1………..
—¡Pero yo no he hecho nada! ¡Es una mentirosa!
Seulgi no pudo evitar desconectar del informe que estaba redactando y frunció el ceño. Nunca había oído a alguien gritarle a su jefe, el señor Jung, en todos los años que llevaba trabajando en la empresa, y tampoco pensaba que fuese a pasar nunca.
Había que ser un temerario, o estar muy desesperado para replicar a aquel hombre como lo estaba haciendo Jaebum. Tomó un sorbo de su café y se aflojó la corbata, escuchando qué se estaba fraguando en aquel despacho.
—¡Los guardaespaldas no deben tener ni una sola queja por parte del cliente! Es seña de identidad de la empresa. ¡No quiero que este incidente tenga consecuencias en nuestra reputación! —bramó Jung con su voz profunda y penetrante.
—Lo entiendo, señor, ¡pero yo no le he hecho nada! En todo caso, es ella quien me está perjudicando a mí. ¡Es una mala bruja!
Un golpe, Seulgi se imaginaba que un manotazo sobre la mesa, estalló. Los gritos rebotaron por las paredes del pasillo, y se sorprendería si todo el rascacielos en el que estaban las oficinas de Varnost lo hubiese oído.
—¡Nuestro trabajo no trata de castigar a las malas personas, sino de hacer lo que quieran aquellas que nos pagan! ¡No eres ningún justiciero! ¿Queda claro?
—Sí, señor. —A penas se oyó desde la habitación en la que estaba Seulgi.
—Ahora váyase el resto del día. Discutiremos más tarde su contrato —dijo Jung—. Me estoy poniendo enfermo al verle aquí.
Seulgi también era guardaespaldas y llevaba su trabajo con una seriedad rigurosa. Todos los días se ataba la corbata negra sobre su camisa blanca inmaculada y su traje pulcro y oscuro, y recogía su pelo negro y largo en un moño ordenado. Se encargaba de que su flequillo nunca la molestara a la vez que complementaba su rostro redondo y ojos alargados. Siempre hacía sus informes a tiempo y estaba siempre a la hora y el lugar con una seriedad marcial. Opinaba que todos los rumores que había oído sobre la clienta de Jaebum nunca debían haber llegado a sus oídos, que la confidencialidad es lo más importante que existe en su trabajo.
Quiso concentrarse en las palabras que estaba tratando de escribir cuando la cabeza del Jaebum asomó por el marco de la puerta de la sala en la que trabajaba, que ni si quiera podía llamarse despacho.
—¿Has visto? Esa maldita niña mimada me ha puesto en una situación muy delicada. —dijo con un tono ácido.
—No puede ser tan mala... —contestó Seulgi, sin despegar los ojos de su pantalla.
—Es peor que mala. Es egocéntrica, narcisista y prepotente. Le importa ella y sólo ella.
Le dio la razón a Jaebum, sin querer saber nada más, y se encogió de hombros.
—La parte buena es que ya no voy a tener que trabajar en ese sitio. Por cierto, tu también tienes que hablar con el jefe. Me dijo que te llamara.
Seulgi torció el gesto.
—¿Dijo por qué?
Jaebum se puso el pesado abrigo negro sobre los hombros y resopló. Negó con la cabeza y añadió:
—No tengo ni idea. Creo que debería de irme, no le hará mucha gracia que siga por aquí.
—Hoy no se ha levantado con el pie derecho, ¿pero alguna vez lo ha hecho?
El hombre sonrió antes de perderle de vista. Una vez se fue a grandes zancadas, pisando fuerte los suelos de losa de la oficina, cruzó el pasillo y se paró delante de la limpia puerta de cristal del despacho de Jung.
—Entre, señorita Kang — dijo la voz de Jung al otro lado.
—Buenos días, señor Jung.
—Siéntese. Me gustaría hablar con usted.
Tomó asiento en una silla cómoda y forrada de una tela suave, en medio de un despacho de tonos cálidos. Una de las ventanas estaba abierta, por lo que una corriente fría circulaba por la sala y le helaba los tobillos.
El señor Jung ya no parecía tan enfadado como antes. Ahora sus ojos oscuros enseñaban sus patas de gallo y en la boca estaba su sonrisa amarga de siempre. Hizo lo que le pidió.
—Ya lleva unos cuantos años al servicio de la compañía Varnost y creo que sería oportuno que empezase a tener otro tipo de trabajos. Este requerirá muchas más horas y mucho más sacrificio, y pienso que es algo que usted está dispuesta a dar, ¿me equivoco?
—No, señor, ya sabe que me gusta mi trabajo y siempre doy el cien por cien.
—Así me gusta. En este sobre tiene todo lo que necesita saber. Léalo con detenimiento y si acepta el trabajo, quiero que me lo haga saber antes de que acabe el día, y así puede incorporarse lo antes posible. Al cliente no le gustará tener ese hueco sin cubrir mucho tiempo.
—Entendido.
Sacó los papeles del sobre marrón, y se dispuso a ojearlos.
—Hay algo de lo que creo que debo avisarle. La clienta, o más bien, la hija del cliente, es una persona un tanto complicada.
Seulgi levantó las cejas.
—¿Es ella? La que tiene… ¿mala fama?
—Es una forma de decirlo. Sin embargo, no creo que sea un reto para usted.
Abrió la carpeta y pasó los ojos rápidamente por la hoja.
—El sueldo es muy bueno. Aunque el horario es infernal.
—Eso es porque la persona que solicita este servicio es muy rica. Y necesita sentir que su hija está segura todo el rato. Lleva muchos años con nuestra empresa porque somos los más discretos y tenemos uno de los mejores protocolos del mercado.
Seulgi observó la primera página, en la que aparecía la información más importante. La pequeña fotografía, que casi parecía un recorte de una revista, de una joven y guapa mujer resaltaba sobre el monótono texto. Justo debajo estaba su nombre: Bae Irene.
2…………….
La blanca ladera de la montaña estaba atravesada por el asfalto negro de la carretera solitaria por la que Seulgi conducía. Era tan pronto que el sol ni amenazaba con salir todavía, y la única luz que podía ver entre los árboles bañados en nieve era la que salía de los faros del coche de Seulgi. Aún así, Jimin contestó al teléfono con un bostezo en el que se podían intuir un “buenos días.”
—No esperaba que lo cogieses —dijo Seulgi.
—Es que estoy con mis abuelos de Busan y ellos se levantan pronto. Estoy desayunando.
Seulgi rio, aliviada instantáneamente. La voz de su mejor amigo consiguió deshacer el nudo de su estómago. Había tenido problemas para dormir y el café que se había tomado esa mañana para ayudarla a despertar no le había sentado muy bien.
—¿Estás en el coche? —preguntó el chico.
—Sí. Siento no haber podido llamarte ayer. Estuve estudiando para una nueva clienta.
El coche que le había dado la empresa era un modelo negro y reluciente, con todas las prestaciones y lujos. Los asientos de cuero eran los más suaves y cómodos en los que se había sentado nunca y daba gusto agarrar el volante y sentir el leve rugido del motor al acelerar.
—Ya sabes que no pasa nada. Además, estuve con mi familia. ¿Y qué tal el trabajo?
—No sé por qué habré aceptado este puesto, levantarse tan pronto es una tortura. Pero el sueldo es muy bueno, es lo bueno de trabajar para gente rica.
—¿En serio? ¿Y a qué se dedican?
—Es hija de un congresista bastante importante, y que además tiene una empresa de electricidad. Un pez gordo. Y no puedo contarte mucho más, por confidencialidad.
—Creo que tu jefe confía demasiado en ti —dijo Jimin con la boca llena—, un día te vas a hartar de toda esta gente y vas a soltar los trapos sucios de media ciudad en un programa del corazón.
—Qué malo eres —dijo Seulgi, aunque no le importó.
—Ya sabes que es broma. Eres la mejor en lo que haces.
—Creo que voy a llorar, ¿Park Jimin, eres tu?
Se rió, menos tensa que hacía un momento.
—Me muero de ganas de verte, pero con este trabajo no voy a tener mucho tiempo libre.¿Hasta cuando te quedas en Busan?
—Hasta que mi abuela me diga que consiga novia otra vez —dijo en voz más baja.
Hizo que Seulgi volviese a reír como siempre hace con él.
A lo lejos, ya veía el camino que debía tomar para ir a la casa, una carretera solitaria de una dirección que sube la ladera de una pequeña colina en la que se encontraba la monumental casa.
—Voy a saltarme el protocolo —dijo Seulgi—, para decirte que esta es la casa más grande que he visto en mi vida, y eso que he estado en unas cuantas mansiones.
—Seguro que es feísima.
—Me la esperaba peor.
No era ninguna de esas “peceras” hechas por completo de cristal, a través del cual se podía ver hasta el color de las alfombras. Parecía más bien un castillo, con torres de ladrillo ocre y tejados de tejas, pero sin renunciar a unos toques modernos que ponían de manifiesto el buen gusto de la persona que la encargó
—Voy a tener que colgar ya.
—Suerte con todo.
—Gracias, Jimin. Aguanta en Busan, tienes que volver rápido conmigo.
Dejó el coche frente a la puerta principal, con un pórtico amplio, a oscuras tan pronto por la mañana, al que se accedía por unas escaleras de piedra gastada. donde un hombre al que estaba segura de haber visto antes la estaba recibiendo, rodeado de unos cuantos hombres trajeados más, tan serios como Seulgi estaba acostumbrada a ser. Dejando los nervios a un lado, estiró su traje y se dirigió hacia allá.
—Soy Kim Hanseok, jefe de seguridad de esta casa. Bienvenida al equipo, Kang Seulgi.
Estrechó la mano con fuerza, recordando ese rostro que había visto merodear por las oficinas de Varnost alguna vez. En algún momento, Kim fue guapo, y ahora era mayor, con una perilla canosa y el ceño perpétuamente fruncido, cayendo sobre sus ojos que nunca descansan.
—Un placer conocerle. —Agachó la cabeza mientras saludaba.
—¿Me acompaña adentro y le presento a sus nuevos compañeros?
El señor Kim era directo pero cordial, sin dejar de esbozar una sonrisa de autómata. En ese sentido le recordaba a su propio jefe, el señor Jung, siempre sonriendo para no parecer tan severo.
Le enseñó las diferentes estancias, ostentosas y comunes a la vez, cálidas, tradicionales, pero tampoco le hacía mucha falta. Anoche se había quedado hasta tarde estudiando el plano del edificio, y reconocía todos los sitios que pisaba. Nadie parecía muy contento de verla, pero fueron cordiales también. Una cocina, otra cocina para las trabajadoras, varios salones, una biblioteca y varios aseos. También un dormitorio que podía usar cuando quisiera, en vez de irse a casa. Le presentó a la ama de llaves, la cocinera, un par de criadas y el resto del equipo de seguridad, y le sorprendió la seriedad gélida que todo el mundo llevaba como una armadura. En el resto de sus trabajos en casas, el servicio normalmente tenía una relación bastante cercana, o al menos se respiraba un ambiente de complicidad. En casa del señor Bae nadie decía una sola palabra a destiempo, y esa fue la primera bandera roja.
Caminando por pasillos luminosos volvió a pensar que, en realidad, la persona que decoró la casa tenía buen gusto, o al menos, no era tan hortera como en otros sitios. Por lo menos, en esta mansión sentía que podía estar dentro de una casa real. La barandilla de madera ligera de las escaleras, los suelos de tablones y las fuertes puertas de madera nombre colaboraban con la baldosa gris y el azulejo ocasional que podía ver en los suelos.
Después de subir las magníficas escaleras que llevaban desde el hall hasta el piso de arriba, caminaron por lo que parecían kilómetros de pasillo largo y de suelos brillantes. Kim se detuvo al llegar a un área un poco más amplia, con otras escaleras de madera más pequeñas que subían arriba y picó a una puerta que parecía igual a todas las demás. Picó con los nudillos y la persona que estaba dentro contestó bruscamente:
—¿Quién es?
—Soy yo, Kim. Vengo a presentarle a su nueva guardaespaldas.
—Adelante —dijo Irene desde dentro, aunque poco contenta de dejarles pasar.
El cuarto era más grande que un salón, lleno de ventanas con las cortinas abiertas de par en par, y la forma en la que estaba dispuesto estaba un poco anticuada, e incluso llegaba a ser cursi. Lo primero que vio fue un tocador, la única fuente de luz de la sala, que, a pesar de su apariencia discreta y elegante, gobernaba el cuarto y acaparaba la atención, junto al armario gigante de puertas cálidas y ornamentadas. La cama estaba en la pared más alejada de la puerta, y era grande, de sábanas blancas y detalles rosas con un cabecero de tablas de madera. También había un escritorio, macizo y amplio, lleno de papeles y bolígrafos desperdigados por la encima, y unas cuantas estanterías, con algunos libros y enseres bien ordenados pero más vacías de lo que cabría esperar de una persona con tanto dinero.
—Señorita Bae, esta es Kang Seulgi. A partir de ahora será su guardaespaldas personal.
Lo primero que pensó fue que la fotografía no se correspondía a cómo Irene era en realidad. La sonrisa hierática de su foto de carnet no era el ceño fruncido de la chica que abrió la puerta de la habitación. Lo segundo que pensó, es que no era posible encontrar tanta armonía en los rasgos de un rostro tan claramente descontento.
Seulgi tenía unan estatura mediana y aún así le sacaba unos centímetros a Irene. Llevaba una falda oscura y pegada a las caderas, con un jersey de cuello alto ceñido, apropiado para el gélido día de invierno que apenas había empezado. Y a pesar de lo irritante que le pareció, no pudo evitar pensar que era muy guapa. No era ninguna sorpresa, puesto que estuvo mirándola durante horas el día anterior. Su rostro delicado estaba concentrado en una expresión asesina, pero eso no eclipsaba que a ojos de cualquiera podía parecer la mujer perfecta. Se preguntó por qué estaba tan arreglada tan pronto, si no tenía que acompañarla a ningún sitio ese día.
—¿Cuál es su nombre? —preguntó con una pequeña mueca de desprecio en sus labios, incómoda al estar de pie en medio de su cuarto.
—Kang Seulgi, señorita.
—Bueno, Kang Seulgi. No me gusta tener a nadie encima de mi.
Seulgi levantó las cejas. Ella también estaba expuesta, de pie en medio de un cuarto extraño, con las manos detrás de la espalda, mirando fijamente a aquellos ojos grandes y hostiles.
—No se preocupe, no notará que estoy por aquí —Seulgi intentó que su pequeña sonrisa calase en Irene, pero ella parecía no querer notarla. Comenzaba a entender las dificultades de las que todos sus compañeros hablaban.
—Eso espero, porque sino, no creo que dure mucho en este trabajo.
—Yo también me alegro de conocerla —dijo Seulgi sin apartar la mirada.
—Recuerde que soy yo quien decide quién se queda o no. Tiene que pasar por mi aprobación, no sólo por la de mi padre o la de sus superiores.
Miró a Kim, que estaba impasible, con los ojos fijos en Irene.
—Por supuesto —respondió Seulgi, adivinando si
esa era la respuesta correcta.
Kim dio la conversación por terminada y se dirigió a la puerta. Seulgi e dio media vuelta y salió de allí lo más rápido que pudo. En cuanto estuvo lo suficientemente lejos, el señor Kim suspiró.
—Siempre fue una buena niña, pero desde hace tiempo está extraña. Malhumorada todo el rato y muy arisca. Discúlpela.
Seulgi frunció el ceño. Otra bandera roja ondeaba sobre ese sitio como un estandarte.
—No pasa nada, Kim. Me he visto en peores situaciones.
Se vio tentada a compartir alguna anécdota, pero no notaba el ambiente general adecuado. La señorita Bae no dejaba sitio para ello. Caminaron en silencio desde entonces, atravesando el cuerpo de la mansión para llegar al ala contraria, donde estaba el despacho del señor Bae.
Kim picó en una de esas puertas, que podría haber sido otra más salvo porque esta era más grande y robusta. Kim picó con suavidad en la puerta y después giró el pomo dorado. El despacho era tan grande como un apartamento pequeño, luminoso, con un gran escritorio, muchas estanterías, un gran cuadro abstracto de colores armoniosos y unos sofás y butacas cerca del ventanal. La luz crepuscular se colaba entre las cortinas blancas y largas. Podría ser un lugar perfecto salvo por el pegajoso olor a tabaco que impregnaba el lugar, dándole más ganas de salir que del cuarto de su desagradable hija. El cenicero estaba lleno de cigarrilos chafados.
El señor Bae levantó la cabeza, mostrando su mandíbula redonda y mandíbula cuadrada. Tenía una pluma entre sus dedos pequeños y manchados de tinta, y un cigarrillo colgando en los labios finos, similares a los de Irene. Por supuesto, Seulgi también conocía el rostro de Bae Junho, y no sólo por haberlo visto en numerosas tertulias televisivas. A él también lo había estudiado a fondo.
—Eres la nueva…
—Así es, señor —respondió, haciendo una pequeña reverencia.
Un silencio incómodo se mezcló en el cargado ambiente.
—Kim te dará órdenes más concretas, pero yo sólo voy a darte una: no la líes. No quiero que a mi hija le pase algo fuera de casa. Ahora que se acercan las elecciones es más importante que no haga nada que peligre mi posición. Está prohibido entrar aquí y a mi cuarto, pero que el resto de habitaciones están permitidas. Si necesitas algo, habla con el mayordomo. Si necesitas discutir algo sobre tu contrato, habla con tu jefe. Eso es todo.
—Entendido, señor. Espero que mis servicios sean útiles.
—Desde luego que sí. Cualquier cosa que mantenga a Irene a raya es suficiente. No quiero medias tintas con ella.
El señor Bae despertó una incomodidad que se despegaba de su piel.
—Por supuesto, señor.
El resto del día lo pasó sin saber nada de Irene o de su padre, acostumbrándose a su puesto de trabajo y haciendo reportes a Jung. Eso le dio tiempo para reflexionar. Todavía estaba a tiempo de echarse atrás y no formar parte de las delicadas dinámicas familiares que el padre y la hija, sin lugar a duda tenían.
Y como no había ningún plan para más tarde, Kim le dijo que se marchase pronto. Llamó a Jimin en cuanto se sentó en el coche, ansiosa por salir por fin de la enorme mansión. Le preguntó por su día en Busán, pero Jimin decidió que no era importante.
—No, no. Mi abuela está como siempre. Quiero que me cuentes qué tal tu primer día.
—No ha sido un desastre, supongo. —Se encogió de hombros.— Ese sitio es como una película de internado. Me da escalofríos.
—¿Y el congresista?
—Bastante borde, la verdad. No sé si le prefiero a él o a su hija. Sin entrar en muchos detalles, los dos me han faltado al respeto en mi primer día. Nunca me había sentido tan mangoneada por unos clientes. Mi consejo es que no trates con ricos si quieres vivir más de 60 años. ¿Es demasiado tarde como para cambiar de profesión?
Jimin rió.
—Eres buena en esto, una auténtica profesional. No des tu brazo a torcer, no somos menos que nadie.
—Tienes razón…Pero no sé si me convence este trabajo. Hay varias cosas que me han hecho saltar las alarmas sobre él… Y ella tampoco se libra. Siento que Irene sólo quiere rebelarse contra él y yo tengo que ser su carcelera.
—Pero, ¿cuántos años tiene ella?
—Casi los nuestros. No tiene sentido, es ridículo.
Seulgi se quedó callada, y esperó a que el tráfico de la entrada de Seúl consiguiera desatascarse. Fuera, algún conductor furioso hacía sonar el cláxon de su coche. Era complicado encontrar el equilibrio entre la confidencialidad y su propio bienestar.
—Vamos a hablar de otra cosa. No debería de contarte nada más.
—Tienes razón.
Hablaron de otros temas más ligeros que molestaban un poco menos a Seulgi, pero llegó a casa y la sensación de no saber qué estaba pasando no desapareció. Fuese lo que fuese lo que estaba sintiendo, no podía despertar con ello mañana. Se fue a dormir, pero soñó con Irene y ella atravesando un bosque.
3……………
p style="margin-bottom: 0cm; line-height: 100%">Cada vez que Seulgi conoce a alguien y le cuenta en qué trabaja, tiene que explicarlo una y otra vez: Ser guardaespaldas no es adrenalina pura, persecuciones ni secretos, como mucha gente piensa. El suyo es un trabajo rutinario y aburrido, sobre todo si el cliente se pasa el día entero en casa, como Irene hacía casi todo el tiempo.
Seulgi se estaba preguntando qué estaba haciendo allí, por qué se había levantado antes de que saliera el sol, por qué Bae Jungho estaba pagando tanto dinero por no hacer nada. Mientras tanto, Irene leía un libro, acurrucada en uno de los sofás blancos bajo las ventanas de aquel salón. Estaba perfectamente vestida, esperando para marcharse de casa con su padre en un rato. Llevaba un vestido negro, de manga larga y ceñido a la cintura, y el pelo largo y suelto, cayendo sobre su espalda descubierta. Como siempre, era la viva imagen de la elegancia, espalda recta y
El resto de la casa estaba en el más absoluto y frío silencio, como Seulgi se dio cuenta de que era natural en aquel lugar. El padre de la chica estaba trabajando en su despacho, el resto de empleados en sus puestos, y Seulgi de pie, apoyada en el marco de la puerta, esperando a que algo ocurra.
Aquel salón de la casa de los Bae era tan grande como su propio apartamento, y mucho más fino y delicado. Una mota de polvo era capaz de romper la armonía del sitio, con el contraste adecuado entre la madera y pequeños toques azules en la decoración. Seulgi tenía la vista fija en el suelo, como si los nudos en los tablones de madera tropical fuesen lo más interesante del mundo. Más bien, estaba intentando no mirar a Irene. Aunque no lo quisiera, tenía que estudiarla. Medir su rostro y averiguar por qué era tan bonita bajo la luz del invierno. Al final, sólo quería saber qué había debajo de esa ira, solo pura curiosidad que supuraba.
Se fijó en la tensión que la mandíbula de Irene albergaba y los suspiros que no era capaz de esconder. La mitad de su rostro se escondía en las sombras que ella misma reflejaba. Despegó los ojos de su libro y por primera vez en todo el día, Irene habló con ella.
—Tráeme un vaso de whisky.
—Ese no es mi trabajo.
—Tráelo.
La miró, pensando que a lo mejor era parte de un sentido del humor retorcido, pero Irene mantuvo la seriedad en sus ojos como la estatua impasible de un museo.
Seulgi se calló y caminó a la cocina. No protestó, aunque no estuviese bien. Se prometió a sí misma que sólo lo haría una vez.
—Hola, señorita Kang —saludó la señora Park, que se dio la vuelta al sentir la puerta abrirse. Ella era la que se ocupaba de hacer la comida en esa casa.— Estoy haciendo carne estofada, ¿quiere probarla?
Era una mujer de una edad más avanzada que el resto de empleadas, su espalda se estaba encorvando y sus piernas caminaban lento, pero todavía no era anciana. Su delantal siempre estaba impecable y su pelo corto cubierto por un gorro. La gestión de la comida de la casa se encontraba en sus manos llenas de manchas solares y cicatrices de quemaduras.
