron a la vez. Seulgi separó la camisa manchada de líquido ardiendo de su hombro e Irene se llevó las manos a la cara, muerta de vergüenza. Tartamudeó unas disculpas a como pudo, pero Seulgi la interrumpió:
—No pasa nada —dijo sujetando la tela de su camisa lejos de su piel—. Estoy bien.
—Lo siento. Ay, Dios. ¿Te has quemado?
Irene se bloqueó. Se tapó la cara con las manos, pero Seulgi agarró sus muñecas y las apartó. Las orejas de Irene enrojecieron rápidamente.
—No te preocupes, vamos a limpiarlo.
Buscó una servilleta para limpiar todo lo que había caído sobre la mesa, y Seulgi intentaba no reírse. No esperaba que Seulgi se lo tomara tan a la ligera. Se le ocurrió pensar qué hubiese pasado si esto hubiese ocurrido con su padre delante y tuvo que parar a respirar hondo.
Seulgi la estaba mirando con una expresión divertida.
—No te rías de mí —dijo Irene, con las orejas aún más rojas— no he dormido nada .
—Así que por eso está un poco rara…
—Tú también estás rara.
Seulgi se mordió el interior de la mejilla cuando vio lo grande que la mancha de su hombro.
—Voy a tener que tirarla…
—Te dejaré una camiseta, o algo. Sube.
Seulgi se miró al espejo de Irene con una de sus camisetas blancas de marca bajo la americana oscura y sus pantalones de traje.
—No se lo diga a mi jefe, no soporta que rompamos el código de vestimenta.
Irene asintió y sonrió. Sentía el corazón en la garganta al ver a Seulgi vestida con su camiseta blanca debajo de su americana de invierno. Sacó el móvil y leyó su agenda.
—Veamos… Hoy tiene que ir a casa de los Lee a comer.
El humor de Irene cambió bruscamente.
—No —dijo Irene—. Invéntate cualquier excusa, porque no voy a ir.
—Pensaba que Lee Soyoung era su amiga.
Irene frunció el ceño.
—Yo también lo pensaba… Hasta que se llevó mi coche y me dejó sola con aquel tipo. Siempre es ella, y las demás la siguen. ¿No te enteraste de por qué estaba sola el otro día?
Seulgi miró al techo y suspiró.
—Estoy cansada de tener que llevarla a sitios a los que no quiere ir.
—¿Entonces no vamos?
Seulgi asintió y la otra chica sonrió de verdad.
No quería quedarse en casa en un día tan único como este. Seulgi tenía que acompañarla a todas partes, esa era su función, así que salieron en el coche de Seulgi.
Irene se sentó en el asiento del copiloto y se entretuvo buscando una emisora de radio que le gustase. Después de un rato intentando buscar algo entretenido, se cansó y sólo se oía el motor del coche.
—¿Quieres ir a algún sitio?
—Es usted quien tiene que decidir, señorita Bae.
—Llámame Irene, no soporto que nos tratemos de usted.
Siguiendo la petición de Seulgi de un desayuno en condiciones, eligió una cafetería del centro. Una pequeña escapada de su rutina. Después Irene sugirió ir a echar un vistazo a algunas tiendas a las que tenía ganas de ir. Notaba a Seulgi guardar cierta distancia, y ella también lo respetaba. No estaban pasando tiempo juntas, pues Seulgi no era más que su guardaespaldas, pero sí sentía que algo fluía.
Estaba relajada, a pesar de que el corazón le daba saltos cuando Seulgi le abría la puerta del coche o simplemente la miraba desde lejos como en el funeral.
Cuando llegó la hora de comer se sintió culpable. A lo mejor su padre se daba cuenta de que no estaba cumpliendo con sus obligaciones, o a lo mejor Soyoung se inventaba algo para que nadie sospechara por qué Irene no quería verla.
Se sentaron a comer en un restaurante chino cualquiera, con sus grandes dibujos de bambús y murallas y unos cuantos silenciosos clientes.
—Me alegro de estar fuera de casa —comentó Irene.— No aguantaba más. Me sentía encerrada.
Después mordió uno de sus baos, y sabía muy bien. Su rostro se iluminó. No era consciente del hambre que tenía acumulada.
—Tienen buena pinta. —Seulgi señaló su comida y luego se metió sus fideos en la boca—. Deberíamos hacer esto más a menudo. Le da un poco de interés a mi trabajo.
—No se si a mi padre le gustaría mucho.
—¿No puedes hacer lo que quieras y punto?
—Mi padre no es una persona a la que haya que enfadar. Créeme, lo aprendí por las malas.
Dolía decirlo de esa forma tan banal. Como si Seulgi pudiera leerle la mente, le dijo:
—Parece ese tipo de persona.
—Sé que nadie del servicio le soportáis. —Irene apretó los labios juntos— Oí cómo hablabas de él el otro día con Kim, en el coche.
—No era mi intención hablar mal de él.
Irene se encogió de hombros.
—No te preocupes, yo también lo haría si tuviese con quién.
—Parece que ya tenemos algo en común. En realidad, tampoco está bien que yo lo hable con nadie. Es parte de mi trabajo, supongo.
Seulgi sonrió un poquito, inconsciente de las dimensiones que sus palabras alcanzaban en Irene. Ella no veía más que lo que le mostraba, pequeñas sombras de lo que hay tras las puertas de la mansión.
—Pero puedes confiar en mí para quejarte —dijo Irene.
—Lo tendré en cuenta.
