Los pensamientos de Irene nunca paraban. Casi podía amasarlos en sus manos, densos y abrasivos. Pensaba en sus amigas, pero menos a menudo que en Seulgi, y ninguna de las dos opciones era más agradable que la otra.
Seguía sin hablar con sus amigas. Irene se había apartado de toda vida social, como si nunca hubiese pisado los clubs en los que pasaban las noches de viernes y todas las personas que había dentro fuesen completas desconocidas.
Y se pasaba el día charlando con Seulgi, pero le ponía nerviosa hasta la extenuación. Esa nueva cercanía hacía que el sentimiento de vacío desapareciera, pero una vez que se iba, le ocurría igual que a los marineros cuando la noche se nublaba y no podían guiarse más por las estrellas. No podía dejar de pensar en los momentos en los que se miraban a través del retrovisor del coche de Seulgi, desafiándose, hasta que una de las dos lo dejaba marchar. O su toque fugaz, que tan de vez en cuando ardía cuando le daba sus bolsas después de salir del coche. La casta cercanía de sus cuerpos cuando le hacía un café en la cocina, y la timidez de Seulgi.
No sabía cómo de mutuo era, pero estaba claro queSeulgi no podía negarlo. Había cierta conexión, que Irene nunca había tenido, pero que sabía qué significaba. La hacía sentir menos rota.
Pensaba tanto que cuando intentaba estudiar, las letras se unían unas a otras, y no era capaz de entender su significado. Leyó varias veces el primer párrafo de sus apuntes, pero aún así no se concentraba en su significado.
Unos golpes enérgicos en la puerta la arrancaron de esa espiral, y giró la cabeza, esperando que fuese Seulgi.
—¿Irene? Soy yo, Soyoung.
Sin la ducha de adrenalina que su cuerpo desprendió, estaba segura de que su corazón se habría parado. La chica se asomó y cerró la puerta tras de sí, entrando al cuarto de Irene.
—Estaba muy preocupada ¡No sabíamos qué te había pasado! —gritó.
Irene se sujetó las sienes, buscando la manera de anclarse a la realidad. Hasta el último rincón de su cuerpo deseaba con todas sus fuerzas irse de ahí. La chica se plantó delante de Irene y sus finos rasgos componían una mueca de asco mal disimulado.
—No quiero hablar —dijo en voz baja.
La otra suspiró.
—Llevamos tanto sin vernos… Me preocupaste cuando no viniste a mi casa hace una semana. A mi padre no le gustó nada que no aparecieras, te esperaba.
Irene miró sus uñas, rosas como una pastilla de jabón, recién arregladas.
—Si tu no me respondes, a lo mejor le puedo preguntar a tu padre. Mi padre iba a hacerlo, pero yo le dije que no se moleste, que habría alguna razón de peso.
—¡No lo hagas! —gritó, saltando de la silla.
—¿Por qué? Sólo dime qué te pasa.
—El otro día os fuisteis sin mí. No me avisasteis, y me quedé sola con un desconocido. —Trató de defenderse, pero la voz se le disolvía en la garganta, como una pastilla efervescente en agua. —No me merezco eso— su voz ya estaba completamente ahogada.
—No es verdad, Irene —dijo, poniendo los brazos en jarra—. Tú te marchaste con aquel chico.
—No te atrevas a hacerme quedar como que soy yo la mala. Soyoung, ¡ya me has hecho esto mismo tantas veces! ¡No voy a aguantar que cambies la historia a tu gusto! Desde que te conozco has hecho todo lo posible para engrandecerte a mi costa, ¡y se acabó!
—Una pena, Irene, porque no le importa a nadie. Sé que tu padre me cree a mí antes que a ti.
Sintió un peso en todo el cuerpo, como unas cadenas robustas que tiraban de sus extremidades hacia abajo, y de repente ya no podía moverse o abrir la boca. Ya no oía lo que decía, sólo veía sus manos gesticulando muy cerca de su cara, y ese asco en sus ojos. El mismo con el que todo el mundo la miraba.
Seulgi entró, y la sintió como un zumbido que agarraba a Soyoung firmemente y la apartaba varios metros.
—Sígame afuera —dijo Seulgi, y se oyó amortiguado.
La otra se deshizo de su agarre.
—No puedes ponerte así, Irene. Estás siendo inmadura— ignoró a la guardaespaldas, que la agarró de nuevo.