Era seria con los Bae, pero para los empleados siempre tenía un gesto amable e incluso una sonrisa.
En ese momento estaba frente a los fogones, y estaba cocinando una ternera con una salsa densa y cremosa que seguramente Seulgi no fuese a probar. Los empleados solían comer algo menos elaborado porque el señor Bae era bastante exigente con la calidad de su propia comida.
—Huele de maravilla, pero no puedo ahora mismo.
La mujer respondió con una sonrisa y después preguntó:
—¿Necesita algo, señorita?
—¿Podría darme un vaso de whisky? Es para la señorita Bae.
—¿Y la ha mandado a usted? Ya veo...
Seulgi se encogió de hombros.
—Con tal de no discutir, no me importa.
—Hace lo mismo con todos sus guardaespaldas —dijo la cocinera, y para sorpresa de Seulgi, echó una carcajada —. No es nada personal.— Añadió mientras posaba el vaso que acababa de llenar en la encimera y se agachaba para buscar una botella en un armario de cristal.
Seulgi suspiró y rió también, mitad aliviada y mitad cansada.
—Gracias, señora Park, estaba empezando a pensar que estaba haciendo algo mal.
—No, niña. —La señora Park la miró a los ojos—. Llevo aquí muchos años y conozco a la señorita. Haces bien al no meterte en discusiones con ella. Creo que eres la que mejor trabaja de todos los tuyos.
—Gracias, señora Park.
Hizo una pequeña reverencia con la cabeza y se fue con el vaso en las manos.
El hielo tintineó cuando Irene cogió el vaso de sus manos, sin mirar a Seulgi, y solamente dijo:
—Has tardado.
Seulgi mordió el interior de su boca y no respondió. No era la primera vez que un cliente jugaba con sus nervios y siempre se preguntaba cuál era la finalidad. ¿Hacerla sentir inferior? En el caso de Irene, ¿una pequeña venganza mal encauzada hacia su padre?
Seulgi tampoco quería estar ahí. En esa casa las horas pasaban más lentas, como si la gravedad entre esos muros fuese mayor. Sus pies no se separaban del suelo con la misma facilidad.
Después de ir con los Bae y el resto del equipo a un cóctel en el que su única función era mirar a Irene desde lo lejos, dio por finalizada otra tarde aburrida más.
Irene le volvió a dirigir la palabra más tarde, justo después de que Kim se marchase. Salió de su habitación haciendo ruido con unas botas altas de tacón. Se había cambiado de ropa a un vestido más corto pero igualmente negro y un abrigo de pelo negro, sintético y brillante.
—Voy a salir con mis amigas. Por desgracia, mi padre sólo me deja si vienes conmigo. —Abrió la puerta con energía la puerta de la sala de estar en la que Seulgi se había sentado.
Sabiendo que no tenía escapatoria, respondió resignada:
—¿A qué hora volvemos, señorita?
Se dio la vuelta y respondió con una sonrisa frívola.
—No lo sé... Cuando yo te diga.
Casi a las 5, Irene se subió al coche de vuelta a casa y llegaron las dos agotadas.
Seulgi había estado matando el tiempo, primero camuflada en una esquina del reservado, entre luces moradas y copas de cristal. Salía a dar una vuelta al frío de la noche, volvía a su esquina e Irene no reparaba en ella ni un solo momento, mientras que su trabajo era observarla, verla pasarlo bien. A veces se dejaba inundar por el movimiento de su cuerpo, sus pequeños ademanes al acercar la copa a sus labios y jugar con la manga de su vestido. Sólo bebía y de vez en cuando charlaba con unos tipos, sentada en un sofá. Se puso en un ángulo que le permitiese no ver su rostro. No quería saber más.
Y cuando Irene se cansó de todo aquello, se fue de la sala y Seulgi tuvo que interpretar que era hora de irse. A la chica le estaba costando caminar, y Seulgi temió que los tacones de aguja de sus botas no resistieran su andar impreciso.
Seulgi le agarró los hombros, y cuando llegaron abajo, Irene le puso mala cara:
—Puedo bajar sola.
Ya en casa, subir las escaleras que llevaban desde el garaje se le hizo un poco más complicado. Irene apretaba los labios, intentando medir sus pasos torpes, y se resistía a apoyarse en Seulgi.
—¿Por qué se hace esto a sí misma? —le preguntó, y le dio un tirón brusco para que se apoyase sobre ella de la manera en la que quería. Cruzaron el vestíbulo por un lateral hasta las escaleras que llevan al piso de arriba. No quería dejarse llevar por sus propias emociones, pero estaba agotada y sólo pensaba en irse a la cama lo antes posible.
—Me lo paso de puta madre —Irene balbuceó arrastrando cada sílaba. Ya no era prepotente ni fría, sino que sonaba cansada y Seulgi no estaba segura de si era sincera. La había estado observando toda la noche y no parecía que aquel sitio fuese su lugar.
—Por lo menos es fácil cargar con usted —comentó Seulgi entre dientes—.
Arriba, en el pasillo, Irene se soltó de Seulgi y comenzó a caminar descalza, tambaleándose a cada paso. Sus tacones se habían quedado olvidados en el coche. Se arrastró sobre sus pies descalzos hasta su cuarto, y después al baño, cayendo sobre la taza del váter y vomitando. Seulgi hizo un chasquido con la lengua, y corrió a apartarle el pelo de la cara hasta que paró.
Seulgi se desplomó sobre el suelo de baldosa, e Irene se dejó caer encima.
—A la ducha —ordenó Seulgi.
Irene olía a alcohol, sudor y tabaco, y se iba a quedar dormida sobre Seulgi en cualquier momento, tiradas en el suelo de su baño. Aunque, si Seulgi pudiera escoger, no se movería de ahí. La iluminación era cálida y amable a los ojos, pequeñas lámparas de pared en vez de una grande en el techo. La loza blanca del lavabo y la bañera estaba impoluta, y la luz resbalaba en ellas con dulzura.
—No quiero.
—No puedes irte a dormir así. —Seulgi posó las manos sobre su espalda, buscando la cremallera del vestido—. Déjame ayudarte.
—¡No!
—¡No seas cría y colabora!
Irene calló y se quedó mirando fijamente a Seulgi. Su rostro se endureció.
—No me hables así.
Seulgi sintió un pinchazo de arrepentimiento en el pecho, pero pronto se recompuso
—Por favor, métete en la bañera. Sólo voy a lavarte el pelo.
Irene hizo un puchero.
—¿Sólo eso?
—Sí.
Irene se mantenía erguida colgándose del borde de la bañera. Le indicó a Seulgi que se diera la vuelta y se metió dentro.
Seulgi se quitó la americana y arremangó la camisa blanca. Se arrodilló en el suelo, en un extremo de la bañera. Irene se había quitado el vestido y el sujetador, y su espalda, encorvada sobre sus rodillas, no era más que un montón de músculos tensos y vértebras como una cordillera.
—¿Prefieres que no te toque? —se le ocurrió preguntar, esperando que no fuera demasiado tarde.
Irene no respondió inmediatamente. Se abrazó más fuerte las rodillas.
—Sólo hoy. Lo necesario. Pero nunca más —susurró.
Seulgi se mordió el interior de la mejilla. Algo no iba bien, y ese pensamiento se estaba haciendo más presente.
—Intentaré no hacerlo.
Intentó ser rápida y suave, además de no empaparse la camisa. En cuanto terminó, agarró su chaqueta y se marchó sin mirarla. Buscó algo de ropa para que Irene pudiese salir del baño y se la dejó dentro del baño sin abrir la puerta del todo. Agotada, se sentó en la silla del escritorio de Irene y se dedicó a dejar que el asiento giratorio fuese hacia un lado y hacia otro. Lo único en lo que podía pensar era en lo cansada que estaba.
Irene salió del cuarto de baño unos minutos más tarde, con el pelo mojado y vestida con su pijama de franela suave.
—¿Sigue aquí, Kang?
Estaba mucho más seria y recogida que hacía unos momentos, pero se llevaba la mano a la cabeza para sujetarla y sus palabras resbalaban fuera de su boca en vez de articularlas.
—Hasta luego, señorita Bae. Si tiene algún problema avise a Han. Él está aquí esta noche.
—Ya basta, lárguese.
Seulgi no pudo evitar soltar una pequeña risa. Irene no estaba en posición de ser tan maleducada. No después de haberse dejado ayudar como una niña pequeña por Seulgi.
Cerró la puerta del cuarto de Irene con cuidado y sacó su móvil. Eran las 6, y llevaba casi 24 horas despierta.
4……….
Seulgi prefería sus días en casa frente a los que dormía en la mansión de los Bae. Vivía en un sitio pequeño, para una sola persona en un barrio barato. No podía permitirse un piso inmenso como los de sus clientes, pero estaba contenta de poder vivir sola a su edad. Se hacía algo rico para comer, iba a ver a su madre, a ver a Jimin, o incluso al cine. Debía cumplir con los horarios variables e irregulares del señor Bae, pero sin ese día o dos de descanso que tenía a la semana en su casa no sería capaz de soportarlo.
Por eso volvió algo más reparada al trabajo, con la expectativa encontrarse con una Irene más amable, o por lo menos colaborativa después de lo que había cuidado de ella el otro día. Había hecho más de lo que ponía en su contrato y esperaba que Irene supiese apreciarlo.
Pero Irene no le dirigió la palabra ni para saludarla por la mañana, o incluso despedirse de ella por la noche. Lo mismo pasó los siguientes días. Supuso que se sentía demasiado humillada como para reconocerlo, o por lo menos no lo recordaba. Y cuando por fin lo hizo, era para pedirle algo que, naturalmente, no entraba en su contrato.
Las jornadas seguían monótonas y aburridas, y Seulgi seguía haciendo todas las tareas estúpidas que Irene le mandaba, como si fuese su mayordomo. Irene empezó a hablar con ella aunque no se soportasen y acabasen picadas la una con la otra. Le gustaba quejarse de pequeñas cosas y Seulgi la escuchaba por aburrimiento.
Su hastío crecía como el viento helado que movía las nubes grises del el cielo aquel día de invierno y Seulgi se sentía especialmente cansada mientras miraba por la impoluta ventana del pasillo.
—¡Kang!
Oyó su nombre gritado desde el otro lado de la puerta de la habitación de Irene y entró sin interés por lo que tuviera que decirle. La chica estaba rodeada de embalajes tirados por el suelo, probándose ropa que había comprado por internet.
—¿Puedes tirar estas bolsas? —Señaló el desastre que había desperdigado por el suelo de su cuarto.
Estaba rodeada de paquetes y prendas de ropa. Había unas cuantas sobre una silla, otras sobre la cama y la puerta del armario estaba abierta, revelando la gran cantidad de ropa que Irene ya tenía. Llevaba un vestido rojo completamente nuevo, y le quedaba tan bien como los negros que solía llevar.
—¿Perdón? —contestó Seulgi, por si no lo había oído bien.
—Que si puedes tirar esto a la basura por mi— le respondió y se dio la vuelta a su escritorio, como si estuviese muy ocupada.
Irene ya no era tan dura, pero eso enfurecía más a Seulgi. Respondió entre dientes, con una rabia que ya se estaba tornando familiar:
—Esto no entra dentro de mi contrato.
—¿No nos estamos llevando bien? Por favor, tengo trabajos de la universidad que hacer.
—Tendría que haberse concentrado en ello y no haberse puesto a llenarlo todo de ropa a propósito. —En ese momento todo lo racional que Seulgi creía ser desapareció.— ¿Cree que no me he dado cuenta de que no se está vengando de mi por estar aquí?
La expresión de Irene cambió radicalmente. Levantó una ceja.
—¿Quieres que hable con mi padre? Seguro que está muy contento de que no quiera ayudarme. No espera otra cosa de ti.
Seulgi la miró fijamente.
—¿No se acuerda de lo que pasó el otro día?— devolvió la pregunta, amagando una sonrisa sarcástica.
—¿De qué?
—De que cargué con usted mientras estaba tan borracha que no podía ni andar, le sujeté el pelo mientras vomitaba y después se lo lavé, le preparé la cama e incluso le dejé un vaso de agua y unas pastillas para el dolor de cabeza en la mesita de noche. .
Seulgi taponó su ira dentro de su boca lo mejor que pudo. Irene se había ruborizado, pero lo disimulaba muy bien, porque levantó la barbilla, aún más desafiante.
—Me acuerdo perfectamente, pero ese es su trabajo, Kang. No le pagan para que seamos amigas, sino para cuidar de mí como si fuera una cría. Para eso le paga mi padre, ¿verdad? Sólo quiero hacer su trabajo más interesante.
Era agotador. Seulgi hacía esfuerzos por Irene, y ella no era capaz ni de tratarla bien.
—Estoy aquí porque necesito un trabajo para vivir, al contrario que usted. No para aguantar chantajes y humillaciones. Y de paso, tengo que, efectivamente, hacer todo lo que diga su padre. Aguantar sus caprichos y procurar que nadie le haga daño, como si alguien quisiera.
Hubiese sido mejor quedarse callada.
—Da igual. —Una sombra cruzó el rostro de Irene—. Vete.
—Lo haré encantada. Gracias por dejarme ir, señorita Bae. Debería pensar más a fondo sobre cómo me trata.
Bajó los escalones a la cocina tan rápido que se saltó los tres últimos y pronto se hizo de noche. Se sentó en una de las sillas de madera oscura de la cocina, pero no sabía muy bien por qué. Se quedó allí un rato, con ganas de arrancarse el cerebro de cuajo para no volver a pensar una palabra más sobre el tema hasta que se quedó sola, a oscuras, mirando por la ventana hacia la oscuridad con la cara apoyada sobre la mano.
Pensaba que después de estallar se sentiría mejor, pero horas después seguía dándole vueltas. Era verdad que no eran amigas. Irene se lo había dejado bien claro, y no le parecía extraño. No había de dónde rescatar ni el inicio de una relación cordial. Como diría Jimin, eso no le había dolido en el corazón, sino en el complejo de salvadora.
Oyó a alguien caminar rápido por el pasillo, sacándola del trance en el que estaba. Las zancadas enérgicas del señor Kim se acercaron a la cocina.
—Necesito que venga conmigo y el señor Bae por un imprevisto.
Una muerte era lo último que Seulgi esperaba ese día. Aunque intentó llevarlo con profesionalidad, las horas extra hasta la una de la mañana bastaron para hacerla sentir hundida.
Bae Jungho los dejó ir a la cama, puesto que el día siguiente sería complicado.
Se puso en marcha hacia su propio cuarto, arrastrando los pies por la alfombra, atacada por los remordimientos al ver la puerta detrás de la que estaba Irene. Seguía en completo silencio, ignorando su sentimiento de culpa tan bien como la chica. Ni siquiera había bajado a cenar. No quería sentirse preocupada, hacía esto a menudo. Pero la parte de ella que todavía no estaba ciega de ira veía lo mal que todo estaba.
Le mandó un mensaje a Jimin de pie en el pasillo, sin saber qué hacer.
“Estoy teniendo problemas ahora mismo.”
Al minuto, su mejor amigo respondió.
“Es un poco tarde para preocuparte tanto.”
“Ya lo sé… Pero no soy capaz de quitarme una cosa de la cabeza.”
“¿Qué?
“Hace un rato discutí con la señorita Bae y siento que no está bien.”
“¿No se te ha ocurrido disculparte, tonta?”
Seulgi se mordió el labio.
“Es tarde. Dudo que esté despierta. Quizás mañana” “Esta noche no voy a dormir una mierda. Otra vez”
Suspiró y guardó su móvil en el bolsillo. Era momento de irse a la cama, en vez de dar vueltas por los pasillos a oscuras.
Un grito sacudió las entrañas de Seulgi. Procedía de la habitación de Irene, y sin pensarlo dos veces, abrió la puerta y entró corriendo.
Irene estaba sentada en su cama.. La chica se dio cuanta de su presencia y cuando sus ojos se encontraron directamente con los de Seulgi pudo ver lo aterrada que estaba.
—¿Qué pasa?
Irene no dijo nada, negando con la cabeza.
—¿Qué haces aquí? —dijo Irene.
La lluvia que caía fuera casi eclipsaba su voz.
—Pasaba por delante.
—¿Puedes quedarte?
Seulgi cerró la puerta y se quitó la chaqueta. La dejó posada en el respaldo de la silla de Irene, a pesar de sus dudas. Después se sentó en el borde de la cama. Irene estaba temblando superficialmente y Seulgi podía percibirlo en la corta distancia.
—¿Por qué?
—No creo que pueda volver a dormir.
—¿Ha sido una pesadilla?
Irene asintió lentamente con la cabeza, resignada. Seulgi no sabía qué había detrás. Con qué soñaba Irene.
Se quitó el reloj, se aflojó la corbata y se sentó al lado de Irene. Intentaba parecer serena. Supuso que si ella estaba tranquila, Irene no se ponía más nerviosa, así que tomó aire y susurró:
—Vuelve a tumbarte.
Irene le hizo caso y se acostó a su lado, temblando y respirando a bocanadas irregulares.
—Sólo ha sido un sueño —dijo, sin saber si era lo apropiado.
—Lo sé. Estoy harta de que me pase.
Seulgi apretó los labios, sin saber muy bien qué añadir.
No creía que Irene quisiera hablar con ella, y se recordó que ese tampoco era su lugar. Otra vez se estaba pensando que su relación era algo que no era.
Las extremidades le pesaban y quería tumbarse, aunque fuese al lado de Irene. Se dejó resbalar, exhalando. La chica no sólo no le dijo nada al respecto, sino que se acercó más. ¿De verdad Irene la odiaba, y ella odiaba a Irene? ¿No sería más fácil llevarse bien?
Los brazos de Irene rozaban con los suyos. Nunca la había visto ser amable o agradable, pero si al menos era tranquila como en este momento, todo sería más fácil.
La respiración de Irene tardó en hacerse lo suficientemente pesada como para que Seulgi tuviese la certeza de que estaba durmiendo, y sólo entonces su corazón dejó de latir tan rápido. Era imposible que Irene no se hubiese dado cuenta de que estaba más preocupada por ella de lo que debería. Seulgi no era capaz de verla sufrir y no sufrir con ella.
6…………
Irene se despertó rígida, de repente, y Seulgi ya no estaba. Inmediatamente, sintió sus orejas calentarse. Había permitido que Seulgi se metiera en su cama y se había dormido a su lado. El olor extraño que había dejado en sus sábanas todavía perduraba.
Se levantó antes de la salida del sol, demasiado cansada a pesar de haber dormido algo más que otras noches. Como todas las mañanas, sacó fuerzas de donde no las había y se levantó de la cama.
Decidió continuar con un trabajo de la universidad antes de que el resto del mundo se levantase.
Una hora más tarde, su puerta se abrió de golpe. Su padre entró sin pedir permiso y se sentó sobre su cama, de forma que Irene se dio la vuelta para mirarle a la cara. Siempre que su padre hablaba con ella terminaba en una sensación tensa, así que ya estaba preparándose para lo peor.
Normalmente, el señor Bae iba al grano y no perdía un sólo segundo de su tiempo en Irene, pero esta vez vaciló antes de habar. Sus cejas gruesas no estaban como siempre: tenía una expresión de pena que le inundaba el rostro.
—Tu tío ha fallecido.
Su voz, por primera vez en su vida, no salía vigorosamente de su pecho, sino que se atascaba en su garganta. Irene parpadeó.
—¿De verdad?
—Ha muerto en el hospital esta noche. Esta tarde es el funeral.
Sentía silencio en el corazón, el mismo que había en la habitación.
El hombre se levantó y antes de marchar, su semblante se puso muy serio.
—Nada va a cambiar porque él muera.
Irene se echó a llorar desconsoladamente en su cama, como tantas veces había hecho. Había deseado tanto tiempo que su tío nunca se recuperase bien del accidente, que el dolor físico fuese insoportable, e incluso llegó a fantasear con el día de su muerte. Y como es natural, ese día llegó. Pero su padre no iba a permitir que la culpa de pensar esas cosas remitiera. Todo iba a seguir igual, Bae Jungho nunca mentía.
A media mañana, irrumpió en la sala en la que estaba Seulgi, sentada en un sillón, en su descanso para el café. Decidió que no iba a ceder en esta, aunque supiese de sobra que había consecuencias para todo.
Tampoco le apetecía ver a Seulgi otra vez, y mucho menos después de ese momento de vulnerabilidad muda y confusa que tuvieron esa madrugada. No le apetecía verla, tan elegante como siempre, con esa expresión estoica que siempre la fascinaba. Nunca había visto una mujer tan imponente, con tanta responsabilidad sobre los hombros y a la vez tan delicada. La otra opción a tragarse su orgullo y mirarla a la cara era ir al funeral.
—Tienes que llevarme a un sitio.
Irene sonrió con una sonrisa que no era más que una mala imitación de una verdadera.
—¿Qué sitio?
—Un bar.
—Hoy es el funeral de su tío, ¿no se acuerda? Como muy tarde debería estar ahí a las 4.
—No quiero ir.— Su sonrisa se fue borrando de sus labios—. Mis amigos van a estar juntos en Seúl, y de verdad, ¡no quiero!
—Su padre me dijo que debía ir. Más bien, que yo debía llevarla a usted. —dijo como si fuese una respuesta definitiva.
—No quiero ir a ningún funeral, ni ver a mi estúpida familia o dar el pésame a gente que detesto. ¡Sólo quiero ir a pasármelo bien con mis amigos!
Plantó los pies en el suelo, y no pensaba moverse de ahí.
—Estoy tan harta como usted de acompañarla a sitios a los que no quiere ir, pero no la voy a llevar, porque si no le hago caso a su padre a lo mejor me quedo sin trabajo. Si no le hago caso a usted, lo peor que me puede pasar es que se enfade.
Todo se juntó en una granada que estalló con ella en medio del salón.
—¡No soporto que me trates de usted! ¡No tenemos que fingir que nos respetamos, ni unos modales que ni tu ni yo tenemos! Me voy a marchar, ¡y no puedes impedirlo!
Seulgi se levantó del sillón como un resorte.
—Su padre me mata en el acto como no aparezca.
Podía ver a Seulgi dudar. Una pequeña mueca, un brillo en los ojos. Irene apretó los labios, intentando no llorar de la impotencia.
—Te odio, Kang Seulgi.
Un rato más tarde, Seulgi picó a la puerta de Irene, y sabía que era ella porque era la única que picaba así de suave, sólo dos veces. Un escueto ‘entra’ salió desde su garganta.
Se veía a sí misma muy cansada en el espejo, sentada sobre su cama, vestida de negro igual que siempre, arreglada y peinada para el funeral mientras Seulgi se acercaba a su espalda. Ella también estaba vestida como siempre, pues nada había cambiado.
Había estado llorando, sintiéndose culpable como solía hacerlo, y vio a Seulgi mirar sus reflejos en el tocador. La guardaespaldas tomó aire pero no dijo nada.
—No pasa nada si odio a mi tío, ¿verdad?— dijo Irene.
La pregunta pilló desprevenida a Seulgi.
—No, claro que no.