Seulgi era muy guapa cuando sonreía. Se dio cuenta de que si no lo hacía más a menudo, era por su culpa. Respiró hondo y dejó que la conversación muriese entre las del resto. Se limpió los labios con una servilleta.
—Tengo que volver a casa. No tardemos mucho más.
—Por supuesto.
Sintió la respuesta de Seulgi seca.
Ya se estaba sintiendo llena, pero su plato a penas estaba hasta la mitad. Sentía una tirantez dentro del pecho que le gritaba que
—¿Está todo bien? —Seulgi se fijó en las manos inquietas que Irene no sabía dónde poner.
—Tengo que entregar un trabajo de la universidad.
—No sabía que estudiabas.
Seulgi seguía comiendo, dándose algo más de prisa.
—Estudio derecho —dijo mientras colocaba los palillos perfectamente rectos—. Mi padre quería meterme en el negocio familiar, pero creo que ya no. Ahora tengo que terminar la carrera, estoy en el último año.
—¿No vas nunca al campus?
—Sólo a los exámenes, así que las dos nos ahorramos el mal trago de tener escolta privada en un sitio público —intentó bromear, pero pronto cambió a su tono abatido.— Mi padre dice que en la universidad se aprenden ideas equivocadas. Ya sé que no es verdad —dijo ante la mirada incrédula de Seulgi, y dejó escapar una risa burlona—. Supongo que le habrás oído hablar en las noticias.
—No creo que pueda opinar sobre nada de eso en un contexto laboral.
—Estoy harta de tantas formalidades.
Seulgi levantó las cejas, y apartó la mirada, cavilando. Finalmente, después de pensarlo, dijo:
—Me intriga mucho por qué ahora has decidido llevarte bien conmigo si antes me odiabas.
—No te odio —dijo Irene, y también apartó la mirada.
—Lo dijiste el otro día.
—No te odio, y nunca lo hice. —El arrepentimiento quemaba en sus mejillas.— Mentí.
—¿Por qué? —Sentía que las preguntas de Seulgi la perforaban<
—¿Por qué haces tantas preguntas?
—Supongo que lo del otro día fue por el funeral de tu tío, ¿pero todo lo de antes?
—Sé sincera conmigo, ¿de verdad te importa? ¿Te importo yo lo suficiente, razones laborales a parte, como para que quieras saberlo? El pasado pasado está, y me arrepiento de haberte tratado así —Casi se atraganta con sus palabras, poco acostumbrada a ellas— y lo siento. ¿Aceptas mis disculpas?
—Las acepto.
Irene suspiró, tensa y aliviada al mismo tiempo, y luego sonrió cálidamente. La mano de Seulgi descansaba sobre la mesa, fría al tacto y moteada de las manchas del mármol, cerca de la de Irene.
No esperaba otra respuesta, ni la hubiese aceptado. La vergüenza estaba siendo especialmente cruel con ella en ese momento, pero Seulgi la suavizaba con esa voz apacible como un rayo de sol de invierno.
—Tendríamos que estar en casa de los Lee ahora mismo —dijo Seulgi, mirando la hora en su reloj de muñeca—. Nunca he desobedecido antes, estoy un poco nerviosa.
—Si te dicen algo, es culpa mía. Soy una niñata caprichosa —Irene sonrió con complicidad.
—¿Lo eres? ¿O tengo que mentir también en eso? —bromeó sin ganas.
Irene pensó su respuesta.
—Sólo me gustan mis cosas a mi manera, y a nadie en mi casa le ha importado nunca. Da igual que yo diga que no quiero un guardaespaldas nunca más, porque mi padre me lo va a poner, y que me siga a todas horas. Da igual cuántas malas experiencias haya tenido antes.
Irene se sintió observada hasta las entrañas, incómoda como si su silla fuese de piedra.
—Como guardaespaldas, te aseguro que hay muchos que están en la profesión por el reconocimiento y el poder. Que hacen cualquier cosa a las mujeres fuera del trabajo, y se quejan de los agresores en horario laboral. Me cabreo sólo de pensarlo.
Seulgi negó con la cabeza, apartando esos pensamientos.
—Creo que te he demostrado varias veces que estás segura conmigo, y que puedes confiar en mí —dijo poniendo punto final.
—Qué ridícula me siento ahora. No pensé dos veces antes de actuar —dijo con la cabeza gacha, para sí misma más que para Seulgi.
—¿Estás admitiendo que te pasaste conmigo?
Irene levantó una ceja y miró a otro lado.
—Te importa —afirmó, divertida.
—Aunque te parezca raro, sí.—Seulgi sonrió de medio lado.— No lo parece, pero tengo sentimientos.
Irene se levantó, azorada e incapaz de aguantar otro comentario más sin querer gritar que se callase, en broma, igual que Seulgi.
Miró de lejos el rostro de Seulgi, redondo y anguloso a la vez y esos ojos que parecían saberlo todo. Quería tomar su mano, tanto en un sentido metafórico, de dejarse llevar y confiar, y el literal. Sobre todo el literal. Quería juntar sus dedos y probar como encajaban mejor con los suyos.
Fue valiente y le dijo:
—Estás muy guapa. —Una sonrisa iluminó su cara—. Me refiero… Me… Me gusta verte así vestida. Sólo te había visto de traje.
—¿Y no te gusta cómo me queda? —Estaba descubriendo el quedo sentido del humor de Seulgi.
—No, no. ¡Me gusta! Pero esto es nuevo, y casual. También te sienta bien.
Seulgi rio un poco más.
—Nunca te he visto con tu propia ropa, y tengo curiosidad. ¿Algún día me la enseñarás?