—No quiero volver a veros— dijo Irene, con la voz de alguien que está conteniendo el llanto.
Soyeon gritó de rabia, e Irene se agarró con fuerza al borde de su escritorio.
—Señorita, váyase fuera —dijo Seulgi, firme, e incluso enfadada.
—¡No!
—¡Que le hagas caso! —Irene gritó, cerrando los ojos muy fuerte, intentando hacerla desaparecer de su mente.
Seulgi la empujaba, la intentaba agarrar del brazo, y la chica echaba humo del enfado.
—Se acabó. Por mí como si te mueres. Zorra desagradecida.
Seulgi la sacó de la habitación a rastras, en ese momento tan enfadada que no lo podía ni ocultar.
Cinco agónicos minutos más tarde, Seulgi volvió, e Irene ya recordaba cómo respirar.
—En cuanto me enteré de que la dejaron pasar vine corriendo.
Cerró la puerta tras de sí casi sin un sonido.
—No te preocupes —Irene suspiró, sentada en el borde de su cama.
Su espalda no tenía la rigidez a la que estaba acostumbrada. Se dejó caer lánguida con los codos sobre sus rodillas.
—¿Cómo estás?
Irene miraba a ninguna parte, con los labios entreabiertos. Todo se veía más gris que de costumbre, aunque la luz cálida de sus bombillas estuviera encendida.
—No siento nada.
Seulgi expiró.
—Irene. —Dio un paso hacia los pies de su cama—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Ven aquí.
Se sentó a su lado y rodeó sus hombros frágiles. Irene enterró la cabeza en Seulgi y rodeó su cintura con las manos por dentro de la chaqueta, encima de la camisa. Sintió dónde comenzaban sus costillas, dónde se unían a las vértebras.
—¿Todo el mundo que conozca me va a tratar así?
—¿Cómo?
—Como si no fuese nadie.
Seulgi negó con la cabeza.
—Hay mucha gente buena ahí fuera. Te lo prometo. Vas a encontrarla.
Abrazó a Seulgi con más fuerza y luego lo dejó estar.
—¿Prefieres que me vaya? —dijo Seulgi, poniéndose de pie.
Irene se apresuró a decir que no. Se sentía más presente con Seulgi cerca, y las arenas movedizas de su cabeza la arrastraban menos al fondo.
Irene se sentó en su cama, apoyada contra el cabecero, abrazando sus rodillas juntas. Le pidió a Seulgi, que si no tenía trabajo, se sentara a su lado también.
—Estás siendo muy agradable conmigo últimamente.
—Me encanta se agradable contigo —dijo Seulgi, y mantuvo el contacto visual un poquito más de lo necesario.
Sus dedos tocaban a Seulgi de la manera más casta que se había imaginado. Sólo pasaban sobre sus nudillos, como valles y montañas, pero se había imaginado sus pieles rozando de mil maneras, y ese pensamiento le provocaba cosas que nunca se habría planteado. Era emocionante perderse en su atracción, que la rodeaba como el agua del mar.
Seulgi se recostó sobre la almohada e Irene apoyó la frente en su hombro.
Sentía que la conocía desde hace mucho tiempo. Observó el perfil de Seulgi, en calma, perdida en sus facciones, hasta que se tornó hacia ella. Irene extendió su mano y la dejó reposar sobre la mejilla de Seulgi. Sus dedos resbalaron, acariciando su pómulo. Disfrutó cada milímetro. Sólo pudo mirar sus labios.
Era el beso más suave que había dado nunca. Le estaba prácticamente preguntando si lo quería. Y ella dijo que sí, y se lo devolvió con un poco más de intensidad.
Seulgi se separó de repente.
—No puedo hacer esto, estoy trabajando. No debería.
Eso no era para ella. Era demasiado bonito como para que fuese suyo. Que todo esto estaba mal, que estaba rota, y Seulgi se merecía a alguien mejor.
—Tengo que irme. Lo siento —dijo ella, confirmándolo.
—Vete.
Seulgi siempre hacía caso a lo que Irene le pedía, porque así debía ser.
Caminó con la vergüenza puesta sobre la espalda, le dedicó una mirada triste y cerró la puerta.
—Lo siento —dijo Irene, demasiado tarde.
No sabía por qué lo sentía. A la vez, estaba arrepentida. No quería que toda la buena relación que había ido sembrando con Seulgi muriese antes de empezar.