—¿Aunque sea mi familia? —inquirió.
—No tienes por qué querer a tu familia.
Los nudos que la apretaban se aflojaron lo suficiente. Iba a ir al funeral aunque después todo seguiría igual, y se iría tomar unos tragos para olvidarlo. Y de paso, intentaría ser más agradable con Seulgi.
Estaba perdida entre los trajes negros de todos aquellos hombres que de alguna manera u otra estaban unidos a su tío. Desconfiaba de todos ellos, desde las caras familiares hasta los desconocidos. Tampoco tenía nada que ver con las mujeres de su familia, aunque todas ellas le seguían a todas partes como una nube de moscas. Siempre las detestó, y a la vez le daban pena. A veces tenía sueños macabros sobre cómo su tío las trataba también.
No dejó de repetir «te odio, te odio, te odio» hasta que se mareó, tapando el sonido de la voz de su padre hablando sobre el difunto. Buscó a Seulgi con la vista. Ahí seguía, de pie en la esquina más alejada. Le sonrió casi imperceptiblemente, sólo para ellas dos, y Seulgi le devolvió la sonrisa con la misma discreción.
Por suerte, ella y Seulgi se marcharon del asfixiante tanatorio en cuanto terminó. Ignoró a todo el mundo, que se acercaba a ella para saludarla y les dejaba con la palabra en la boca, caminando con Seulgi a su lado hasta el aparcamiento.
Fuera, el aire que salía de su boca se condensaba en pequeñas nubes. Ya estaba anocheciendo, un día despejado y sin nubes que podía haber gastado de otra manera. La guardaespaldas la seguía de cerca, con su traje negro y gafas de sol reflejando el sol.
—Quiero conducir yo —dijo Irene.
—¿Estás segura? Ten cuidado. —Seulgi le tiró las llaves.
Irene asintió mientras abría la puerta del conductor. Ajustó el retrovisor. A pesar del frío, una luz agradable bañaba la tarde y se puso sus gafas de sol, como Seulgi. Irene fruncía el ceño, concentrada en la carretera. Tendría que coger el coche más a menudo. No se acordaba de lo mucho que le gustaba conducir.
—Hay un sitio al que quiero ir… Suelo ir allí cuando me siento mal —dijo Irene.
—Podrías haberme dicho cómo ir y yo hubiese conducido.
—Prefiero hacerlo yo. Puedo hacer cosas por mí misma.
La autopista se hizo una carretera solitaria que acababa en un mirador. Fuera del coche, había una brisa que helaba los huesos y golpeaba las orejas, y si los rayos de sol no se hubiesen ido tan pronto, sería más agradable estar allí. Irene salió a respirar el aire de la montaña, y se acercó a la valla que tapaba la pronunciada pendiente. Todo hacia abajo era vegetación y hacia arriba, el cielo abierto. Cerró los ojos con los antebrazos sobre la barandilla y el frío se metió por debajo de su abrigo.
Miró hacia atrás, buscando a Seulgi. Sus gafas de sol se escurrían por el puente de su nariz, y se estremeció. Irene habló con un hilo de voz:
—Este es mi sitio favorito.
Seulgi imitó su posición y su codo rozó el de ella.
—Siento que hayas tenido que ir aunque no quisieras… y gracias por no ponerme en un aprieto. Aunque pensaba que querías que tu padre me eche.
Se encogió de hombros
—Supongo que ya no quiero. Eres una guardaespaldas bastante decente. —No podía permitirse decir la mejor—. Y no te disculpes. Tenía que venir. No lo pasé bien, pero era peor cuando seguía con vida.
Irene suspiró, sin sentir un resquicio de algún tipo de sentimiento. Desde hace mucho tiempo, todo se sentía vacío.
—Hacía bastante que no iba un funeral —dijo Seulgi.
—Yo tampoco. El último fue el de mi madre.
—Lo siento…
Irene miró a lo lejos.
—No era muy buena persona, ¿verdad? —preguntó Seulgi.
Irene rió con amargura y se acomodó un poco más.
—Era una persona horrible. Y yo también.
Seulgi intentó articular palabras, pero no le salía ninguna. Irene se rió de nuevo, esta vez de verdad.
—No pasa nada, Kang, es verdad —dijo Irene.
Seulgi suspiró.
—No me lo has puesto fácil, eso está claro.
Irene se sentía mal. Antes no era así, pero sentía la necesidad de sacar fuera ese odio hacia todos los guardaespaldas de cualquier forma.
—Tampoco los guardaespaldas me lo han puesto fácil a mi. Vamos a dejarlo en empate. ¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Claro.
—¿Está mal alegrarse por la muerte de alguien?
Seulgi se quedó callada, mirando a lo lejos mientras Irene la miraba a ella. Su expresión era más amable y menos tensa, y, siendo honesta con ella misma, atractiva.
—Este sitio es muy bonito… Se ve hasta muy lejos, qué alto está... —dijo Seulgi, y miró hacia abajo. Seulgi suspiró y se encogió de hombros.
—No lo sé. Da igual. Si tú te sientes así, no estás obligada a sentirte de otra manera.
Irene dejó salir una pequeña risa, casi un suspiro.
—En ese caso, estoy muy contenta.
7…………..
Irene no respondió a los mensajes de disculpa que sus amigas le habían enviado a la mañana siguiente. No le servían ninguna de las excusas que estaban poniendo otra vez más. Como cuando tenían mucho que estudiar, e Irene terminaba enterándose de que hicieron planes sin ella. Se dio la vuelta, enredada en sus sábanas.
Si fuese la primera vez que ocurriese estaría más sorprendida, pero después de que siempre ocurra la misma historia, ya se acostumbró al dolor de que sus supuestos amigas la ninguneasen. Y si pudiese volver a tener amigas de verdad, ya no tendría que volver a pasar por un instituto en la adultez temprana.
Se llevó las manos a la cabeza y estuvo a punto de gritar, preguntándose por qué no se puede dormir y ya está, perder la consciencia durante unas horas al día y no pensar. Ya no le apetecía pensar en ellas como alguien en quien podía confiar, o incluso pasarlo bien y salir a dar una vuelta. Como todo, tenía sus luces y sus sombras; todo lo malo no quitaba que a veces pudiese hablar con ellas, o incluso pasarlo bien. Ahora estaba sola de verdad.
Salvo por una chica que siempre era buena con ella. No tenía sombras, sólo alumbraba sus mañanas después de una noche en vela como el amanecer mismo.
Cuando Seulgi llegó a la hora de siempre, Irene la recibió ya vestida y preparada del todo, sin haber dormido un solo minuto, resignada a seguir persiguiendo un sueño que no la iba a alcanzar.
Seulgi la saludó, sonriendo sólo con los ojos. Irene se había fijado en que lo hacía a menudo.
—¿Has desayunado? —preguntó, dirigiéndose a la cocina.
—No tengo mucha hambre…— Irene la siguió
—Tómate un café conmigo. —Seulgi sonreía— A lo mejor te sienta bien.
Irene pensó que era una buena idea concentrarse en algo y mantener las manos ocupadas un tiempo. Le pidió a Seulgi que se sentase y sacó la cafetera italiana que le recordaba a la época en la que su madre vivía. Esa cafetera ya estaba vieja, pero seguía funcionando, y era de las pocas posesiones de su madre que su padre no había tirado.
Pronto, el olor tostado del café inundó la cocina mientras Seulgi miraba su móvil, sin prestar atención a Irene. Ella la miraba, sonriendo también, pero sólo por dentro, fijándose en cómo su pelo negro brillaba a la luz del amanecer que se colaba por la ventana, la forma de sus pómulos, su perfil elegante teñido de naranja… Desde un principio se dio cuenta de lo guapa que era, pero no se había atrevido a reconocerlo, por miedo a que sus ojos benévolos y fieros, a ratos, se fijasen en ella.
Sirvió el café en un par de tazas y se acercó a Seulgi.
—¿Quieres azú…?—Seulgi se levantó a la vez que ella posaba la taza sobre la mesa, haciendo que se derramase sobre la camisa de la guardaespaldas.
Las dos chicas gritaron a la vez. Seulgi rio mientras separaba la camisa manchada de líquido ardiendo de su hombro e Irene se llevó las manos a la cara, muerta de vergüenza. Tartamudeó unas disculpas a pedazos, pero Seulgi la interrumpió.
—No pasa nada — rió suavemente—, estoy bien.
Irene se bloqueó. Se esperaba gritos, empujones, o al menos un insulto. Era la costumbre. No conocía otro sentimiento diferente a la culpa, así que se sintió perdida cuando Seulgi sonreía suavemente y sus manos cálidos le quitaban las manos de la cara, repitiendo que no se tenía que preocupar.
—¿No estás enfadada?
Seulgi negó con la cabeza, y la creyó.
—¿Por qué iba a estarlo? Ha sido un accidente.
Otra vez, la chica tiraba un dardo sin apuntar y acertaba al centro de la diana con sus palabras, que conseguían despejar las inquietudes que se abalanzaban sobre Irene. Sentía las orejas tan calientes que pensó que desde fuera se vería patética.
—No te rías de mí —dijo al sentir una pequeña carcajada ahogada de la chica.
—No me río de ti. Hoy estás un poco rara.
—Tú también —devolvió Irene.
Seulgi sonrió de medio lado e hizo un chasquido cuando vio la mancha de su hombro.
—Esto no va a salir fácilmente...
—Te dejaré algo —añadió Irene rápidamente.
Ella accedió y subieron a buscar algo en el armario de Irene.
Seulgi se miró al espejo de Irene con una de sus camisetas blancas de marca bajo la americana oscura y sus pantalones de traje.
—No pasa nada porque rompa un día el código de vestimenta. No se lo digas a mi jefe —bromeó.
Seulgi le dedicó otra de sus sonrisas de actriz, que hizo a Irene sentir una burbuja de orgullo, y sacó su móvil del bolsillo.
—Para hoy tienes que ir a comer a casa de los Lee. —leyó Seulgi en su agenda.
—No —interrumpió Irene—. Invéntate cualquier excusa, porque no voy a ir.
El humor de Irene cambió rápidamente, como un metrónomo, de un extremo a otro.
—Pensaba que Lee Soyoung era tu amiga.
Irene frunció el ceño ante el comentario de Seulgi.
—Yo también lo pensaba… Hasta que me dejó tirada el otro día. Como las demás.
Seulgi miró al techo y suspiró.
—Estoy cansada de tener que llevarte a sitios a los que no quieres ir.
—¿Entonces no vamos? — preguntó Irene, como si fuesen dos crías de instituto faltando a clase.
Seulgi asintió y la otra chica sonrió de verdad.
Sin embargo, no quería quedarse en casa en un día tan único como este. Seulgi seguía todos los días, sin excepción, la agenda que su padre recetaba como un medicamento, así que también harían algo especial.
Se subieron al coche de Seulgi poco después, Irene en el asiento de copiloto, buscando una emisora de radio que le gustase.
—¿Quieres ir a algún sitio? —le preguntó a Seulgi.
—Es usted quien tiene que decidir, señorita Bae. —respondió sin despegar los ojos de la carretera.
—Llámame Irene —pidió—, no soporto que nos tratemos de usted.
Siguiendo la petición de Seulgi de un desayuno en condiciones, eligió una cafetería del centro. Una pequeña escapada de su rutina. Después Irene sugirió ir a algunas tiendas a las que tenía ganas de ir. Notaba a Seulgi guardar cierta distancia, y ella también lo respetaba, intentando no encontrarse con límites desagradables en este nuevo terreno. A pesar de todo, estaba relajada. Se imaginaba que así se sentía vivir una vida normal, sin una voz de pesadilla detrás de la oreja, sin perder el control cada vez que esa voz articulaba sus peores palabras.
Eligieron un restaurante chino de entre todos los locales de la zona para dejarse caer y tomar algo para comer. No era muy grande, estaba medio vacío y el menú tenía una pinta bastante decente.
—Me alegro de estar fuera de casa —comentó Irene, ausente, probando su comida—. No aguantaba más.
—¿Qué es lo que no aguantas? —preguntó Seulgi, más curiosa que preocupada.
—Sentirme encerrada. Estoy haciendo la carrera de derecho, pero a mi padre no le gusta que vaya al campus, así que sólo voy cuando hay exámenes. —Se encogió de hombros. —No salgo mucho, pero a cambio mi vida es tranquila.
Tranquila era una curiosa manera de describirlo.
—¿Y a ti te gusta eso?
—¿La carrera? Es interesante.
—Me refería a lo de no salir mucho.
—Sí salgo, pero con la gente que mi padre escoge, por las zonas que el diga. No lo sé. Creo que no me deja ir a la universidad porque dice que allí se cogen ideas peligrosas.
—¿Cómo puede creer eso? —Seulgi levantó las cejas.
Irene se encogió de hombros.
—Mi padre siempre me ha dicho que lo hacía por mi bien, pero es mentira. Lo hace para tenerme cerca —escupió.— Mis amigas son las hijas de sus amigos, y le ha salido mal la jugada, porque ahora les odio a todos. Nadie me ha caído bien de verdad desde hace mucho tiempo. Salvo tu.
Seulgi estiró una comisura.
—Gracias, supongo. Me intriga mucho por qué ahora has decidido llevarte bien conmigo si antes me odiabas.
—No te odio —dio como respuesta, escondiendo la mirada.
—Lo dijiste el otro día —remarcó Seulgi.
—No te odio, y nunca lo hice. —Se notaba los pómulos cada vez más calientes, porque el arrepentimiento quemaba. Seulgi la miró, sin acabar de creerselo—. No quería haberte echado la culpa. Estaba fuera de mis papeles.
—¿Por qué? —Sentía que los ojos de Seulgi la perforaban. Tomó un bocado antes de contestar.
—¿Por qué haces tantas preguntas?
—Supongo que lo del otro día fue por el funeral de tu tío, ¿pero todo lo de antes? —Seulgi hizo otra pregunta más.
—Cada uno tiene sus problemas, y supongo que tu no querrás saber los míos, igual que yo no quiero tener nada que ver con los tuyos.
—Tienes razón, —Seulgi descruzó las piernas y se apoyó sobre la mesa— supongo.
No esperaba otra respuesta, ni la hubiese aceptado. Sólo quería, que por una parte, la tierra la tragase y no la volviese a escupir, y por otra, seguir hablando. De alguna manera, sentía que así podía recompensarla por lo de las semanas anteriores. Sin duda, sabía que se había comportado falta, pero tampoco esperaba que Seulgi no lo mereciese antes de conocerla. Si Seulgi era una excepción, la suerte le llegaba varios años tarde. En ese mismo momento, no tuvo la valentía de decir “gracias,” aunque se muriese de ganas.
—Tendríamos que estar allí ahora mismo —soltó Seulgi, mirando la hora—. Nunca he desobedecido antes, estoy un poco nerviosa.
—Si te dicen algo, es culpa mía. Soy una niñata caprichosa —Irene sonrió con complicidad.
—¿Lo eres? ¿de verdad, o no?
Irene pensó su respuesta.
—Sólo me gustan mis cosas a mi manera, y a nadie en mi casa le ha importado nunca. Pero —midió bien lo que iba a decir— por algunas… experiencias que tuve con algunos agentes, no quería volver a tener uno. Así que me dediqué a echarlos. Pensaba que todos erais iguales, pero no es verdad.
Seulgi entornó las cejas.
—No sabía nada de eso…
Irene se sintió observada hasta las entrañas, incómoda como si su silla de repente fuese de piedra.
—Podemos llevarnos bien a partir de ahora.
No pudo decir no.
—¡Qué ridícula me siento ahora! —Irene rió, con las mejillas ardiendo otra vez— ¿En qué lugar me deja todo esto?
—¿Estás admitiendo que te pasaste conmigo?
Irene levantó una ceja y miró a otro lado.
—Te importa —afirmó.
—Aunque te parezca raro, sí.—Seulgi sonrió de medio lado.— No lo parece, pero tengo sentimientos.
No era mucho, pero significaba tanto que se quedó callada, mirando de lejos las facciones angulosas de Seulgi y esos ojos que parecían saberlo todo. Sabía que era una conversación necesaria, y que cada palabra que Seulgi había dicho era cierta como que el sol se pone cada noche. Tenía la habilidad de convencerla para tomar su mano y confiar.
De algún lugar sacó la entereza para mirarla a los ojos y pronunciar:
—Estás muy guapa. —Mereció la pena, porque una preciosa sonrisa le iluminó la cara—. Me refiero… Me… Me gusta verte así —titubeó—, así vestida. Sólo te había visto de traje.
—¿Y no te gusta cómo me queda? —rió Seulgi, intentando molestar a Irene.
—No, no. ¡Me gusta! Pero esto es nuevo, y casual. También te sienta bien —se justificó, volviendo a mirar a la chica a la cara.
Seulgi rio un poco más.
—Nunca te he visto con tu propia ropa, y tengo curiosidad. ¿Algún día me la enseñarás?—
Preguntó Irene, lo más inocente que se había sentido desde hacía años. Era casi como volver a ser la niña que no tuvo tiempo a ser.
8……….
Irene le daba vueltas a las cosas. Se pasó dos semanas pensando en qué hacer: responder a los mensajes de sus amigas, o desaparecer hasta que su padre la obligase a volver a verlas, en una de sus fiestas a la que tanto ellas como sus padres estaban siempre invitados. Mientras tanto, se concentró en sus cosas de la universidad, y vivió su vida como siempre, acompañando a su padre a eventos y reuniones, hablando con sus conocidos como si no le provocase náuseas.
Salvo porque no todo era como siempre y Seulgi estaba allí. No sabía cuándo habían cambiado tanto las cosas, ni cómo cada vez que Seulgi estaba un poco cerca de más, a ella se le aceleraba el pulso, ganando la carrera contra el sentimiento de vacío. No podía dejar de pensar en los momentos en los que se miraban, desafiándose, hasta que una de las dos lo dejaba marchar, y en lo mucho que su toque fugaz, tan de vez en cuando que le molestaba ardía.
Sabía que era mutuo, porque no era tan inocente como para no haberlo comprobado. Poner nerviosa a Seulgi era como un trabajo a tiempo completo, y nunca se cansaba de ello. Como aquella vez que Seulgi estaba en su cocina, buscando algo en los armarios. Irene apareció detrás de Seulgi, tomándola por sorpresa. Con un brazo a cada lado de su guardaespaldas, y reduciendo el espacio al mínimo, le señaló el lugar. Seulgi se dio la vuelta, y se miraron durante un momento. Irene sonrió al recordar la risa de Seulgi, y el brillo de sus ojos, cómo se había hecho la sorprendida, pero en realidad, todo era un juego con el que se divertían.
Tenía tantos pensamientos a la vez, cambiando tanto de registro, que las letras de sus apuntes dejaban de pegarse las unas con las otras para adquirir un significado.
Unos golpes enérgicos en la puerta la arrancaron de esa espiral, y giró la cabeza, por si era Seulgi.
—¿Irene? Soy yo, Seola.
Sin la ducha de adrenalina que su cuerpo desprendió, estaba segura de que su corazón se habría parado.
—Estaba muy preocupada ¡No sabíamos qué te había pasado! Por favor… —Irene sabía que no era verdad. A Seola le gustaba controlar desde las sombras, y era perfectamente consciente de ello—. ¿Por qué no respondías a los mensajes? —siguió gritando.
Irene se sujetó las sienes, buscando la manera de anclarse a la realidad. No quería pasar por esto. La chica entró en la habitación de Irene, sus finos rasgos componían una mueca de asco mal disimulado y se plantó delante suyo.
—Si no me hubieseis dejado sola en un sitio que no conozco, —se levantó de la silla, sintiendo como todo daba vueltas— a lo mejor me creería que os importa.
La otra suspiró.
—No sé de qué me hablas. Te fuiste tu.
—Os fuisteis sin avisar. Ni un mensaje —Irene ignoró sus mentiras y trató de defenderse, aunque su voz se le deshacía en la garganta— Y no es sólo hoy. No me merezco lo que lleváis haciendo todo este tiempo conmigo. ¡Os aprovecháis de mi, de mis cosas, pero después no os importo, ni a ti ni a ninguna!
—¿Cuándo te he hecho yo algo?
Unas cadenas se cernieron sobre las muñecas de Irene, y de repente ya no podía moverse o abrir la boca. No pudo evitar congelarse en el sitio, de repente fuera de todo raciocinio.
La otra chica siguió hablando frente a la mirada clavada de Irene, a a penas oyendo lo que decía, y veía las manos de Seola moverse sin parar, demasiado cerca de ella. En el momento en el que Seola levantó la voz de más, Irene saltó en el sitio, y Seulgi irrumpió en el cuarto. En dos zancadas llegó hasta las chicas y agarró a Seola por los hombros, separándola lo suficiente de Irene.
—Sígame afuera —dijo con el tono más profesional que pudo.
La otra se deshizo de su agarre.
—No puedes ponerte así, Irene. Estás siendo inmadura— ignoró a Seulgi.
—No quiero volver a veros —Irene respondió, usando sus últimas fuerzas— No hay más que hablar.
Seola gritó de rabia, e Irene volvió a encogerse.
—Señorita, vámonos —indicó Seulgi, cada vez más enfadada.
—¡No!
—¡Que le hagas caso! —Irene no se contuvo más.
La joven se dio la vuelta, echando humo.
—Se acabó —siseó su falsa amiga. Irene se quedó petrificada—. Por mí como si te mueres.
Desagradecida.
Seulgi la tomó del brazo y la arrastró fuera, con tanta tirria que no la podía ocultar.
Cinco agónicos minutos más tarde, Seulgi volvió, e Irene ya recordaba cómo respirar.
—No tenía que haberla dejado entrar. —Cerró la puerta tras de sí.
—No te preocupes —Irene suspiró, sentada en el borde de su cama.
—¿Cómo estás?
Irene miraba a ninguna parte, con los labios entreabiertos. La guardaespaldas apretó la mandíbula, y otra vez más, creía que Seulgi podía ver lo que pensaba.
—No siento nada.
Seulgi cerró los ojos con fuerza, organizando sus pensamientos.
—Irene. —Dio un paso hacia delante, a los pies de su cama—. ¿Qué necesitas?
—No lo sé.
—¿Un abrazo?
—Sí.
Se sentó a su lado y rodeó sus hombros, caídos y frágiles. Irene enterró la cabeza en Seulgi y sus manos rodearon su cintura, por dentro de la chaqueta, apretadas a sus costillas y después a sus vértebras. Sintió la diferencia de temperatura, los dedos congelados de Irene recorriendo su espalda, y no se olvidó nunca. La cabeza de Irene descansaba sobre el hombro de la otra. Seulgi era un poco más alta, así que se tuvo que estirar para darle un beso en la mejilla.
—Seulgi —la llamó.
—¿Sí?
—¿Todo el mundo que conozca me va a tratar así?
—¿Cómo?
—Como si no fuese nadie.
Seulgi negó con la cabeza.
—Hay mucha gente buena ahí fuera. Te lo prometo. Y te ayudaré a encontrarla.
Irene sonrió de medio lado. Abrazó a Seulgi con más fuerza y se dejó llevar. Sentía el pecho de Seulgi elevarse y descender, con calma. Eso le hacía seguir en la realidad, no perderse en las arenas movedizas de su cabeza, hasta que volvió a sentirse cómoda en su propia piel durante un rato.
Sus dedos tocaban a Seulgi de la manera más casta que se había imaginado. Porque se había imaginado sus pieles rozando, y ese pensamiento le provocaba cosas que nunca se habría planteado. Era emocionante, una especie de sensación de peligro que la atraía. Pero ahora sólo sentía cercanía y comodidad. Como si se conociesen desde hace mucho tiempo. Observó el perfil de Seulgi, en calma, perdida en sus facciones, hasta que se tornó hacia ella. La otra chica extendió su mano y aterrizó con suavidad sobre la mejilla de Irene. Sus dedos resbalaron, acariciando su pómulo. Cerró los ojos disfrutando cada milímetro. Cuando los abrió sólo pudo mirar sus labios. Así que los cerró otra vez y dejó que desapareciese el espacio entre ambas.
Era el beso más suave que le habían dado nunca. Le estaba prácticamente preguntando si lo quería. Y ella dijo que sí, y se lo devolvió con un poco más de intensidad. Aún así, todo se mantuvo tranquilo. La mano de Seulgi sobre su mejilla, la suya propia en su nuca.
Pero pronto se puso a pensar que eso no era para ella. Era demasiado bonito como para que fuese suyo. Que todo esto estaba mal, que estaba rota, y Seulgi se merecía a alguien mejor.
Se separó de repente y se miraron en silencio. Seulgi pasó de una sonrisa sutil y fascinada a la confusión, y ella misma tuvo todos los sentimientos del mundo en el rostro a la vez.
—¿Irene? ¿Qué pasa?—Seulgi sonaba tan inocente que le desgarró por dentro.
—Vete, por favor —se le quebró la voz—. No… No.
Seulgi seguía con la boca abierta para el beso que nunca acabó de llegar.
—¡Vete! —susurró.
Seulgi siempre hacía caso a lo que Irene le pedía, porque así debía ser.
Caminó con la vergüenza puesta sobre la espalda, le dedicó una mirada triste y cerró la puerta.
—Lo siento —dijo Irene, demasiado tarde.
No sabía por qué lo sentía. No sabía qué estaba pasando. ¿Acababa de saltarse los límites que ella misma había impuesto? Se llevó los dedos entre los ojos y apretó allí. ¿Por qué le dolía tanto la cabeza? Irene ya no podría mirarla a la cara, porque huir de sus sentimientos era la única carrera en la que había participado nunca.
9……….
Seulgi mantenía a Jimin al día de todo. De que la besó y después huyó de ella para no volver a decirle una sola palabra. Al principio, sólo estaba un poco contrariada, pero en ese interminable día que pasaron sin hablarse, el sentimiento se vino arriba y se convirtió en ira. Irene volvió a salir de fiesta. Iba acompañada de un tal Robert, francés y un estereotipo andante de su país. Bien arreglado, galante, y con un acento terrible. Junto a él, había gente de todos los países, y parecían los exalumnos de un colegio privado de prestigio internacional. No se atrevió a preguntarle sobre cómo le fue.
Jimin estaba más enfadado con Irene si cabe, aunque nunca la hubiese conocido. Estaba listo para ponerse de parte de Seulgi en cualquier circunstancia.
A la mañana siguiente, también iban a encontrarse Se preguntaba cada vez que veía a Irene por qué había huido de ella, por más que la miraba sin que lo supiese, no conseguía descifrarlo en ninguno de sus gestos. No podía más.
—¿Qué pasa con Robert? —Le preguntó abruptamente, en el coche, de camino a donde sea que tenía que estar Irene con Robert esa mañana.
—¿Te importa?
Apretó los labios, encajando el golpe de las palabras de Irene y su voz lejana.
—¿Por qué me hablas así?
—Ya te lo había dicho. Tengo que acompañarle porque mi padre quiere que lo haga, porque es el hijo de la embajadora francesa.
Así que ahora salía con hijos de embajadores. Seulgi no volvió a hablar más. Estaba segura de que sin mirarla, Irene sentía su enfado desde el asiento de atrás, y aún peor, su vergüenza.
Las horas pasaron, y Seulgi se ponía enferma al ver cómo Irene llevaba a Robert por todos los lugares emblemáticos de Seúl. Quería estar en el lugar del chico, hacer a Irene sonreír, y sentirse especial otra vez. Porque a lo mejor parecía una tontería, pero ese beso tan pequeño que parecía no pesar, había significado algo y no se había borrado de sus labios todavía, a pesar de todo.
Irene le gustaba, eso estaba claro, pero estaba desencantada de nuevo. ¿Cómo podía sentirse tan atraída y a la vez tan incomprendida?
Seulgi se separó de ella. La dejó a su aire. Además, no quería ver a Robert.
Lo último que quedaba antes de que el día terminase, era una cena, en la que iba a estar todo el mundo importante de Seúl en un restaurante prestigioso cerrado al público esa noche. Ahora comprendía por qué Irene odiaba las cenas. Le había había dicho mil veces lo aburridas que eran, pero hasta que no lo comprobó por ella misma, no lo supo. Además, su trabajo lo hacía más tedioso, porque se supone que debía ser invisible para todo el mundo, ser una consciencia sin cuerpo que vigila a Irene sin descanso. Cuando Irene está quieta, está incluso peor visto que interaccione con ella, y le daba pena, porque le gustaría estar acompañándola, si no estuviese tan enfadada.
Después de cenar, Irene se fue con el chico a pasear por los alrededores de la nave. Robert quería enseñarle una cosa que había en una de las muchas salas del edificio. Les siguió, no porque le interesase lo que hiciesen, sino porque debía procurar que a Irene no le pasase nada.
Entraron a un sitio un tanto descuidado. Seulgi miraba la puerta desde la barandilla del pasillo de arriba. Iba a marcharse, cuando oyó un grito agudo, que solo podía ser de Irene.
—¡No! ¡No me toques!
Antes de que Irene pudiese volver a gritar, Seulgi ya estaba entrando allí. En esa sala había algo que parecía el decorado de una obra de teatro, y justo en frente, Irene estaba acorralada contra una pared, el chico invadiendo su espacio.
—Estabas coqueteando conmigo. —se oyó a Robert decir—. Me lo debes
—¡No lo estaba! ¡Aléjate!
Seulgi le empujó con todas sus fuerzas, dejando que se golpease contra el suelo.
—¡¿Qué haces?! —gritó Robert en el suelo, agarrándose la muñeca—. ¡Casi me partes la mano!—dijo con su acento de niño bueno.
—Haz caso a Irene la próxima vez y no la toques si ella no quiere.
Miró a Irene, para asegurarse de que todo estaba bien, y la cogió de la muñeca. El hombre tardó en levantarse, y cuando ya salió por la puerta, las dos estaban ya lejos.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Irene, claramente alterada.
—Es mi trabajo —respondió Seulgi, seca—. Ahora voy a llevarte a casa.
—No me trates así.
—¿Cómo? —preguntó Seulgi de la misma manera
—Normalmente no me hablas así.
Seulgi se paró sobre sus pies y la miró.
—Pregúntate por qué puedo estar así de enfadada.
Irene suspiró, derrotada.
—Tienes razón.
En el coche, Irene se sentó en el asiento de copiloto, sin mirar a Seulgi, como llevaba haciendo todo ese tiempo.
—¿Qué pasó con Robert? —preguntó Seulgi antes de girar las llaves.
Irene consiguió explicarle a Seulgi sin trabarse que Robert no le había hecho nada, sólo se le había acercado más de la cuenta. La intentó besar, ella se apartó y él se puso pesado. Pero no le hizo daño.
—Más le vale al puto desgraciado —maldijo Seulgi—. No me importa que no te haya hecho daño físicamente, ¡es que no puede hacerte eso! ¡Puto cretino!
Irene tamborileaba con los dedos en el salpicadero, nerviosa.
—Yo más.
—¿Qué? —se sorprendió Seulgi ante su respuesta.
—Yo soy peor que él.
A pesar de todo, a Seulgi todavía le seguía costando pensar en ella como en una mala persona. Era una persona llena de grises, de fallos que no dejaban de asomar, pero nunca haría daño a propósito.
—Explícate. —demandó, seria
—Yo… No entiendo nada de lo que me pasa.
—¿Es… por que no estás segura de que te gusten las mujeres? —intentó indagar Seulgi, con todo el tacto que pudo.
—No, por Dios. —Ese era el menor de sus problemas en ese momento—. ¿Cómo explico yo esto? Se supone que… —Irene sonaba agitada— no me merezco sentirme tan bien como cuando estoy contigo.
Seulgi respiró hondo, procesando lo peor que había oído nunca.
—¿Por qué dices eso? —seguía siendo seria, mucho más preocupada por lo que le habría ocurrido a Irene en el pasado. Pero ahora intentaba disimularlo por Irene otra vez. Ya no podía enfadarse con ella, era incapaz.
—Qué vergüenza —susurró, con la voz tan pequeña que el ruido del tráfico se la comía—. ¿Podemos hablar de esto cuando lleguemos? No quiero alterarte mientras conduces.
Eso no la ayudó a tranquilizarse.
10…………..
No había nadie, ni un alma aquel el rincón del jardín de Irene. Era un banco sencillo, de metal, en la hierba verde, pero cerca de la carretera. El tiempo empezaba a mejorar, y hacía una temperatura perfecta como para quedarse allí mismo, abrigadas, bajo las estrellas casi tapadas por las luces de la ciudad. Seulgi se dejó tomar la mano por Irene.
—Lo siento—. Seulgi quiso decirle que la perdonaba en ese mismo instante, pero tampoco se sentía mejor. Las dos cosas a la vez—. En ese momento te hice mucho daño, y al día siguiente, tuve cosas que hacer, para mi padre, y no me atrevía a hablarte porque pensaba que no… No querrías. Robert me caía bien, sus amigos también, nunca me hizo ningún feo y sinceramente, no estaba pensando mucho en lo que hacía.
Se le quebró la voz, llena de culpa.
—¿Por qué? —la de Seulgi sonaba igual de rota— ¿Por qué pensabas que no querría hablar contigo? Si me hubieses contado qué te pasaba, yo no hubiese estado todo el día montándome películas.
Irene negó con la cabeza, más para ella que para Seulgi.
—Lo hago todo mal, pero de verdad, quiero mejorar. Tengo que hacerlo, por mí. Siempre me dijeron que no soy suficiente. Y mucho menos para ti. Yo… no valgo nada.
Seulgi pasó el dorso de su mano por su frente, e intentando ocultar la tristeza que
—Si me hubieses hablado de lo que te pasa en vez de pedirme que me fuese, todo habría sido un poco más fácil.
Irene se pasó las manos por la cara manchada de lágrimas y maquillaje.
—Todo está mal dentro de mí. No duermo por las noches porque todo se me hace muy difícil. Es un cúmulo de pensamientos que no se va nunca.
—Lo sé. Necesitas ayuda con eso, Irene.
—¡Es todo culpa de mi padre! —Echó la cabeza hacia atrás, dejando toda su desesperación en ello—. ¡Nunca me deja hacer nada que sea realmente bueno para mí!
Una lágrima resbaló por su mejilla.
Seulgi agarró sus muñecas con suavidad, pero se quedó callada.
—No te vayas —levantó la barbilla para mirarla a la cara, las lágrimas inundando su cara.
Seulgi apretó los labios, con los ojos húmedos también.
—No me iré —secó sus mejillas con los pulgares.— Pero prométeme que no vas a volver a hacer esto. Puedes contarme cualquier cosa. Y además, buscaremos a alguien con quien puedas hablar.
Seulgi tenía unas espinas clavadas en la garganta y los ojos brillantes.
—Lo prometo. No volveré a ser tonta. No te lo mereces.
No pudo evitar un sollozo.
—No te mereces nada de esto —susurró en su oído, tan cerca la una de la otra que casi podían oír sus latidos—. Vales mucho.
Se acercó y se sumergió en un beso que sabía a lágrimas. Sus labios contra los de ella le hacían sentir chispas en los dedos. La agarró de la cintura mientras el pintalabios de Irene se deshacía en su boca. Ahora, en vez de calma y paz como la primera vez, había una tormenta entre las dos.
Irene, en contra de su voluntad, dejó un último beso en el labio inferior de Seulgi.
—Deberías irte a casa. Ya es tarde.
—No tengo ganas —Seulgi descansó la frente en la de la chica.
—Descansa mucho, Seulgi. Nos vemos cuando vulevas.
—Tú también. —Besó la frente de Irene con la misma delicadeza con la que la tocaba siempre.
Irene le dio un beso en los labios, breve y exhausto, y se despidió.
11………..
Seulgi volvió al trabajo con ganas, aunque eso hacía mucho que no ocurría. Las expectativas otro día silencioso y calmado se disiparon cuando se encontró un par de furgonetas aparcadas frente al garaje, y la inusual actividad que se veía en la terraza. A lo lejos, una mujer con un lápiz en la mano dirigía a un grupo de hombres que arreglaban con sus tijeras de podar los setos de al lado de la carretera.
Entró por la puerta principal, donde la luz cálida de la lámpara de techo rebotaba sobre el suelo de mármol, y un montón de gente vestida de traje llevaba cosas de un sitio a otro. Rápidamente, Irene apareció a su lado y la agarró de la manga. Iba a decir algo, pero la chica la arrastró hasta un pequeño cuarto, encendió la luz y cerró la puerta por dentro. Dentro de la habitación había un armario y un par de lavadoras contra la pared, bañadas por la luz amarillenta de una bombilla.
—Creo que voy a volverme loca.
Seulgi esperó a que siguiese hablando. Irene se sentó de un salto sobre una de las lavadoras, con los pies colgando y las manos sobre las rodillas. Se llevó las manos a la cara, y su voz salió apagada.
—Mi padre ha decidido hacer una fiesta. E invitar a Robert y su madre. Ahora todo está lleno de gente haciendo cosas y no he dormido nada esta noche.
Seulgi se apoyó a su lado.
— Encima, por todo esto, no voy a tener tiempo de estar contigo.
—¿Por qué no? —preguntó Seulgi
—¡Porque tengo que ayudar a mi padre con todo! Si no lo hago se enfadará.
—Osea que, él es quien tiene la idea de hacer la fiesta, pero básicamente, tu lo haces todo porque él está muy ocupado.
Irene asintió y se quedó en silencio. Miraba fijamente a Seulgi, hasta que se dio cuenta de que se estaba comportando raro.
—Lo siento.
—No tienes por qué pedir perdón —respondió Seulgi automáticamente—. Quiero decir, tenía muchas ganas de estar contigo, pero tendremos tiempo, Irene. Cuando todo esto termine.
Irene se puso de pie de nuevo frente a Seulgi. Esta tomó sus manos y se humedeció los labios.
—Puedes hacerlo, Irene.
—Lo sé… —Miró hacia otro lado—. Es sólo que no quiero. Estoy cansada y no sólo físicamente.
Seulgi la miró con ternura, apartando un mechón caído sobre su pómulo.
—Estoy contigo, Irene. Puedes pedirme cualquier cosa.
—Vale.
Seulgi estaba preocupada otra vez. Y también nerviosa. Había un silencio extraño que pedía ser interrumpido.
—He estado pensando.... Tu y yo…
—No lo sé —interrumpió Irene, consciente de lo que iba a preguntar.
—De momento está bien no saberlo. En teoría no podría, —vaciló— ya sabes, tener algo con ninguno de mis clientes.
—Yo tampoco podría tener algo con una mujer. Ya sabes quién es mi padre y la mierda que dice.
Se acordaba perfectamente del vídeo que apareció en todas partes del senador Bae en medio de la cámara escupiendo puro veneno hacia un proyecto de ley de protección de minorías, entre ellas, gente como ella misma. Parte del rechazo que sentía hacia esa persona ya venía dado de antes, pero desde que conoció a Irene, cada día le parecía que había más razones para odiarle, aunque todavía no supiese la historia completa. Irene parecía bastante derrotada. Aún así, apretó un poco más las manos de Seulgi entre sus dedos y preguntó demasiado cerca:
—¿Lo intentamos aún así?
—Sí.
Seulgi no era capaz de dar ninguna otra respuesta, aunque una parte de su cabeza le gritase que era imposible. Decidió ignorarla porque Irene se estaba acercando más a ella.
Irene estaba aterrada de lo mucho que le latía el corazón cuando estaba a tan poca distancia de Seulgi. Le hacía hacer cosas de las que era muy fácil arrepentirse luego. Pero las hacía igual porque el resultado era lo más satisfactorio que había sentido.
Le preguntó a Seulgi cuando sus bocas estaban a penas a unos centímetros:
—¿Puedo?
Sintió su respuesta temblando en sus labios.
—Siempre que quieras.
12……………..
—¡Seulgi, no seas vaga y hazme el favor de maquillarte! ¡Vas a una fiesta con tu chica!
—¡Lo primero de todo! —gritó al teléfono.—¡No la llames mi chica! ¡Y lo segundo, no voy con ella!
Jimin respondió.
—¡Como no me hagas caso voy yo a maquillarte ahora mismo!
Jimin estaba ocupado doblando camisetas para meterlas en su maleta mientras Seulgi se vestía para ir a trabajar.
—Buena suerte con eso.
Seulgi terminó de atar el nudo de su corbata.
—Como no lo hagas, mañana por la mañana me presento en tu casa y te rompo las costillas. A no ser que te la hayas traído contigo, en ese caso sólo me pasaré a molestar.
—¡Jimin! ¡Para!
Se pasó las manos por la cara. Apretó entre sus ojos, sintiendo una tensión intensa en la cabeza.
—No debería de contarte mucho sobre esto, porque son detalles privados, pero Irene no tiene una buena situación en casa. Me preocupa.
Jimin arrugó la nariz.
—Es lo que llevábamos sospechando como desde que empezaste a trabajar allí.
—Sí, y creo que es peor de lo que parece.
—Puedes preguntarle —dijo Jimin.
—No sé si es una buena idea. No quiero que se sienta obligada.
—No seas tonta, Seul. Habla con ella de todo lo que te preocupe. No te lo guardes, igual que tampoco te lo guardas conmigo.
Chasqueó la lengua.
—Odio cuando primero te metes conmigo y después tengo que darte la razón. Voy a hacerme el eyeliner— dijo Seulgi.
Jimin sonrió triunfante. Pero Seulgi no estaba muy orgullosa de si misma. Tendía a guardarse las cosas y estallar en determinados momentos, como acababa de pasarle.
Maquillada, casi a media mañana, llegó a la casa. Irene a penas le saludó, ocupada como nunca la había visto.
En los últimos dos días, se habían visto muy poco, siempre a escondidas, sin que nadie las viese, besándose en unos pequeños ratos de paz que duraban menos de lo que ninguna de las dos quería.
Las horas pasaron sin novedad. Todo lleno de gente, ninguna que fuese a hacer nada fuera de lo normal. El modelo de negocio de Varnost, como el del resto de empresas de seguridad, se basaba en la probabilidad, pero estas nunca eran muy altas. Vio el anochecer desde su puesto, justo al lado de la puerta del salón, lo suficientemente cerca de Irene y su padre como para poder verla. Al fin y al cabo, tenía la excusa de su trabajo para mirarla todo lo que quisiese.
Irene, a pesar de la sonrisa educada que completaba su vestido negro, sus hombros al descubierto y los pendientes que caían sobre los mismos, estaba aterrada. Los amigos de su padre y de su tío le daban miedo. Toda esa gente la hacía temblar de arriba a abajo, ser demasiado consciente de sí misma, preocuparse de más por cómo se comportaba o se veía. Pero pronto se acostumbró a ese sentimiento.
—Quédate aquí conmigo, niña —murmuró su padre cuando se levantó del sillón.
Y allí se quedó, al lado de su padre, exhibiéndola como a una mascota obediente, una obra de arte perfecta, en lugar de una hija.
Robert llegó, con la camisa abierta un par de botones y otra de sus sonrisas de plástico, seguido de su madre. Irene les saludó como si nada hubiese pasado. Aunque ella lo notaba como un collar de espinas alrededor de su cuello.
Su padre les invitó a quedarse más tiempo. Después de la adrenalina inicial, y de ver que Robert seguía tal y como le había dejado antes de que Seulgi la hubiese llevado a casa, pasó a estar muy aburrida.
Miraba a Seulgi, y esta le devolvía una mirada el doble de intensa. Como siempre que estaba con su padre, parecía que tenía la mirada perdida, pero esta vez sólo tenía ojos para su guardaespaldas. Deseaba otra cosa muy distinta a estar ahí tirada, y era las manos de Seulgi sobre ella, colgarse en su ropa, olvidarse del resto del mundo.
—Voy al tocador —dijo mientras se levantaba.
No aguantaba más. Caminó hacia el pasillo de Seulgi, mirándola a la cara mientras salía. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le dedicó una sonrisa de medio lado, y sin darse cuenta, repasó con la mirada las formas que dibujaba su cuerpo. Un momento después, sintió los pasos de Seulgi, siguiéndola escaleras arriba a una distancia prudencial. Escondidas en el pasillo a oscuras, entró a su habitación, arrastrando a Seulgi dentro y besándola como si fuese la última vez.
Se perdió en sus labios tibios, hasta que su rabia acumulada se mezcló con las ganas de tener a Seulgi para sí durante un rato, sus dientes chocaron y la lengua de Seulgi rozó su boca.
Si volvía a hacerlo, tenía claro que perdería el control.
—Irene.
Su nombre dicho por ella rozando sus labios al hablar, su respiración agitada, le hizo perder el sentido. Todos los ángulos de su rostro en la penumbra, el timbre de su voz, le iban a hacer perder la cabeza.
—Eres un peligro.
Ella sonrió.
—Es todo por tu culpa.
—No me mires así.
—¿Cómo?
—Como me estás mirando ahora. Como me llevas mirando un rato abajo.
Las manos de Irene se posaron sobre las clavículas de Seulgi.
—No puedo evitarlo.
Quiso volver a cerrar los ojos, quedarse con Seulgi el resto de la noche, pero la fiesta de abajo estaba esperándola, de forma más o menos literal. Miró al suelo.
—Mierda.
Se sentó frente a su espejo, a arreglar su pintalabios. Cuando terminó, se giró hacia Seulgi y le dijo:
—¿Nos vemos en un rato? Espérame aquí fuera a las 2.
Seulgi asintió.
—Ya queda menos para que termine. Aquí estaré.
Irene salió primero, caminando rápido y girándose para sonreír a su guardaespaldas. Todavía tenía las mejillas encendidas y los ojos brillantes. Bajó a toda prisa y volvió a sentarse en su sitio, sientiéndose de nuevo bajo la mirada de todo el mundo.
—¿Por qué coño has tardado tanto? —dijo su padre en voz baja, molesto.
Agachó la cabeza de nuevo.
—Lo siento.
Sabía que su padre lo había dejado estar. Tener miedo de sus reacciones se había vuelto su rutina. Relajar los músculos cuando el miedo dejaba de invadirla se había vuelto una parte más de su día a día.
A los pocos minutos, conversando con la madre de Robert sobre la ropa de diseño que la señora llevaba, volvió a tener a Seulgi en su campo de vista. Así se sentía un poco más valiente, y le recordaba que tenía una razón para aguantar.
13…………..
Como habían acordado, se vieron en el pasillo desierto y silencioso. Todo el mundo se había ido hacía un rato y su padre se había encerrado en su despacho después de decirle todas las cosas que había hecho mal esa noche.
Se fue, no saludó con el suficiente entusiasmo, se le escapó un bostezo… Ya no sabía qué podía hacer para alcanzar las expectativas que caían sobre ella.
Seulgi, después de toda una jornada de trabajo, seguía de pie. Esta vez, esperando a la chica que le quitaba el aire de los pulmones.
La vio caminar por el pasillo hacia ella, los tacones en la mano y los labios apretados. La envolvió con los brazos durante un segundo, y después Irene la invitó a pasar dentro.
—Ya se acabó, Irene. Ya puedes relajarte.
La chica se tiró abatida en la silla frente a su tocador y se estiró para coger el desmaquillante. Seulgi se adelantó y arrodillándose, se puso a su altura, cara a cara. Se encargó de quitarle la sombra de ojos, sujetándole suavemente la barbilla.
—Lo he pasado fatal. Estoy harta.
—¿Pasó algo cuando volviste?
—No… No lo sé.—Murmuró.— Mi padre estaba como siempre. ¿Enfadado? No lo sé.
Pasó algodón por el resto de su cara, deshaciéndose del maquillaje con la misma delicadeza y cariño. No se merecía otra cosa.
—Quiero sacarte de aquí.
—Hazlo. Sólo un rato— Irene no pudo evitar sonar desesperada— por favor.
—Se me ha ocurrido una cosa… ¿Quieres venir a mi casa? Ahora mismo.
Se le iluminó un poco el rostro sólo con la pregunta de Seulgi.
—Quiero. Le diré a mi padre que voy a casa de una amiga, no sería la primera vez.
Seulgi frunció el ceño.
—Tu padre… —masculló— No quiero causarte problemas.
—No le importa que salga de noche, mientras que no me meta en problemas y vuelva al día siguiente.
Tampoco podía ir muy lejos.
Quedaron en que Seulgi saldría primero, y que luego Irene iría en su propio coche, aunque a Seulgi le parecía peligroso; la última nevada del invierno se depositaba lentamente en las carreteras, y no quería llevarse ningún susto.
Era sólo un miedo absurdo. En un rato ya estaba en su casa, recogía cosas allí y allá, se daba una ducha y se ponía ropa cómoda, e Irene ya estaba llamando a su puerta. Se apresuró a abrir, encontrándose con la sonrisa formal y la postura perfecta de la chica, con unos vaqueros ajustados y la cazadora de aviador que a Seulgi le encantaba pero nunca se lo había dicho.
—Hola —Seulgi rodeó la cintura de Irene con el brazo, y la invitó a entrar.— No es gran cosa, pero siéntete como en casa.
Mentiría si dijese que no se sentía incómoda, pero era normal. ¿Qué se hace cuando la persona que te gusta va por primera vez a tu casa? Más si su salón es del tamaño del piso entero.
La sonrisa de Irene la devolvió a la realidad. Se podía ver que ella sí estaba a gusto, incluso fascinada.
—¿Tienes hambre?¿Necesitas algo?—Seulgi cogió su abrigo y lo colgó junto con los suyos.
—De hecho… No he comido nada desde el desayuno— dejó caer.
—¡Irene! No te saltes comidas.
—No podía —protestó—, estaba demasiado nerviosa.
—Ahora ya está todo bien.—Irene asintió, de acuerdo con ella.— Voy a hacer ramen. Si quieres te puedo dejar ropa cómoda.
Irene le dijo que sí con una sonrisa enorme.
En un momento, el agua empezó a hervir. Seulgi tarareaba una canción que se le había pegado esa mañana e Irene estaba sentada en el sofá, vestida con un chándal y una camiseta grande de un grupo, relajada como hacía mucho tiempo que no lo estaba.
—Huele bien — dijo Irene cuando Seulgi se acercó tendiéndole un plato hasta arriba de pasta y se sentó a su lado—. No suelo comer estas cosas. Ya sabes, la señora Park cocina siempre, y estoy muy agradecida, pero echo de menos otro tipo de comida. Mi madre solía hacernos esto cuando era pequeña y todavía estaba aprendiendo a usar los palillos.
—¿Y tu madre…?
Enrolló unos cuantos fideos y se los metió en la boca.
—Murió —respondió como si tuviese ensayado el tono exacto y gestos faciales con los que debía decirlo—. Yo tenía 15 años. Mi padre me dijo que de una enfermedad, pero no exactamente de cual.
—Lo siento mucho, Irene.
Seulgi esperaba que se diese cuenta de lo sincera que estaba siendo. Irene miró al suelo.
—No quería arruinar la cena, lo siento.
—No has arruinado nada. Y ya sabes que puedes contarme lo que quieras.
—Aún así… Prefiero que me cuentes cosas sobre ti.
—¿Y qué te cuento?
La chica se mordió el labio.
—¿Cómo eras de pequeña?
Seulgi meditó unos segundos su respuesta.
—Como ahora —rió— pero más tímida. Nadie, ni mi familia ni mis amigas se esperaban que acabase teniendo este trabajo. Después conocí a mi mejor amigo, y ahí empecé a ser un poco más… decidida. Nos conocimos porque yo estaba en el baño del instituto, y de repente un chico de un curso menos se chocó contra mí. Me tiró al suelo y todo. Estaba escapando de un grupo de alumnos mayores que había amenazado con pegarle. Y desde entonces mis amigas y yo les plantábamos cara. Costó, pero conseguimos que esos homófobos le dejasen en paz. —Seulgi sonrió orgullosa—. Al curso siguiente, Jimin y yo nos apuntamos a clases de autodefensa, por si acaso correr no daba resultado algún día. Al principio, yo quería ser fotógrafa, pero se me daba tan bien que me recomendaron hacer el curso de vigilante de seguridad. Y aquí estoy.
—Eres increíble.— Irene se acurrucó contra su hombro, apartando el plato vacío.—Se te da bien todo, empezaste a trabajar joven y tienes una casa preciosa. Casi me das envidia —bromeó.
Seulgi se rascó el cuello.
—Tuve suerte. Mis amigas están atrapadas en trabajos mal pagados con jefes que las explotan, si es que tienen trabajo durante dos meses seguidos.
Irene asintió.
—En cuanto acabe la carrera, voy a buscarme un trabajo, aunque sea a espaldas de mi padre y voy a ahorrar para irme de allí. No sé si podré hacerlo, pero lo intentaré.
—Estoy segura de que sí.
—Lo dudo… Pero gracias por animarme.
Seulgi dejó en la cocina los restos de la cena en a penas unos pasos y antes de que Irene se diese cuenta, estaba encima suyo, por detrás del sofá, dejando un beso en su hombro por encima de la camiseta. Se acercó un poco a su oreja para hablar.
—Como debe ser. Puedes hacer cualquier cosa, y yo voy a estar para ti. Y va a haber mucha más gente. Tengo ganas de que conozcas a mis amigas.
Seulgi se volvió a sentar a su lado, mirando a Irene a la cara. Había algo nuevo en ella. ¿Esperanza? ¿Paz? Sólo sabía que le gustaba.
—Nunca te he dado las gracias por todo. No hay nadie que me sacque de casa, me haga la cena y me diga que todo va a ir bien. Me cuidas, y aunque a veces sigo pensando que no te merezco, voy a hacer lo posible por cuidarte a ti también.
Parecía más pequeña de lo que era, hombros estrechos y cabeza gacha. La nariz de Seulgi rozó la de Irene.
—Eres genial.
Las palabras se mezclaron con un beso pausado, como si tuviesen todo el tiempo del mundo para ellas dos, pero pronto la lengua de una rozó el labio de la otra, unos dientes mordieron un labio, Irene empezó a agarrarse con fuerza a la sudadera de Seulgi y le gritaba en silencio lo mucho que ansiaba estar tan cerca. Ella la correspondió con la misma urgencia, las mismas ganas.
—Seulgi. Vamos.
La voz de Irene salió grave y ahogada.
No necesitó nada más para entender lo Irene que quería decir. Tomó su mano como si fuese lo más importante del mundo, y sin dejar de mirarla ya estaban bajo la luz cálida de su cuarto. Las rodillas de Seulgi cedieron ante el borde de su cama y la figura de Irene acercándose a ella, como si tuviese gravedad propia.
La chica se sentó sobre ella, esbozando una sonrisa tímida antes de volver a sus labios. Seulgi era consciente del efecto de los dedos de Irene enredados en su pelo, del peso de la chica sobre ella, de la lengua de Irene robándole el aliento. Tiró de ella hacia sí, tensando más sus cuerpos. Se separaron lo suficiente como para que Seulgi tomase aire. Sus labios cruzaron su rostro hasta la línea de la mandíbula y besó allí.
—¿Bien?
La respiración de Irene tembló un poco.
—Sigue.
Hizo como le pidió mientras jugaba con el borde de su camiseta. Sus dedos dieron con la piel suave de su espalda, rozaron su cintura y acariciaron sus costillas. Quiso arrancársela, quitarla de en medio y tirarla lejos, pero Irene suspiró:
—Espera… Para.
Inmediatamente se echó un poco hacia atrás, para mirar a Irene, que sin moverse del sitio y con la mandíbula tensa, miró a Seulgi creándole un terremoto por dentro. Una vez su interior hubo colapsado, Irene bajó la mirada, tímida de nuevo.
—¿Qué pasa? —preguntó Seulgi con voz trémula, acariciando su mejilla.
—Hay algo que te quiero enseñar. Prométeme que no te vas a alterar.
Seulgi arrugó la frente, confundida. Respiró hondo y contestó.
—Lo prometo.
Irene levantó la camiseta, enseñando un mapa de moratones viejos, ya más marrones y amarillos en vez de morados y verdes que se extendían por encima de sus costillas hasta la parte de su cadera tapada por el pantalón.
—No quería asustarte. Lo siento.
Seulgi nunca la había oído hablar así de bajo, hacerse tan pequeña.
—Irene… No me has asustado. —Intentó buscar las palabras, pero no le quedaban. Sólo podía ofrecerle preguntas cuya respuesta ya conocía a medias—. ¿Qué es esto?
Irene intentó hablar, aunque las palabras se le atascaban en la garganta en un sollozo sin lágrimas.
—El otro día, cuando salimos corriendo de aquella fiesta, mi padre volvió borracho, como suele hacer. Me gritó que no hago nada bien, que no le gusto a nadie porque soy desagradable y una amargada, y que ojalá mi tío volviese para darme una lección. Y después…
—Después te pegó —completó.
Irene asintió.
—Tiene razón —suspiró—. No hago nada bien. Porque no soy capaz. Siempre estoy cansada pero no puedo dormir. Me porto mal con todo el mundo, porque no quiero que nadie me vuelva a hacer daño.
Sólo pudo aguantar las lágrimas hasta que Seulgi enterró sus manos en las suyas y le dijo:
—Desde la primera vez que hablamos supe que pasaba algo raro en esta casa, por cómo actúas, por algunas cosas que dijiste cuando pensabas que no te oía. Y no pude protegerte.
—No te culpes. Por favor, no es tu culpa, de ninguna manera, y no pretendía que esto te hiciese daño. Perdóname.
Su voz temblaba cuando respondió.
—Cómo no me va a doler. Tu padre me pone enferma, es la peor persona que conozco. Y me duele que pases por esto, porque quiero verte feliz, sana y sin un peso sobre los hombros. Cuando lloras, yo también me derrumbo.
Irene hundió la cabeza en su pecho, oliendo el aroma de la chica que la hacía sentirse en casa, le hacía la cena y le decía ‘te quiero’ sin decirlo.
—Te prometo que no eres ninguna carga.
Seulgi besó su sien, todavía con la chica encima suyo. Irene apretó un poco más el abrazo para después dejarla ir. Se secó las mejillas con la manga. En algún momento dejó de llorar. En ese momento Irene se mordía el labio inferior, buscando las palabras adecuadas.
—Creía que iba a explotar. —Se dejó ver más tranquila—. De verdad, quería seguir, pero prefería enseñártelo yo antes.
A Irene se le pusieron las orejas rojas. Seulgi también sintió un poco de vergüenza al mirar la pequeña marca que Irene tenía sobre la clavícula por su culpa, pero sobre todo hacía que ardiese como nunca antes. Pero su cabeza, esta vez con mucha razón, le decía que hoy quizás no fuese el día. Que tomarse las cosas con calma era lo que ambas necesitaban. Se echó hacia uno de sus costados, dejándolas a las dos con las piernas enredadas, cara a cara sobre su cama.
—Así mejor. Podemos seguir en otro momento.
—Sí —vaciló, la inseguridad atacando su rostro—. Te va a parecer una pregunta estúpida después de esto, pero, ¿yo te gusto? En este sentido, me refiero.
—Mucho.
La manera en la que hablaba no contribuía a ahogar su fuego, más bien a todo lo contrario.
—Eres preciosa.
Era como magia.
—Tú también.
Antes de dejarse llevar de nuevo, su última neurona funcional la obligó a sentarse, apoyándose sobre el cabecero de la cama. Irene se sentó entre sus piernas, apoyada en su pecho, y mientras Seulgi la abrazaba empezó a hablar de cualquier cosa, Seulgi seguía su conversación y entre medias caía algún beso suave como la nieve en el exterior.
14…………
Lo que despertó a Seulgi, además de la alarma de su despertador, fue la voz adormilada de Irene.
—Apaga eso…
Se dio la vuelta y lo hizo, pero antes de poder si quiera apartar las sábanas, Irene se abrazó a su espalda, sin ganas de dejarla ir.
—Tengo que ir a trabajar. —Intentó zafarse, sin éxito.
—Pero yo soy tu trabajo, y estoy aquí...
—Se supone que no estás conmigo.
—Dí que estás enferma.
Se lo pensó.
—Yo tampoco quiero ir a trabajar hoy.
Se sentó en la cama e Irene apoyó la cabeza sobre sus piernas, observándola con detenimiento en la penumbra. Todavía no había amanecido fuera, y lo único que le permitía ver algo era la luz del móvil de Seulgi y la poca luz que el resto de la ciudad dejaba entrar por su ventana. Marcó el número del señor Kim.
—Buenos días.— Se llevó la mano a la cara, presa de un dolor de cabeza por las pocas horas de sueño.—No me encuentro muy bien, creo que debería de quedarme en casa. Sí, sí. No hay problema. Gracias, que tenga un buen día.
Nada más colgar el teléfono cayó rendida otra vez. Irene se rió sin hacer ruido.
—¿Qué pasa?— sonrió Seulgi.
—Eres una mentirosa —se burló.
—Todo por tu culpa. —Bostezó—. Creo que no aguanto un segundo más despierta. Vamos a volver a dormir.
Cuando Irene se abrazó más fuerte a ella, se sintió un poco más segura.
Lo que despertó a Seulgi por segunda vez fue la claridad del mediodía. Después de que nevase toda la madrugada, el día se había quedado luminoso gracias al manto de nubes blancas que cubría el cielo.
Irene no estaba a su lado, pero como si fuese el humo después de apagar una vela, todavía estaba en alguna parte. Oyó sus pasos en el pasillo y la llamó.
—Ya estás despierta.—Entrando en la habitación sonriendo, con el pelo revuelto y ojeras pero la misma paz que la noche anterior.—Mira por la ventana.
Se estiró mientras Irene volvía a su lado de la cama.
—Qué bonito.
Cerró los ojos arrastrando a Irene consigo bajo las mantas. Los dedos fríos de Irene trazaban las líneas de su rostro y sus labios daban pequeños besos por donde pasaban.
—¿Cuándo te levantaste? —preguntó Seulgi con voz ronca.
—Hace un rato —contestó entre besos—. Me quedé un poco en la cama, pero no quería despertarte, así que me fui a ver la tele.
—No me importa que me despiertes.
—Parecías agotada. Trabajas mucho. —Irene acarició la parte baja de su cabeza.
—Adivina para quién.
—¡Oye! —rió—. No es mi culpa. De hecho, soy razón por la que hoy estamos aquí.
Seulgi también rió.
—¿Tienes hambre?
—Si, pero tengo que volver a casa pronto... Y si me quedo aquí tan a gusto me va a apetecer aún menos.
—Pues vamos a desayunar fuera. Aunque haga mucho frío y no quiera moverme de aquí hasta el año que viene.
Se quedaron abrazadas un poquito más, terminando de saborear la mañana. Seulgi ya estaba deseando que llegase la próxima vez.
Normalmente, salir de casa se le hacía difícil. No había nada que más le gustase que relajarse, hacerse una comida casera y ver una película. Pero la idea de salir, sólo por Irene, por intentar atreverse a darle la mano por la calle y parecer una pareja normal y corriente, le provocaba mariposas en el estómago. Pensaba en ello mientras se puso un jersey enorme y cálido, unos vaqueros desgastados y sus botas favoritas.
—¿Lista? —le preguntó a Irene desde el salón, arreglándose el pelo. Nunca antes lo había llevado suelto delante de Irene hasta ese día.
—En seguida.
Cuando volvió llevaba la ropa del día anterior, nada de maquillaje, unas ojeras un poco más disimuladas y la misma calma que la acompañaba cuando estaba libre de la sombra de su padre.
Ninguna de las dos habló durante el camino, porque ninguna tenía nada que decir. Escuchaban la nieve crujiendo bajo sus suelas y algunos coches que pasaban por las carreteras mientras andaban de la mano.
Fueron a unas pocas calles de distancia del apartamento de Seulgi, a una cafetería pequeña y acogedora. Se sentaron en una esquina e Irene ojeó laa carta.
—Me esperaba que me trajeses a un sitio así. Los libros, las sillas de madera, los sofás antiguos y los pósters de películas. Es un poco como tu casa.
Seulgi levantó las cejas.
—Supongo que soy ese tipo de persona —rió— ¿Me pega?
—Sí. O sea, al principio no lo pensaba, pero cuando te conocí más a fondo era obvio que en el instituto eras quien escribía el guion de las obras de Navidad.
Seulgi rió más.
—Me has pillado.
Un camarero vino y pidieron cafés y las tortitas que a Seulgi tanto le gustaban. En cuanto se fue, la expresión de Seulgi cambió.
—¿Puedo? —preguntó Seulgi mientras se acercaba un poco más a Irene en su sofá. Irene asintió mientras sentía la mano de Seulgi sobre su pierna y un beso bajo la oreja que le provocó un escalofrío. Se miraron a los ojos un segundo hasta que Irene reaccionó.
—¡Seulgi!—Sus orejas se pusieron rojas, como la noche anterior. Intentó decir algo, pero no podía.
La otra apoyó la cabeza en su hombro, riendo suavemente.
—¿Es por lo que he hecho o porque estamos en público? —le susurró al oído.
—¡Cállate! ¿Te crees que es divertido?— No parecía enfadada, sólo sorprendida.
Seulgi estaba disfrutando un poco de más poniéndola nerviosa, no lo podía negar, pero tampoco quería pasarse.
Posó su mano sobre la de Irene, un gesto tan sencillo como su palma contra el dorso y sonrió sin poder evitarlo. Irene chasqueó la lengua.
—¿Esto me lo haces sólo a mí o al resto de las personas con las que saliste?
El camarero volvió con su comida y después de unos cuantos ‘gracias’ volvieron a estar ellas dos solas.
—¿Te interesa saberlo? —Seulgi levantó una ceja.
Irene puso los ojos en blanco.
—Claro que sí. Quiero conocerte bien.
Que Irene fuese tan sincera le llenaba de orgullo, así que sin dudarlo le respondió.
—La verdad es que no, porque no tuve la oportunidad. Tuve una novia en el instituto y como mucho le daba un abrazo en público. Y no tengo pareja estable desde hace años.
—Tuviste una novia en el instituto… —Irene parecía interesada de verdad.
—Sí. Unas chicas de clase me sacaron del armario y la conocí porque ella se acercó a mí con la intención de ligar. Al final cortamos porque no nos gustábamos tanto como ella quería. Fue divertido porque después de cortar con ella, una de las chicas que me había sacado del armario me pidió tener una cita con ella. Obviamente le dije que no, porque tengo un poco de amor propio. Después tuve relaciones con algunos chicos pero no era lo mismo. O sea, me gustan los hombres, pero no como para tener citas y darles la mano por la calle. Es diferente. Entonces empecé a salir con mi otra ex, Sooyoung. Estuvimos como un año, pero me dejó porque le gustaba su mejor amiga, otra de mis amigas, Yerim. Ahora están juntas y me alegro mucho por ella, pero en su día me dolió bastante. Desde entonces no he tenido mucho.
—-¿Y ya te has olvidado de ella?
—Totalmente. De hecho, tuve una no-novia hace meses pero lo dejamos porque tampoco teníamos tanto en común.
—Le gustas mucho a la gente…
—Tampoco tanto —se rascó el cuello— ¿y tú?
Irene suspiró.
—Intenté tener novios durante muchos años, pero no funcionaba con ninguno. La mayoría eran bastante tontos. No tengo muy buen gusto en hombres.—Se encogió de hombros.— Al final, terminaba liándome con algún amigo de mis amigas de fiesta y después no volvía a hablar con ellos después.
—¿Y yo soy la primera chica que te gusta?
—No, pero sí la primera con la que tengo algo. En el ambiente en el que estoy no está muy bien visto, ¿sabes?
—Me imagino cómo te debes de haber sentido. —respondió—. Tener ocultar parte de tu vida y todo eso. Durante muchos años me pasó con mi familia, pero ahora todo el mundo sabe que soy bisexual.
Sonrió orgullosa al terminar e Irene replicó su gesto.
—A veces pienso en lo que me gustaría que fuese mi vida, y me doy cuenta que después de todos estos años aún sigo un poco confusa,—dejó salir la frase como si estuviese dejando en manos de Seulgi una pequeña parte de ella— pero sé que quiero unos amigos que me respeten. Y conocerme a mí misma de una vez.
Seulgi terminó su café escuchando las dudas de Irene y dando su opinión al respecto. Escuchar a Irene era una de las cosas que más le gustaban, por cómo sonaba su voz, cómo formulaba las frases, las ideas que tenía. Le parecía mágico.
En cuanto Seulgi pagó la cuenta (insistió en que invitaba ella), volvieron dando un rodeo por un pequeño parque nevado. Irene se detuvo a coger algo de nieve con las manos e hizo una bola con ella, y la dejó caer al suelo.
—Nunca he hecho esto.
—¿Ni de pequeña?
—Nunca.
Se quedaron un poco más, disfrutando de alguna manera del frío que buscaba hasta el último centímetro de piel para golpearlas. En días así de crudos, Seulgi se quedaba en casa, envuelta entre mantas, pero si Irene quería ir a todos los sitios del mundo, iría con ella a pesar del frío.
15………..
Mejor de lo que se había sentido en años, Irene volvió a su casa. Al salir del coche, caminaba ligera como si su cuerpo no pesara. Esas horas con Seulgi le había provocado tantas emociones que no sabía si su pecho explotaría, sobrecargado de un sentimiento que no reconocía, pero que le hacía bien. Sentir su piel, sus labios, lo bien que se sentía al demostrarle a Seulgi que la quieres. ¿La quería?
Estuvo pensando en ello hasta el día siguiente, por la mañana. Bajó las escaleras para encontrarse con Seulgi lo antes posible, y se la encontró hablando con Kim.
—Buenos días, Kang. Veo que se encuentra mejor.
—Así es, señor Kim. Le prometo que no habrá más imprevistos de ese tipo —respondió ella con su voz profesional.
—No se preocupe— le dio una palmada en el hombro a la chica—, nos arreglamos bien. La señorita Bae estuvo en casa de una amiga, ¿verdad?
Kim se giró hacia ella, esperando que contestase.
—Ah. Sí.
—¿Hoy no está muy elocuente, señorita? De todas formas, debemos ir con su padre en un rato, así que vaya a prepararse.
—Entendido, señor Kim.
Todas las órdenes de su padre, de boca del señor Kim, parecían más razonables. Normalmente, el hombre era serio, y nada pasaba sus ojos de halcón. Pero para Irene siempre tenía una expresión dulce, unas palabras amables y suaves.
Estaba un poco decepcionada por tener que irse, pero no lo demostró de ninguna manera. Le hubiese gustado haberse tumbado en su cama con Seulgi y no moverse de allí, o simplemente estar solas en cualquier lugar, pero ella está aquí por trabajo y algunas cosas no podían ser. Pasaron el día relativamente cerca, como dos personas que son cordiales, o incluso amigas, a una distancia demasiado decente para su gusto. No tocarla la desesperaba. Su risa la hacía sonreír a ella también y todo lo que hacía le parecía adorable. A lo mejor sí la quería.
A última hora del día, se había hecho ilusiones con tener al menos un momento a solas con ella, pero se encontró con que no estaba en la casa. Su coche no estaba aparcado en la finca. Había esperado para verla, pero ahora se había ido sin decirle nada.
—Es muy pronto todavía… No son ni las 7. No tendría por qué haberse ido —dijo en voz alta, a pesar de que no había nadie escuchando.
Buscó a Kim para preguntarle, pero tampoco estaba por ninguna parte.
No podía ser lo que creía que era. Con el corazón latiéndole tan fuerte que creía que se le iba a salir por la garganta, corrió a la cocina para buscar a la señora Park, en un intento desesperado, pero tampoco estaba en casa.
—Tengo que irme de aquí.
Su instinto le gritaba para que se marchase sin decir nada. La última vez que los empleados se marcharon tan pronto fue cuando su tío todavía vivía, y nunca pasó nada bueno. Mientras recuperaba el aliento, la voz de su padre tronó por los pasillos.
—Irene.
Arrastraba las sílabas, claramente bajo los efectos del alcohol.
Tragó saliva, dándose la vuelta para darle la cara.
—Robert me ha dicho algo.
¿Robert? ¿Qué tenía que ver él con todo eso? ¿A qué venían estos gritos?
—Me ha dicho que la noche de la fiesta estabais solos y de repente tu guardaespaldas vino a agredirle. Que le tiró al suelo, le pegó una patada en los dientes y otra en las costillas. Después os marchasteis y le dejasteis ahí tirado —rugió, gesticulando tan cerca de Irene que podría pegarle un golpe en la cara—. ¿Es así cómo dejas que traten al único hombre que es capaz de soportarte?
Abrió los ojos, incrédula. Eso no había pasado. Estaba segura.
—Pero… S- La señorita Kang sólo le tiró al suelo, y porque me oyó gritar.
—¿Por qué gritaste, tonta?
—Porque estaba intentando que hiciese cosas que no quería —dijo con un hilo de voz,
sintiendo el aliento de alcohol caro en su cara.
—Me da igual. Si Robert te dice que quiere algo, tu se lo das, porque yo te lo ordeno. ¿Queda claro? No es así cómo vas a tratar al próximo embajador.
Su padre se cruzó de brazos y le dio la espalda.
—¿Te acuerdas de los amigos de tu tío? Están aquí hoy y quiero que vayas a verles. ¡Ahora!
Su tono no admitía réplica. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que le había respondido, y no había vuelto a hacerlo porque las consecuencias la habían asustado para siempre.
Irene caminó todo lo rápido que pudo, sin pensar en nada. Quería hacer esto en piloto automático y con suerte sobrevivir al día siguiente. Su padre dijo algo, no sabía el qué, y la empujó con tirria dentro del salón. Tres hombres de mediana edad estaban tirados en los sofás, piernas abiertas y vaso de cualquier cosa en la mano. No reconocía sus rostros, ni veía nada por la nube de lágrimas que la impedían ver con normalidad.
Se sentó en el sofá, sin saber exactamente qué hacer, ni qué quería esa gente de ella.
—Toma, niña. Bebe.
Uno de ellos se levantó y le sirvió un vaso de no sabía de qué.
—No quiero.
—Que bebas.
—No.
Ojalá estuviese Seulgi para sacarla de allí, dejar a esos hombres llorando de dolor en el suelo, como había hecho con Robert.
El vaso se estrelló contra sus dientes con un golpe seco, bajo la mano del hombre, pero no se dejó. El líquido ámbar se derramó sobre su vestido lila, goteando en su barbilla e invadiéndola con un olor fuerte.
—Parece que quieres provocarme, y te aseguro que no te va a gustar.
La bilis le abrasó el esófago. Ojalá estuviese Seulgi para matar a ese hombre. Pero en un microsegundo, se dio cuenta de un pequeño detalle: no le hacía falta Seulgi.
Un plan de huida apareció en su cabeza demasiado repentinamente como para tener todas las posibilidades de funcionar, pero si le salía bien… Si le salía bien podría marcharse en ese mismo instante para no volver. Se levantó de repente, pegándole un codazo en la barbilla al hombre que estaba invadiendo su espacio personal, y estrellando el delicado vaso contra su cabeza. Aprovechando la confusión, la sangre que manaba y los gritos de los invitados, huyó de la fría sala de estar. En los asfixiantes metros hasta donde estaban las llaves de su coche, temió que uno de ellos la alcanzase.
Ninguno de ellos la siguió, demasiado ocupados con la herida de su colega, pero Irene no tuvo en cuenta durante un segundo al hombre que la había llevado a esa situación.
Estaba en el garaje, subiendo de su bodega, con un vaso y una botella en la mano.
—¡Qué haces aquí, niñata! ¿Por qué les has dejado solos? ¿Ya se han cansado de ti? No sabes hacer nada.
Ella no respondió, esperando que no se diese cuenta. Se dio la vuelta, a punto de salir corriendo, pero la mano firme de su padre la agarró de un hombro y su espalda colisionó contra la pared del pasillo. Cerró los ojos en anticipación a un golpe que nunca llegó.
En su lugar, los dedos de su padre se cerraron más sobre su hombro, haciéndola retorcerse de dolor.
—¿Por qué te has ido? ¡Responde!
Entre gemidos de dolor, intentó dar una explicación que sabía que no iba a ir a ningún lugar.
—Me querían obligar a beber… No quería de su bebida.
No hizo falta seguir hablando, ni de las intenciones de los hombres ni de cómo la habían mirado desde que se posó bajo sus ojos. Se alejó de ella, murmurando frases inteligibles. Irene estaba mareada, respirando demasiado, pero de alguna manera se mantenía sobre los pies.
—Siempre haces lo mismo, eres incorregible. ¡Una egoísta! ¡Hubiese sido mejor que no hubieras nacido, hija de puta!
Tiró la botella con tanta fuerza que se estrelló en la pared de detrás de Irene, empapándola aún más en alcohol. Los restos aterrizaron por todas partes como metralla, incluyendo ella misma y le hizo estremecerse de dolor.
Observó cómo una gota de sangre le caía en el dorso de la mano desde la mejilla, tan roja que no podía ser real. Sin previo avisó, una fuerza descomunal la empujó, haciéndola caer al suelo sucio.
El hombre la miró y rió con desdén.
—Tu madre debe estar retorciéndose en su tumba. —Se giró sobre los talones—.Voy a arreglar lo que quiera que hayas estropeado. Quédate quieta.
Irene jadeó, intentando controlar el dolor, apretando con fuerza las llaves del coche ocultas en su puño. Esta era su oportunidad de salir corriendo.
Se levantó y llegó a su coche a toda velocidad. Buscó las llaves del portón a tientas en la oscuridad, con las manos temblando por el frío y la adrenalina. En los instantes que tardó en abrirse el portón, se mentalizó para hacer lo que iba a hacer.
—Saldrá bien.
Y estuvo convencida de ello hasta que su padre empezó a llamarla a gritos. Justo entonces aceleró todo lo que el coche le permitió.
Alguien corrió tras ella mientras salía de la finca, pero su padre le detuvo y desde lejos su padre gritó:
—¡Ya volverá! ¡No tiene a dónde ir!
No dudó en acelerar más, porque ya no era verdad. Ella tenía razón y su padre no. Con suerte, nadie estaría siguiéndole la pista, así que empezó a conducir en dirección al único sitio que conocía: Seulgi.
16………..
Rezó porque la chica estuviese en casa. Tiritando de frío picó a su puerta de todas las maneras que pudo durante el minuto eterno en el que tardó en abrir.
—¡Irene!
No era capaz de decir nada. Entró de una zancada y colapsó en los brazos de Seulgi.
—Estás sangrando, y… helada. ¿Hueles a alcohol?
Irene empezó a sollozar, de repente consciente de lo asustada que estaría Seulgi al verla así.
—Vamos a curarte, antes de que te pase nada.
La voz de la otra chica temblaba. Se apañó para dejarse arrastrar por Seulgi hasta la ducha, y desplomarse allí. Se sentía como la mierda, tirada en el suelo, tras haber llegado a duras penas hasta casa de Seulgi, intentando no tener un accidente con el coche, muriéndose de frío. Se sentía miserable.
—Tengo que quitarte el vestido, ¿puedo?
Asintió, agarrándose las rodillas con los brazos como una niña pequeña mientras Seulgi bajaba la cremallera, como la primera vez que se encontraron en esta situación. No tuvo que esperar mucho para que el agua tibia cayese sobre ella. Se sentía expuesta, cansada como si hubiese corrido una maratón, pero era mucho mejor que estar en casa. Los sollozos empezaron a mezclarse con el agua que corría por su cara.
Un beso aterrizó en sus cervicales, por sorpresa. No se lo merecía, después de irrumpir de esa manera no creía que cualquier muestra de cariño fuese legítima.
—¿Qué ha pasado?
—Cristal —consiguió decir con la voz constreñida.
—¿Crees que tienes alguno clavado?
Irene no supo qué responder.
—De todas formas —continuó Seulgi—, primero voy a limpiarte. Luego te miro las heridas.
No era la primera, ni la segunda vez que las manos de Seulgi le lavaban el pelo, como después de una mala borrachera. Que ella lo hiciese en su lugar era un alivio. No sabía de dónde había sacado la fuerza para ir hasta allí y no se arrepentía, porque ahora podía derrumbarse en los brazos de Seulgi y dejar que la cuidase lo que ella misma no podía.
Después quitó la sangre seca de su piel y le envolvió los hombros en una toalla. Se ausentó un momento para llevarle una camiseta amplia que olía a limpio. Empezó por la pierna sobre la que se había caído al suelo, buscando esquirlas de vidrio con las pinzas de su botiquín. Podía notar lo tensa que estaba por el gesto en su mandíbula y el movimiento resuelto de sus manos.
—Va a picar un poco —avisó Seulgi.
Aplicó el desinfectante e Irene no pudo evitar encogerse de dolor. Seulgi le tendió la mano y ella la apretó hasta que la sensación desagradable se pasó. Lo mismo hizo con las magulladuras de sus brazos, quizás la parte más castigada. Por último, trató su cuello y cara con tanto cuidado que le entraron ganas de llorar. Seulgi le puso una tirita en la mejilla.
—No quiero que se te abra mientras duermes. Ahora te traigo unos pantalones y te seco el pelo.
Irene asintió.
Cuando terminaron, Seulgi le pidió que se sentase con ella. Hundió la cara en las manos, y exhalando, le dijo:
—Dios, Irene, me he puesto muy nerviosa
Lo sentía de verdad. Sentía ser tan egoísta y pensar sólo en ella, como su padre decía. La probabilidad de que Seulgi la abandonase, la echase de su casa, se hizo más grande en su cabeza, pero cruzaba los dedos porque eso no ocurriese. No se imaginaba en ningún otro sitio.
—Pero me alegro de que hayas venido. No me hubiese gustado verte mañana con estas heridas, ni que te hubiese pasado algo peor.
Seulgi se acomodó en la cama y se orientó hacia Irene. Quedaron cara a cara, y podía ver la tensión en Seulgi.
—¿Quieres hablar de lo que ha pasado?
—Sí.
Se merecía saberlo todo. Seulgi tomó sus manos y le acarició los nudillos con el pulgar.
—Va a ser difícil de explicar. —Una ráfaga de terror la atravesó—. No quiero asustarte.
—Puedes contarlo, lo prometo.
Los ojos oscuros de Seulgi no mentían, así que empezó.
—Todo empezó después de que mi madre muriese. Mi padre cada vez se volvía más violento cuando mi madre faltó para llevarse todas las broncas. Siempre le preguntaba a mi madre por qué no nos íbamos, pero en realidad ya sabía que era porque no teníamos un céntimo ni nadie en quién confiar. Mi padre siempre tuvo mucho cuidado de que no se notase, para que yo siguiese pareciendo la hija perfecta, pero todos estos años me lleva machacando con ayuda de mi tío. Mi padre me intimidaba físicamente, pero mi tío me llevaba con sus amigos y ellos me miraban… intentaban tocarme… Era asqueroso. Cuando murió, me alegré mucho porque pensaba que no volvería a verles nunca, pero esta noche vinieron. Por eso me escapé, porque no creo que hubiese tenido la fuerza suficiente para aguantarlo. Aunque cuando vuelva, va a ser mucho peor. No sé si ha merecido la pena.
—Merece la pena. No vas a volver a esa casa.
—No puedo irme.
—Pero, Irene, no puedes seguir así.
—Hay una razón… —Sus mejillas se encendieron—. Es todo culpa mía.
Seulgi negó con la cabeza.
—Nada de esto lo es.
Irene asintió.
—Tengo que volver porque mi padre tiene una cosa que podría arruinarme la vida.
Se miraron a los ojos.
—¿Qué es?
—Fotos… mías.
Seulgi separó los labios y parpadeó. Miró sus dedos fijamente y cuando volvió a levantar la vista una lágrima bajaba por su rostro. Cuando Seulgi lloró, la culpa golpeó su corazón contra las costillas con tanta fuerza que ella tampoco pudo evitarlo. Nunca había llorado con nadie, al igual que a nadie le había importado nunca la historia de Irene.
—No es culpa tuya.
Por un momento, Irene lo creyó.
Seulgi la acarició con los nudillos, como tanto le gustaba que lo hiciese, y aunque nada fuese a cambiar el pasado, sabía que ahora era parte de la vida de una persona que parecía sacada de sus sueños. Cuando Seulgi sonreía, todo alrededor se paraba, dejaba de ser importante. Ya no deseaba esconderse y se moría por comprender el mundo que la rodea, conocer gente y salir del lugar oscuro donde estaba encerrada. Hacía unas horas, sin estar a su lado, le había dado la fuerza que necesitaba para correr. Se sintió poderosa durante unos minutos gracias a que Seulgi era poderosa. Ella la miraba con sus ojos oscuros, tan bonitos que podría pasarse horas leyéndolos, esa noche tristes, aunque a menudo casi cerrados por culpa de su amplia sonrisa. Otras veces llenos de deseo, casi negros, tan penetrantes que daba miedo, y a diferencia de las personas que posaron los ojos sobre su cuerpo antes, esas miradas íntimas nunca la hacían sentirse un objeto. Sentía que eran dos personas y absolutamente nada más.
Cuando se atrevía a mirar de vuelta, nunca se arrepentía. Era divertido jugar. Ella intentaba no reír y le guiñaba el ojo, Seulgi, sin darse cuenta se humedecía los labios. Se acercaban peligrosamente, pero nunca llegaba a más. Una de sus partes favoritas del día era admirar el cuerpo musculado de Seulgi, cuando se deshacía de su chaqueta, se arremangaba la camisa y veía cómo se apretaba alrededor de su torso. No sabía la manera de decirle que esos detalles bastaban para tenerla entretenida durante horas. Era capaz de hacerla arder sólo con la punta de sus dedos, que la rozaban durante a penas un instante mientras hacían la cosa más mundana juntas.
Pero es ese mismo momento, llorando hasta que no podían más, no podía sentir ninguna mariposa o ningún rayo. Estaba desolada, como una ciudad después de que un incendio la arrase. Sólo sus ruinas se tenían en pie.
Irene volvió a hablar.
—Quiero borrar el pasado. No haber salido con ese chico, haberle mandado fotos, no habérselo presentado a mi padre y que al final terminase de arruinarme la vida. No tenía ni 17 años cuando me amenazó con difundir las fotos. Por suerte, sólo se las mandó a él —cargó la última sílaba de una rabia que se había mantenido durante muchos años.
—Irene…
—Joohyun. Mi madre me quiso poner ese nombre y ahora quiero que sea sólo para nosotras.
—Entonces, ¿Joohyun? —Seulgi esbozó una sonrisa en medio de sus lágrimas—. Me gusta mucho. Joohyun —repitió, saboreando el nombre en su boca—. Estoy muy orgullosa de que estés aquí, después de todo lo que has pasado.
La besó porque no le parecía que hubiese otra manera de expresarse igual de sincera.
Pasó muy poco tiempo hasta que el sueño las atacó, obligándolas a tumbarse. Irene descansaba sobre el pecho de Seulgi y se abrazaba a ella con todo el cuerpo.
—Si no puedes dormir, despiértame —murmuró antes de que su respiración se volviese lenta y pesada.
Por supuesto, Irene no lo haría. Por nada del mundo le robaría a Seulgi un sólo minuto de sueño más. Pero después de deshacerse del abrazo, y dar vueltas sin que el corazón dejase de correr una maratón en su pecho, ya no lo tenía tan claro.
Quizás se dio la vuelta demasiado rápido, o gruñó de impotencia más alto de lo que debería, porque Seulgi le preguntó con voz pastosa:
—¿Todo bien?
—Sí —respondió demasiado rápido.
Los dedos de Seulgi se giraron con suavidad en torno a su brazo, tirando de ella para invitarla a darse la vuelta. Mirar a Seulgi a la cara, aunque no estuviese despierta del todo, le hizo imposible no confesar.
—No puedo dormir.
Seulgi no contestó y se estiró como un gato. En otra ocasión le hubiese parecido gracioso, pero esa noche no tenía la risa fácil.
—Tengo hambre —Seulgi seguía con los ojos cerrados, y el pelo negro cayendo sobre su cara—. ¿Tú tienes hambre?
—Mmm… Ahora sí.
—Me apetecen cereales. Voy a por unos cereales… Los cereales antes que la leche, ¿verdad? Espera aquí.
Como si quisiera irse a otro lado. Pero a la vez, se moría de vergüenza. ¿Cómo podía haberla despertado sin querer?
Seulgi se levantó arrastrando los pies y desapareció en el pequeño apartamento. Volvió con dos boles y le entregó uno a Irene.
—Ah, espera, —se estiró y puso su portátil sobre el regazo— podemos ver Steven Universe.
—¿Te gustan las series de dibujos?
—¿Crees que soy muy mayor?
—No, no. Sólo me pareces muy mona.
Seulgi esbozó una sonrisa que dejaba ver sus dientes.
—Me encanta esta serie. Me la vería tres veces seguidas y no me cansaría.
—Me la voy a ver por ti —le sonrió de vuelta.
Era ridícula la manera en la que le contagiaba el buen humor. Comió mientras veía un episodio, y después otro. Se encontraba mejor, aunque la situación de comer cereales de madrugada le parecía bastante extraña. En cuanto se dio cuenta, estaba abrazada a Seulgi, con la cara hundida en su cuello, sin prestarle ya atención a la pantalla porque sus ojos se cerraban.
—Buenas noches —susurró la otra.
Lo último que sintió fue un beso en la sien, largo y silencioso.
17……….
Unas pocas horas después, la alarma de Seulgi las desveló a ambas.
—Sigue durmiendo.
Le apartó un mechón de la cara.
—Pero Seulgi— replicó—, estoy aquí.
—Se supone que estás desaparecida —cogió uno de sus trajes del armario a ciegas—.
Espérame aquí, volveré pronto.
Irene encendió la luz y se sentó contra el cabecero.
—¿Puedes coger algo de ropa de mi cuarto? Y mi diario. Está entre mis cosas de la uni. Si puedes, traeme algo de eso también.
—Lo intentaré. No sé qué pasará hoy.
Irene abrazó sus rodillas, e intentó hacer alguna aproximación con la mirada perdida.
—Estará alterado. A lo mejor espera que vuelva.
—De todas formas —dijo Seulgi desde el baño—, ahora no es momento. Reza porque todo salga bien luego.
Se duchó con la cabeza bullendo pensamientos y se puso su uniforme habitual con una mueca de concentración. Cogió sus enseres y los metió en la mochila más grande que tenía. Antes de salir, volvió a ver a Irene.
—Joohyun. —Se sentó a su lado—. Vuelve a dormir. Después, tómate el día con calma. Usa lo que quieras de la cocina, estás en tu casa.
La chica asintió y Seulgi le sonrió.
—Estaré de vuelta antes de que te des cuenta.
La cubrió con las sábanas y se marchó con todos los sentidos más despiertos que ella.
Llegó a su hora habitual, aparcó donde siempre y cruzó las mismas puertas. A lo mejor eran imaginaciones suyas, pero esa mañana todo parecía diferente. Otro de los guardaespaldas que trabajaban en la casa caminaba tan rápido en la dirección opuesta a la suya que casi se chocan.
En cuanto llegó al corazón de la casa, las escaleras, se oían murmullos y susurros acelerados, y se intuía un secretismo extraño en el ambiente.
—Señorita Kang —la voz de Kim la siseó tras su espalda—. Por fin ha llegado...La señorita
Bae no aparece por ninguna parte y el señor Bae está muy enfadado.
—¿Cómo? ¿Cómo es eso posible, señor Kim?
No había pensado que la falsa sorpresa le saldría tan bien.
—No tengo ni idea. —Se llevó las manos a la cabeza—. Nunca antes había pasado. No se ha llevado el móvil, por lo que no se puede contactar con ella.
—Señor, ¿se acuerda de la vez que Irene salió de fiesta y no fuimos capaces de contactar con ella? ¿No salió todo bien?
Seulgi estaba riéndose internamente, empapándose en la ansiedad de hacer algo a escondidas. El hombre se humedeció los labios, mirando al suelo.
—Tiene razón, Kang. Pero ahora tenemos la presión del señor Bae.
—Cierto… Eso complicará las cosas. El señor Bae lo quiere todo y ya.
Asintió, dándole la razón. Su mirada pasó por todos los tonos de desesperación y le dijo:
—En teoría no me había mandado informarle sobre esto. Debería de ir a su oficina en cuanto pueda.
—Gracias, Kim. Ahora mismo.
Se deshizo de su mochila y su abrigo, tirándolos sobre el sillón más cercano y subió las escaleras de dos en dos, preguntándose si estaría a la altura de las circunstancias, y aguantaría al escrutinio del señor Bae. Mentirle a Kim era un juego de niños, pero al picar a la puerta del despacho, se preguntó si tendría el mismo temple frente al padre de Irene. La persona a la que más ganas tenía en el mundo de estrangular. El hombre estaba sentado en su lujosa silla de cuero, recostado hacia atrás, bien peinado y afeitado, con el rostro lustroso y de una serenidad imposible.
—¿Se pregunta por qué mi hija no está esta mañana esperándola? —disparó, directo como sólo él sabía ser.
—No me había dado cuenta, señor.
—Mi hija ahora mismo está ilocalizable. ¿Tiene usted idea de dónde podría estar?
—No, señor.
—¿Nada? Pensaba que ustedes dos se llevaban bien. —Levantó una ceja, como si le pareciese un hecho extraño. Sacó su cajita de cigarrillos del bolsillo de su americana y colocó uno entre sus labios—. Comprenda que estoy muy preocupado. Si tiene alguna idea, debe decírmela de inmediato.
Seulgi no creía que ninguna de sus emociones fuese genuína. No estaba preocupado como un padre que no encuentra a su hija, sino como un hombre que había perdido un objeto de su posesión e intentaba disimular la rabia de haberlo perdido con una falsa preocupación.
Seulgi contestó después de analizar sus palabras.
—Lo haré, señor.
La mandíbula del hombre se tensó de repente, y su mirada parecía poder atravesar las paredes de la mentira de Seulgi. Tomó el cigarrillo entre los dedos para preguntar en voz firme, muy despacio:
—¿Está segura de que no sabe dónde está mi hija?
—No, señor —respondió con el mismo tono, sin dejar de mirarle directamente a los ojos.
Tan imprevisiblemente como empezó, se relajó sobre la silla y sacudió el cigarro sobre el impoluto cenicero de cristal.
—Váyase con el señor Kim. —Le indicó con un gesto de la mano—. Él le dirá qué hacer. No me importa de qué manera, traedme a mi hija lo antes posible.
—Entendido. La encontraremos pronto
Se levantó de la silla y dio un paso hacia la puerta, pero antes de girar el pomo, se volvió hacia Bae.—Si me permite la pregunta, ¿por qué la señorita no está?
—Esta chica es impredecible, inestable mentalmente. Ahora váyase, rápido.
—Disculpe una vez más, señor Bae.
Se escondió tras la puerta y en cuanto nadie pudo verla, apretó los puños y su rostro se contrajo en un grito silencioso. ¿Cómo se atrevía a habar así de Irene? Enseguida se recompuso, intentando volver a pensar con claridad. No podía escapar de una sensación de inquietud instalada en su pecho desde la noche anterior, que se extendía por todo su cuerpo y podía sentir crepitando en las puntas de sus dedos.
De repente, supo qué hacer para intentar quitarse un peso de encima. Entró a uno de los numerosos cuartos de la casa y llamó a Jimin tantas veces que pensaba que hundiría la pantalla.
—¡Seulgi! ¿Por qué me has llamado literalmente más de 30 veces? ¿Te has sentado encima del móvil?
—Esto es muy serio. Hoy trabajas de tarde, ¿verdad?
—Sí. ¿Por qué? —Por el repentino cambio en su voz, Seulgi casi podía ver su ceño fruncido en una mueca de concentración.
—¿Estás libre ahora mismo?
—Sí… Pero estoy en pijama.
—Necesito que vayas a mi casa cuanto antes y te lleves a Irene a tu piso. Nos veremos allí en cuanto termine de trabajar.
—Vale. Salgo ahora mismo, Seul.
—Gracias por hacer esto sin pedir explicaciones. Luego te lo contaré todo, te lo prometo. Te quiero.
Jimin se despidió también y colgó la llamada.
Respiró, aliviada de que esa parte del plan por lo menos pudiese llevarse a cabo. La siguiente parte, en fin. Sólo era improvisar.
Al poco rato, el personal se reunió para pensar una estrategia, de tal manera que buscarían el coche de Irene por toda la ciudad o alrededores. Se quiso pegar a sí misma por no haberse acordado del coche, el único cabo suelto. Era posible que no lo asociasen con su casa, pero el momento en el que el padre de Irene lo supiese, no tardaría en sumar dos más dos.
El resto del día, se dedicó a dar vueltas por diferentes barrios de Seúl mientras escuchaba la radio y se comía la cabeza con uno de sus compañeros de trabajo en el asiento de atrás. Todavía no podía ir a casa de Jimin, ni había podido comunicarse si quiera con él. De vez en cuando, su compañero comentaba algo como ‘vaya, todavía no aparece’ o ‘todavía no hay noticias, espero no tener que hacer horas extra’ y ella no podía estar más de acuerdo. Era una encrucijada, un callejón sin salida.
Después de mediodía, se reunió con el señor Kim y unos pocos más para compartir lo que habían obtenido, osea, nada, para la alegría de Seulgi. Y para añadir más leña al fuego y contribuir a la irritación con ellos, la conversación con ellos mientras comían fue algo como:
—Yo ya me olía que la señorita Bae estaría hasta las narices de su padre.— Dijo en tono confidencial uno de ellos
—La chica es tan desagradable como él, y nos ha cargado a nosotros la responsabilidad de traerla a casa como la niña malcriada que es. Seulgi arrastraba los palillos por el fondo de su bandeja de comida, sin apetito.
—Venga ya. No es tan mala —intentó sonar como si no le importase, como si solo fuese una charla más.
—¿La defiendes? ¿No tuviste problemas con ella al principio? —preguntó su compañero.
Seulgi se encogió de hombros y no dijo nada más mientras tenía que escuchar cómo esa gente se quejaba, por desgracia, con razones muy legítimas de Irene. Pero no dejaba de molestarle. La parte buena es que tenían tan pocas ganas de hacer su trabajo bien como Seulgi.
—Este hombre me desgasta tanto… Deberíamos quedarnos aquí 15 minutos más.
—Se va a enfadar más —dijo Kim, cansado.
—No creo que sea posible estar de alguna manera más enfadado que como está.
Los hombres rieron sin ganas.
Decidieron dividirse más para peinar un área mayor. De alguna, convenció a ese hombre, Yun Shinmin o algo así, para que fuese con sus otros compañeros de trabajo y ella se quedase sola en su coche, y fue la primera en ofrecerse para recorrer su barrio, con la excusa de que lo conocía bien, para que la idea formándose en su mente pudiese dar algún resultado.
Pensaba que el día estaba pasando con una relativa calma dentro de la presión que albergaba.
Circulando por las calles cercanas a su piso, se agarró con fuerza al volante cuando vio el coche de Irene, intacto y aparcado bastante torcido, como si se hubiese marchado prácticamente en marcha.
Aparcó delante de su edificio, alto pero no demasiado moderno, y miró las ventanas de su salón. No parecía que nada se raro ocurriese detrás de las cortinas del quinto en el que vivía, pero el mal presentimiento quiso hacerle ir a comprobarlo.
Se dirigió dentro con la respiración agitada. Intentó mantenerla estable, contando hasta diez con la cabeza mientras cruzaba la puerta abierta de su portal y se subía al ascensor.
Las manos le temblaban mientras intentaba sacar sus llaves del bolsillo sin hacer ruido. La puerta seguía exactamente igual que como la dejó esta mañana, no parecía forzada ni maltratada de alguna forma.
Con cuidado, la abrió y vaciló antes de entrar. Abrió la puerta primero, de un golpe brusco, pero no oyó absolutamente nada.
Dio unos pasos dentro, pero a penas le dio tiempo a mirar a dos metros de distancia porque unas manos la agarraron por detrás.
Ahogó un grito, mezcla de sorpresa y dolor. No podía ver el rostro de quien la sujetaba con tanta fuerza que pensaba que se ahogaría y le tapaba la boca con la otra mano. Sus mangas eran de un traje demasiado parecido al suyo. No podía ser.
El señor Bae salió de su habitación con un bulto lila bajo el brazo, y se intentó acercar a ella, mostrándole el vestido, arrugado y manchado de sangre por algunas zonas. El vestido de Irene. Un sudor frío formó gotas en su frente mientras el político empezó a hablar.
—¿Es así cómo agradeces trabajar para mí, mentirosa?
¿Quién se creía que era? Seulgi lanzó una patada al señor Bae, que se había acercado demasiado para su gusto. La esquivó por poco y además se llevó un golpe contundente en las costillas como respuesta.
—Tienes suerte de no estar en una cuneta, zorra.
No contestó, mirándole con una rabia que fluía por todo su cuerpo y le impedía quedarse quieta. El señor Bae le dedicó una sonrisa burlona.
—Me has mentido a la cara, y durante un momento, me convenciste. Pero siempre he sido escéptico contigo, ¿sabes? Siempre me he preguntado cómo una mujer puede hacer este trabajo. Pensaba que ser guardaespaldas no era posible para vosotras, pero me he dado cuenta de que haces este trabajo mejor que nadie. La loca de mi hija era incontrolable, me pregunto qué le habrás hecho.
—¡No hable así de ella! —gritó Seulgi.
La respuesta de Bae no fue verbal. Se llevó un puñetazo en la cara que se sentía como chocar contra cemento armado. Mientras el mundo se veía negro, la voz del hombre rebotaba apagada en la cabeza de Seulgi.
—Ya sé por qué… Vosotras dos… ¡Qué puto asco! —montó en cólera—. ¿Cómo pude tener semejante monstruo bajo mi techo? Como le hayas pegado tu enfermedad a mi hija, te mataré.
Siguió despotricando. A Seulgi le pareció ridículo tener que aguantar esto. Controló las ganas de sonreír de pura desesperación y dejó su cuerpo lo más inerte posible, de manera que el hombre tuvo que evitar que se cayera.
Mientras tanto, el señor Bae seguía despotricando y amenazando a Seulgi de diversas maneras.
—Señor, creo que no puede escuchar nada —dijo el hombre, de voz clara y agarre fuerte.
—¿Está inconsciente? Bah, despertará.
Durante un momento, el hombre bajó guardia, y Seulgi se tomó eso como su señal para zafarse y sacar la pistola del desconocido de un movimiento rápido. Antes de que ninguno de los dos hombres se diese cuenta de lo que estaba pasando, uno de ellos estaba en el suelo, dolorido, y el otro desconcertado al ver a Seulgi correr hacia la cocina. Allí agarró uno de sus cuchillos mientras apuntaba al guardaespaldas con la pistola.
—Todo el mundo quieto —dijo con voz firme, agarrando con fuerza el mango del cuchillo.
El guardaespaldas se levantó del suelo, con una sonrisa mezquina en el rostro, pero no duró mucho porque el cuchillo de cocina voló directo a su muslo y se clavó limpio.
La sangre empezó a inundar su pantalón gris y se cayó al suelo con lágrimas en los ojos.
—Inútil —musitó Bae.
—¿No me has oído? Quieto.
El objetivo de la pistola pasó a ser el señor Bae. La mano de Seulgi temblaba más de lo que le gustaría, presa de la adrenalina.
—Señor Bae, esto es un delito de allanamiento de morada, ¿lo sabe?
—Nada es un delito si tienes pasta, niña.
Apretó más las manos alrededor del gatillo y le siguió con el cañón mientras el hombre hacía caso omiso de la amenaza de Seulgi y se sentaba en una silla.
—¿No crees que mentirme haya sido un error? ¿No se enfadará tu jefe cuando le cuente tu insubordinación?
Seulgi no contestó, y como Bae Jungho no soportaba no monopolizar la conversación siempre que podía, continuó con su discurso.
—Ya he hablado con Jung, y estás despedida. Desde hoy ya no vas a volver a acercarte a mi casa sin salir cosida a tiros.
—No necesito trabajar para la persona más repulsiva de este país.
El señor Bae rió.
—Tienes agallas, niña. Pero te arrepentirás de esto.
—No se equivoque, señor Bae —encañonó la pistola contra su sien—. A la larga, va a tener que
pedirme clemencia a mi, y sobre todo, a su hija. Ya verá cómo cambian las tornas.
No estaba muy segura de ello, pero no vaciló un instante.
—Ahora, fuera de mi casa o le pego un tiro.
El señor Bae levantó sus comisuras con desprecio. Presionó más el cañón contra él cuando llevó la mano a su bolsillo. De él sacó un pequeño bloc y un bolígrafo que parecía costar más dinero que todas sus pertenencias juntas. Giró el mecanismo con un clic para firmar el cheque vacío que le enseñó a Seulgi.
—¿Cuánto quieres por decirme dónde está mi hija?
La sangre le hervía sólo con pensar que el señor Bae creía que Irene podía de alguna manera comprarse.
—No pienso aceptar nada suyo.
—Vas a arrepentirte de esto —Sonrió mezquinamente—. Podrías haber escogido la opción fácil, una casa en la playa con una cala privada y olvidarte de mi familia, pero has decidido complicarlo todo.
—Que yo sepa, soy yo quien tiene su vida en mis manos.
El hombre negó con la cabeza a pesar del arma en su frente.
—Niña, no te equivoques. Yo siempre gano.
Tres hombres irrumpieron en su salón, como una manada de animales, vestidos exactamente igual que ella y apuntándola con pistolas idénticas a la que tenía en sus manos.
Sabía que no tenía nada que hacer. Todos estos años de profesión para acabar superada en número. Intentó no perder el control, pero nunca había pensado que se encontraría en esta situación, que empezaba a ser demasiado para su cabeza.
—Aléjate y deja la pistola en el suelo.
Al principio no reaccionó. Sus músculos no se movían como ella quería. Su cerebro se estaba apagando, y ya no podía pensar con claridad. Hizo como pidió, muy despacio, sin saber a dónde mirar. Bae, crecido en su éxito, hizo señas a uno de los hombres y este se acercó. El otro hombre tomó el bolígrafo y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.
—No tendrías que haberme dejado sacar el boli. Cuando lo giré les mandé una señal para que viniesen. —Sonrió triunfante.
—Ahora mismo estás en una situación muy delicada. Podría matarte… —Se rascó la barbilla—. Sería la manera de que mi hija pagase por lo que ha hecho. Pero no me gustaría cruzar la línea, todavía no. Porque necesito que le entregues un mensaje. Deberías aceptar, si no quieres que tu vida termine aquí y ahora. ¿Hay trato?
Seulgi se mordió el labio, perdiendo los estribos poco a poco, sin saber qué tendría que decirle a la chica.
—¡Responde!
—Lo haré, señor.
—Buena chica…
Sacó un sobre y un papel. Con toda la calma del mundo, garabateó unas palabras y lo metió dentro de un pequeño sobre de papel. Se levantó y se acercó demasiado a Seulgi, que no tuvo el nervio suficiente como para moverse. El hombre agarró la solapa de su traje con la punta de los dedos e introdujo el sobre, que casi parecía una carta normal y corriente, dentro del bolsillo interior de Seulgi. Esta tragó saliva, sintiendo el peso dentro de su chaqueta.
—Qué asco —dijo el señor Bae, soltando el traje como si quemase—. Lo de mi hija y tu es repugnante. Pero por fin me he dado cuenta de cuál era el problema de Irene. Ahora ya sé exactamente cómo curarla.
—No le pongas un dedo encima —dijo Seulgi con las pocas fuerzas que le quedaban—. Ni se te ocurra.
El señor Bae dio un paso atrás, tan alterado que la vena de su cuello amenazó con explotar.
—¡Estás comprando muchas papeletas para morir esta tarde! ¡Cómo te atreves a decirme qué puedo hacer o no hacer con mi hija!
Volvió a agarrarla del traje y su aliento abrasó a Seulgi.
—Dormidla.
Los tres hombres corrieron hacia la indefensa Seulgi, y aunque intentó resistirse a base de golpes ciegos y tirones, tres contra uno fue suficiente para encontrarse inmovilizada, con un brazo apretando su cuello. Tras unos agónicos instantes, en los que sus propios pensamientos se oían lejanos y pensaba que de verdad sería el fin de su vida, todo se volvió negro.
18…………..
Abrió los ojos de repente, en su apartamento vacío, como hubiese despertado de un sueño. Un olor penetrante a lejía le hizo arrugar la nariz. Miró el techo a oscuras y supo que era de noche por la luz espectral que se colaba a través de las cortinas, aunque no podía decir si eran las 8 de la tarde o las 4 de la mañana.
Se levantó, todavía un poco confusa y dolorida. La mancha de sangre ya no estaba, todo estaba colocado y el vestido de Irene había desaparecido. Algo sólido le molestaba en el pecho al respirar. Buscó dentro de sus bolsillos y encontró el sobre de papel doblado contra su pecho y de pronto recordó lo que tenía que hacer.
Corrió como si la hubiese poseído un espíritu y saltó las escaleras de dos en dos hacia la calle, para ver que su coche seguía exactamente como estaba. Condujo a casa de Jimin, como había acordado, con la idea de simplemente desplomarse en la cama nada más llegar. Subió al piso en piloto automático, sin pararse a pensar nada de lo que hacía. El miedo todavía no había abandonado su cuerpo. Sin embargo, sus amigos consiguieron devolverla a la realidad.
Al principio, cuando apareció herida y agotada bajo el marco de la puerta, oyó exclamaciones de sorpresa y preocupación.
—¡Seulgi! ¡Estás aquí!
—¿Qué te ha pasado en la cara?
—¿Qué está pasando?
Irene corrió hacia ella y soportó su peso en un abrazo apretado. Jimin pasó el brazo de Seulgi sobre sus hombros y la sentó en la silla de la cocina. Yeri le sirvió un té y Sooyoung sacó una bolsa de hielo para su cara.
Todo el mundo le hacía muchas preguntas y ella no se acordaba de cómo hablar. Irene parecía más alterada que todos los demás, y eso que nunca había visto a Jimin tan inquieto. La chica se movía aquí y allá, cruzaba y descruzaba los dedos hasta que Jimin también le pidió a ella que se sentase.
Después del te, con los huesos calientes de nuevo y un poco de sensación de estar realmente viva y no en un limbo extraño, consiguió preguntar en voz baja y rasposa:
—¿Qué tal estuvo tu día, Irene?
La pregunta pilló desprevenida a la chica, que rápidamente se dio la vuelta hacia ella.
—Bien. Jimin fue a buscarme a tu casa y me asustó un poco.
—¿Un poco? —intervino Jimin—. Me amenazó con un cuchillo. Pero ahora somos amigos, ¿a que sí?
El chico apoyó su antebrazo sobre el hombro de Irene. Ella sonrió incómoda, pero asintió.
—¿De verdad le amenazaste? —preguntó Joy con la boca llena de las galletas que Jimin se había pasado toda la tarde haciendo.
—Estoy teniendo una semana complicada —dijo Irene con pesadez.
Seulgi estaba segura de que Irene no pretendía que sonase gracioso, pero arrancó una carcajada del grupo.
—¿Y tú, Seulgi?
Se llevó la mano al pecho y palpó el sobre sin contestar a Jimin.
—Tu padre me dejó marchar con la condición de darte esto. —Se inclinó sobre Irene—. No tengo ni idea de qué pone dentro.
El sobre de papel dejó de pegarse a su pecho como un sello ardiente. Irene lo desenvolvió con dos rápidos movimientos, como si fuese a explotar. Leyó sobre el hombro de Irene la caligrafía pulcra del señor Bae.
¿Por qué corres, Irene? ¿No tienes suficiente en casa? ¿No tienes todo lo que quieres, y más? Me he esforzado por dártelo, y aún así, tienes la valentía de no respetar las pocas reglas que te he puesto. Dime que no es fácil seguirlas. Sólo tienes que pasar por casa una vez al día y ni para eso sirves.
Y si eso no es poco, todavía decides marcharte con esa mujer. Es una abominación contra la naturaleza y todo lo que está bien. He sido permisivo mucho tiempo, pensando que los hombres que te presentaba no eran suficiente para ti, pero resulta que no era exigencia, sino que hay un defecto, que va a arruinarte la vida y debes corregir cuanto antes.
No le dio tiempo a leer más, porque Irene estampó el papel contra la mesa. Luego arrugó dentro de su puño hasta que se hizo una bola irregular. Empujó la silla, y corrió fuera de la cocina. Seulgi se levantó tras ella, bajo la mirada de sus amigos.
—¡Espera!
No tuvo tiempo de dar explicaciones, necesitaba hablar con la chica cuanto antes. Siguió a Irene hasta la habitación de Jimin, que ya le resultaba tan familiar como la suya propia. No era muy grande, y estaba a oscuras. Las paredes blancas estaban decoradas con pósters de grupos indie y recuerdos del chico, así que casi parecía invasivo estar allí sin él, pero tampoco le parecía que hubiese otro sitio en el que estar a solas. Y necesitaban un momento, sólo ellas dos, para intentar averiguar cuál era la salida del laberinto en el que las habían encerrado.
Irene gruñó y se quedó de pie, de brazos cruzados en medio del cuarto.
—Voy a volver.
Derrochaba una seguridad que Seulgi nunca había visto en ella, pero la idea de que regresara después de ver con sus propios ojos cómo le afectaba estar en esa casa enorme y llena de recuerdos dolorosos le provocaba náuseas. Cerró los ojos con fuerza. Esa no era la solución. No podía serla, se negaba que después de todo por lo que había pasado hubiesen terminado en un callejón sin salida.
—No. Ya has tenido que soportar demasiado.
—No me trates como si no supiese de lo que hablo. Será mil veces peor si no vuelvo —escupió Irene. Seulgi se acercó un paso más y empezó a hablar atropelladamente.
—Podemos escapar de él, estoy segura. Si intenta hacer cualquier cosa tenemos pruebas de sobra. De hecho, podría ir ahora mismo al hospital, para hacer un parte médico y…
—Seulgi —interrumpió la otra chica—. Tú no tienes de qué huir. No te metas más en esto.
—Estoy metida en este montón de mierda desde hace mucho tiempo. No puedo hacer como que no existe, como que no va conmigo, Irene.
Sus dedos apretaron ligeramente sobre la mano de la chica.
—¿Por qué haces esto por mi? —Irene se deshizo de Seulgi y se dio la vuelta— ¿No ves que sólo consigues meterte en problemas más grandes que tu?
—No tenía elección, me acorralaron —dijo Seulgi, recordando lo que había pasado unas horas antes.
—¿Por qué te acercas a mí? ¿Por qué dejas que me quede en tu casa? ¡Tendrías que haberme mandado a la mierda! —Una ira ciega invadió a Irene. Seulgi notaba cómo perdía el control.
—¿Por qué me ayudaste? —preguntaba Irene sin esperar una respuesta—. ¿Porque te doy pena?
—¡Lo hice porque te quiero! ¡Y no descargues tu rabia conmigo en vez de con quien se la merece de verdad!
La paciencia de Seulgi llegó al límite, y estalló con un grito que dejó a Irene confusa. Nunca antes había levantado la voz así.
Lentamente, la expresión de Irene fue mudando desde ese mal enfado a una pequeña mueca de sorpresa. Tanteó a Seulgi, comprobando de alguna manera si seguía allí. Esta se había quedado en silencio, petrificada y fría. El tacto de las manos de Irene sobre sus muñecas, repasando el borde del puño de su camisa, hizo que saltase por dentro. Instintivamente la atrajo hacia ella, y sujetó su cuerpo pequeño, olvidándose de todo lo que dijo durante un momento.
—No me puedo creer que mi padre también la haya tomado contigo. No puedo perdonármelo —susurró Irene, negando con la cabeza.
La chica se separó y mirando al techo, dio unos pasos por la habitación.
—Dios, me he preocupado muchísimo mientras no estabas. Llevo desde que Jimin vino a buscarme con una mal presentimiento. —Apretó los puños y los soltó de repente, exhalando fuerte—. ¡No quería que te pasase nada de esto!
—Estoy bien, Joohyun. Viva y contigo.
Con el ceño fruncido y la boca muy recta, Irene posó las manos sobre las mejillas de Seulgi, intentando no hacerle daño. La miró a los ojos durante un momento, brillantes y oscuros en la penumbra.
—No quería decir nada de lo que dije antes. Perdona...
Miró hacia el suelo, sin poder sostener más la mirada. Seulgi se mordió el labio inferior, aceptando la pequeña disculpa de la chica. Se quedaron en silencio, demasiado cerca la una de la otra como para separarse y volver con los demás.
Sentía que se mareaba cuando las manos de Irene se aferraron al cuello de su camisa y desataron un poco el nudo de su corbata. Después deshicieron un botón que estaba empezando a ahogarla.
—Ponte cómoda —murmuró Irene, metiendo los dedos entre su camisa y su chaqueta— y quédate conmigo.
Sólo podía ver los labios de la chica, a unos pocos centímetros de los suyos, y estaba segura de que ella sentía bajo sus dedos la tensión en su cuerpo.
La besó de una manera nueva para Seulgi: áspera, cargada de sentimiento. Se derretía en sus labios como nunca antes, aguantando los tirones de Irene sobre su ropa, arrastrándolas sobre la cama. Cedió y dejó caer suavemente a la chica. Tiró la chaqueta por ahí y subió las mangas de la camisa.
—Antes te he dicho que no las pagues conmigo, pero si es de esta manera, está bien.
Irene rió entre dientes.
—Ven aquí y cállate.
—No me voy a callar.
Se sentó sobre Irene, y antes de besarla de nuevo, dijo para si:
—Qué guapa. Demasiado.
Mientras tanto, Irene iba haciendo de las suyas, quitándo la corbata y la camisa de en medio, tan brusca como antes. Cuando iba a llegar al enganche del sujetador, Seulgi agarró sus antebrazos y negó con la cabeza.
—No seas impaciente.
Sujetó sus brazos mientras bajaba por su cuello e Irene dejaba salir pequeños suspiros.
—Tú también estás enfadada —le dijo con la voz entrecortada.
—O puede que sólo te tenga muchas ganas.
Le quitó la camiseta, y a base de besos húmedos y pequeños suspiros llegó a su clavícula.
Irene enredó una mano en el pelo de la chica mientras que con la otra buscaba más piel para tocar.
—Mierda. —Irene se tapó la cara con las manos—. No deberíamos hacer esto ahora, ¿qué van a pensar tus amigas de mi?
Seulgi rió, un poco avergonzada. Se tumbó al lado de Irene.
—Seguro que a nadie e importa.
—Encima, en la cama de tu mejor amigo.
—Qué más da. Si pudiese, él también lo haría.
Irene rió, pero era una risa vacía. Sus dedos trazaron los abdominales de Seulgi, suaves, mientras la miraba a los ojos.
—No podemos quedarnos aquí para siempre.
Seulgi hizo una mueca de preocupación. Era consciente, pero no quería dejar su momento marchar tan pronto. Todo podía esperar si se trataba de Irene.
—Lo sé. De momento, volvamos con ellos.
10 minutos más tarde, se sentaron junto a las otras personas en la mesa de la cocina, intentando fingir que todo iba mejor de lo que estaba yendo.
—Yoongi acaba de venir con pizzas —Jimin intentaba contener la risa mientras hablaba, sin mucho éxito—, pero no os avise porque no quería entrar a esa habitación.
Tanto Seulgi como Irene le fulminaron con la mirada.
—Tenéis algo en común: No sabéis pillar una broma, madre mía.
Yoongi entró a la cocina, con las manos en los bolsillos. Con su voz suave, le dijo a su novio:
—Jimin, no están para bromas.
—Sí, hoy no es el día —subrayó Seulgi—. Además, puedo contarle a Irene cómo os conocisteis. Eso sí que sería divertido.
Yeri y Joy rieron, y Jimin puso los brazos en jarra, indignado.
—Encima de que te compro pizza…
—Bueno, Irene, escucha— Seulgi miró hacia ella—. Jimin, estas dos—señaló a Joy y Yeri—, otra chica y yo estábamos en un karaoke. Un poco bastante borrachos.
—Jimin el que más —puntualizó Yeri.
El mencionado chasqueó la lengua y Seulgi continuó hablando.
—Dijo que iba al baño un momento, pero no volvía. Pasaron 5 minutos y fuimos a mirar, pero tampoco estaba en el baño. Así que, de la que volvíamos, nos dio por asomar la cabeza en la sala de al lado, y Jimin estaba abrazado a Yoongi, llorando, y diciéndole que era muy guapo y que le perdonase por beberse su cerveza.
—Además estaba con sus amigos, dos tipos altísimos y súper intimidantes, que estaban igual de sorprendidos de que estuviese allí como nosotras —dijo Joy.
Irene miró a Seulgi levantando las cejas, y dejó salir una risa clara.
—No te dejes engañar por Jimin. Aunque parezca muy inalcanzable es un poco pringado.
—Se terminó la hora de burlarse de Jimin —dijo el chico—. Ahora tenéis que hacerme un cumplido cada uno para compensarlo.
La noche se pasó rápida para todo el mundo, y antes de que les hubiese gustado, Joy y Yeri se marcharon, porque según sus palabras,‘al día siguiente tenían que trabajar, no como otras’ a lo que Seulgi respondió con un ‘yo también te quiero, Yeri.’
Habían hablado, con el mayor tacto posible, sin entrar en muchos detalles, del problema que Irene había tenido, y se mostraron muy dispuestos a ayudar. Seulgi sabía que siempre podía contar con ellos, y le gustaba que Irene también lo supiese. Más tarde, se fueron a dormir a la cama de Jimin, porque este insistió en dormir en el sofá, y Yoongi en un colchón extra. Seulgi se negó mil veces, pero Jimin, y sobre todo Yoongi, eran demasiado generosos.
Seulgi se movió, de manera que pudo ver el rostro de Irene, pálido en la oscuridad. La alegría no duraba nunca mucho tatuada en ella. Antes había reído y conversado, nunca la había visto igual de cómoda cuando había más de dos personas en la habitación. Siempre se iba tan rápido como aparecía, y eso le preocupaba.
—¿Estás bien, Joohyun?
—Sí…
Dejó que la escueta respuesta se desvaneciese en la oscuridad de la habitación antes de continuar.
—Tienes mucha suerte de tener amigos de verdad. He estado muy sola, y con gente que me hacía más mal que bien.
—Ahora ya no. Son tan amigos tuyos como míos.
Irene no respondió, seria y con la mirada fija en Seulgi.
—¿Qué vamos a hacer? No podemos quedarnos aquí.
—¿Por qué no? —Seulgi seguía teniendo una pequeña esperanza de que las cosas pudiesen parar ya, y terminar con todo este tema.
—No quiero que ellos corran peligro también.
—Yo tampoco. Tenemos que pensar en algo, pero ahora mismo no. Mañana.
—Sí, mañana.
Irene cerró los ojos y se dejó abrazar por Seulgi. Ella también cerró los ojos, tan cansada que si cuerpo no lo hiciese automáticamente, se olvidaría de respirar. Lo último que oyó antes de caer rendida fue la voz de Irene, rogándole.
—Quédate cerca de mí.
19………..
Irene gruñó, dejándose caer sobre la cama. Nunca le habían gustado los hoteles. La hacían sentirse demasiado importante, y a la vez, muy sola. Esa habitación era como todas las habitaciones de hotel del mundo: oscura, intentando aparentar lujo, muy vacía y triste. Seulgi hizo lo mismo a su lado. Sentía que ya no la miraba de la misma manera. La Seulgi ojerosa, malhumorada y con un moratón con mala pinta en la cara no era la Seulgi que había conocido, pero entendía las razones por las que podía estar así. Estar en tensión constante le quitaba las energías a cualquiera, pero hacía difícil descansar de verdad.
Estaba demasiado asustada como para preguntarle. Los dos últimos días habían sido agotadores. No se habían movido por más de tres sitios, pero habían tenido que mirar muy bien dónde pisaban. Para empezar, una pesadilla despertó a Irene de madrugada, y no pudo volver a pegar ojo. Cansada como si llevase una mochila de piedras, lo primero que hicieron, fue pensar en cómo coger las cosas de Seulgi. Yoongi y Jimin se acercaron a su portal, y preguntaron al portero si había visto algo extraño en el edificio. El hombre le contestó que todo seguía tal y como estaba, como era normal. El señor Bae no solía dejar muchas pruebas.
—Necesitamos coger unas cosas de casa de mi tía. Un divorcio un poco tormentoso…
Jimin tenía una habilidad sorprendente para poner excusas, y que además fuesen creíbles.
Después, por la tarde, intentaron reservar un hotel, pero cuando ya estaban a unos pocos pasos de la puerta, Irene Irene frenó en seco. Juraba que un hombre las había seguido, pero no estaban seguros. Seulgi creía que podía ser coincidencia, porque un hombre de mediana edad se había bajado del coche que había seguido todo el rato a su taxi para justo entrar en el hotel. Fuese o no, no merecía la pena correr el riesgo, así que se fueron a otro.
Tras el susto, no habían querido salir de su habitación. Como si fuesen criminales huyendo de la justicia, se encerraron allí dentro. Seulgi seguía en modo luchar-huir, y su cabeza solo podía pensar en planes a, planes b y planes c por si acaso.
—Hay que sacarte de aquí. No estás segura en este país.
Otra vez, volvían a hablar de lo mismo.
—Salir de Seúl es fácil, pero sin pasaporte, no puedo ir a ningún lado.
—Es verdad.
Seulgi no se rendía. Llevaba dándole vueltas en la cabeza a una solución todo el día. Cada hora o así proponía otra cosa diferente, pero todo era imposible de llevar a cabo, o necesitaba más dinero del que podría llegar a soñar. Ese era otro problema: Irene no tenía dinero, y dependía más de lo que le parecía aceptable del de Seulgi.
—A lo mejor irse de Seúl un tiempo no es una mala opción —dijo Irene—. Me las apañaré para conseguir un trabajo, y con suerte a ti dejarán de perseguirte.
—¿Crees que no iría contigo?
—Oh.
Irene se congeló, mirando a una esquina del cuarto. Siempre había pensado que en el momento en el que huiría, lo haría sola, y tendría que buscarse la vida.
—Iría contigo a donde hiciese falta.
—No… No puedo quitarte tu vida aquí.
Seulgi acarició su mejilla, pero eso no la hizo sentirse menos culpable.
—Me da igual.
Sus ojos no podían a penas mantenerse abiertos, pero le dedicó una sonrisa tonta. La primera desde hacía mucho tiempo, aunque no fuese del todo cierta.
—¿Estás cansada, Seulgi?
—Mucho.
—Duerme. Yo me voy a quedar viendo la tele un rato.
Joohyun se quedó sentada sobre la cama, y Seulgi se acurrucó al lado de su espalda. Se inclinó sobre ella, y susurró:
—Haría cualquier cosa porque fuesemos una pareja normal.
Seulgi respondió con una risa ahogada, e Irene enredó las manos en su cabello, moviéndolo suavemente hasta que se quedó dormida. Veía la tele, pero no se enteraba de qué pasaba. Al final, harta de no encontrar nada que ver y de que el ruido de su cabeza fuese más fuerte que el de un reality show sobre tartas, apagó la tele. Pero tampoco podía dormir. Se preguntaba a sí misma por qué Seulgi era capaz de hacer todos esos sacrificios por ella y ella no era capaz de terminar con el problema de raíz. La solución aparecía en su mente, sencilla y compleja a la vez. Necesitaba arrancar los pétalos de una flor, diciendo ‘lo hago’ o ‘no lo hago’ cada vez que quitase uno, o echarlo a cara o cruz, porque una de las dos opciones pesaba más que la otra.
Su instinto le decía que huyese, cuanto más lejos mejor, pero el deseo de proteger a la chica que dormía a su lado eran mucho mayores. Tanto que estaba dispuesta a arriesgarlo todo, volver a casa de su padre, robar el USB con sus fotos y su pasaporte y marcharse por fin.
Miró a su derecha y la vio tan vulnerable y tan pequeña que no tuvo el valor de despertarla. Le dio un pequeño beso en la cabeza y se levantó de la cama. Cogió un boli y un papel, y se puso a escribir.
Seulgi:
He hecho esto porque estoy harta de no tener agencia sobre mi vida. Sé que no querías que lo hiciese, pero es lo que debo. No se trata de una venganza contra mi padre, sino de apropiarme de lo que es mío y no volver a verle nunca más
Nos vemos por la mañana, si todo sale bien. Cuando despiertes, todo estará arreglado. Gracias por todo lo que has hecho por mí, por ser mi inspiración. No te olvidaría ni aunque pasen 100 años hasta que nos volvamos a ver.
Te quiere,
Bae Joohyun.
Y se marchó directa a la boca del lobo, dispuesta a ser devorada con tal de ser libre.
20………….
Caminó por el borde de la carretera, entre la maleza, sin ver lo que había dos pasos por delante ni por detrás. Siempre había odiado estar rodeada de tanta tierra alrededor, como el rey ahogado en el ajedrez.
Vio un par de luces frontales deslumbrar a la vuelta de la esquina y saltó entre los arbustos. No podía ser vista, y con suerte, si quien iba dentro del coche la había ignorado o había pensado que se trataba de algún animal. En ese bosque había ciervos. Lo sabía porque su padre los cazaba, y si la descubría, terminaría como una de esas cabezas taxidermizadas en su despacho. Al más mínimo ruido se daba la vuelta, pero siempre descubría que no era nada. Mientras rodeaba el perímetro de la finca, buscando la zona del jardín más oscura y frondosa para colarse por ahí, se preguntaba qué estaba haciendo, pero ya era muy tarde para irse. Llamar a Seulgi para que la fuese a buscar ya no era una opción.
Atravesó el jardín, desierto y frío, casi a ciegas. Pronto sus pies corrieron sobre madera.
La puerta no se abría, y con un último esfuerzo la zarandeó, haciendo demasiado ruido. No le dio tiempo a pararse a pensar, porque una sombra detrás de la puerta la hizo volver en dirección al jardín. Oyó cómo la puerta se cerraba detrás suyo y alguien corría detrás de ella, pero si se giraba y se daba la vuelta, todo estaría perdido. Una mano se agarró en su hombro, haciéndola parar en seco.
—Quieta. —La voz de Kim la hizo apretar la mandíbula—. No voy a entregarte a tu padre.
—¿Y qué quieres a cambio? —preguntó Irene, sin aliento. En esta casa, todo era a cambio de algo.
—Nada. Haz lo que tengas que hacer y después vete.
—No te voy a dar las gracias por esto, si eso es lo que buscas.
Le dolía estar tan sola, pero lo que más le dolía era que las personas que tantos años habían pasado a su lado no hubiesen hecho nada por ayudarla, Kim incluido. Estaba segura de que sabían todo lo que pasaba. Era imposible que después de tanto tiempo en el que su padre prácticamente jactándose de lo que él y su hermano hacían, nadie le hubiese preguntado nunca cómo estaba.
—No puedo. Algún día te enterarás de la historia entera. Ahora entra. No subas por las escaleras principales, sube por las de detrás.—Advirtió.
—¿Cómo que la historia entera? ¿Qué es todo esto?
—Ahora no podemos pararnos a hablar, Joohyun.
—¿Joohyun? —preguntó, dándose la vuelta para mirarle a los ojos—. ¿Mi madre, qué tiene que ver en todo esto?
—Vete.
Joohyun corrió, intentando no hacer ruido. Vio la puerta de su habitación desde fuera, y se despidió de ella. Ya era cosa del pasado.
Varios pasillos más allá, la puerta cerrada habitación de su padre se imponía entre ella y su seguro de vida. Tenía que robar el arma de su mesita de noche o morir en el intento.
Hizo el mínimo ruido que se podía hacer para abrir la puerta sin despertar a su padre y su corazón sonaba tan fuerte que temía que hiciese más ruido que sus pisadas. Le vio durmiendo, y quiso estrangularle. Lo primero en lo que pensó fue en terminar con su vida. Sería tan fácil como apagar una vela, un chasquido y ya está. Su pecho dejaría de subir y bajar y nunca más volvería a oír un sólo insulto. Se acabaron los años de torturas, el dolor y las heridas.
Durante un momento, parecía lo adecuado.
Apretó los puños, sin saber qué hacer. No podía ser lo correcto. Ese día quizás no fuese el día en el que el corazón de su padre debía latir por última vez. Así que abrió el cajón de su mesita y sintió el frío peso del arma. La levantó con cuidado y temió que el temblor de sus dedos la hiciese fallar.
Estaba tan nerviosa que pensar se sentía como sintonizar una emisora sin conocer la frecuencia, todo molestos ruidos indescifrables. En cuanto la tuvo entre sus manos, se dio la vuelta y empezó a caminar a tientas en la oscuridad hacia la puerta abierta, sólo un milímetro que dejaba pasar un reguero de luz. A punto de llegar, su pie tropezó con algo, y el corazón se le cayó al suelo del susto.
Una botella como la que había blandido contra ella hacía tan poco que todavía sentía las heridas rodó empujada por una patada, repiqueteando contra el suelo. Su padre se dio la vuelta, y al poco empezó a roncar suavemente. Esta vez no se había convertido en un animal atropellado.
A continuación se coló en el despacho con el mismo cuidado. Las cabezas de ciervo en la oscuridad la saludaron con sus ojos inertes otro día más, por suerte, el último de su vida.
Tanteó el camino hacia el cuadro detrás del escritorio y arrancó el retrato de su padre de su sitio.
Como en cualquier película de espías, debajo estaba la caja fuerte. Quizas esa fuese la parte más difícil. Giró la ruedita, marcando la primera combinación que conocía. Su padre no era especialmente cuidadoso con ella y había abierto en más de una ocasión la caja delante suyo. E Irene era más lista y más rebelde de lo que nadie había calculado.
Con un pequeño clic, la pequeña puerta se abrió. Suspiró, aliviada por el golpe de suerte y miró el contenido. Ojeó el contenido, su nerviosismo creciendo otra vez.
—No, no. No está… —suspiró
Sobres, multitud de discos duros, un fajo de billetes, pero no su lápiz de memoria.
Miraba arriba y abajo, por si se le había escapado. Si no estaba allí, no se le ocurría ningún otro sitio.
—¿Buscas esto?
Aquella voz otra vez. Tendría que haberle matado mientras pudo. Ahora no se sentía capaz de usar la pistola que sentía quemar contra su mano.
Se dio la vuelta y entre los dedos de su padre estaban aquellas fotos.
—Dámelas. Tengo tu pistola.
—¿No se te ocurrirá usarla contra mí? —preguntó—. Contra tu propio padre.
Bae Junho era experto en hacer volver la situación a su favor, pero no iba a hacer dudar a Irene.
—Tú no eres mi padre. Un padre nunca haría lo que tú haces.
—Y cuánta razón tienes. No soy tu padre y nunca lo he sido. —Se encendió un cigarrillo, impasible a la mueca de rabia de Irene—. Eres hija de otra persona, porque la zorra de tu madre me engañó con otro. Y desde entonces he hecho vuestra vida imposible. Me ha sido imposible quererte, porque eres fruto de una traición. Ojalá tu madre se esté retorciendo en su tumba, y si supiese quien es tu padre, también. Por desgracia, los muertos no hablan, ¿no crees?
Irene chilló de rabia, apuntando al hombre.
—¡Por qué me has hecho esto!
—No grites, querida. No quiero que todo el mundo se despierte.
Se acercó en un par de zancadas a Irene y esquivó el cañón del arma. Sacó el cigarrillo de su boca y estrelló el papel quemándose contra la mano de Irene. Instintivamente, golpeó a su padre en la mano, y el cigarrillo salió volando a cualquier parte. Cayó al suelo con lágrimas en los ojos, agarrándose la muñeca mientras sentía su piel deshacerse Su padre se acercaba hecho una furia de verdad por primera vez en mucho tiempo.
—¡Ahora sí que te vas a arrepentir!— Levantó el puño, todos los músculos de su cara tensos en la mirada de odio más profunda. Los ojos de Irene se llenaron de lágrimas de dolor y un olor tan intenso que picaba llenó su nariz.
Antes de poder identificarlo, los cojines del sofá empezaron a arder delante de sus ojos. Aquel cigarrillo les iba a costar la vida.
—Padre.—Farfulló, intentando señalar el fuego que se expandía a un ritmo exponencial.
El hombre reaccionó rápidamente, corriendo hacia el mueble con la intención de apagarlo, pero ya sólo se podía mirar cómo las llamas se hacían más altas y el calor subía en el cuarto
Irene se arrastró por el suelo, tosiendo hasta la puerta, pero su padre se interpuso.
—Te lo has buscado.
—¡Bae Jungho!— Una voz desconocida gritó por el pasillo, tosiendo después.— ¡Queda usted detenido!
Una pareja de policías armados entraron a la sala, pero rápidamente cambiaron de plan.
—¡Rápido, coge a la chica!— Le mandó a su compañero en un apuro.— ¡Hay que salir de aquí y llamar a los bomberos! ¡Dentro de nada va a estar fuera de control!
21………
Una noche puede dar un giro al curso de los acontecimientos para el que nadie termina de estar preparado, pero que de alguna manera, funciona. Volviendo la vista atrás, el tiempo que Seulgi había pasado con Irene dejó su huella en su corazón, y ya no podía repararlo. Le resultaba imposible no preocuparse como no lo había hecho por nada. Durante horas, tiritando de frío, daba vueltas sobre sí misma, apretaba los puños, a espera de que la dejasen hablar con Irene. Empezaba a clarear el cielo naranja detrás de las nubes grises, e Irene se arrastró fuera de la comisaría de policía, con una sonrisa contenida.
Llevaba una chaqueta sobre los hombros, oscura y demasiado grande. Sin pensar dos veces, Seulgi corrió para estrecharla entre sus brazos.
—No vuelvas a hacer esto. Casi me muero del susto.— Murmuró, tan cansada que apoyó la cabeza sobre el hombro de Irene.
—Ya no hará falta.
—En serio, Joohyun. Estaba muy preocupada, podrías haber muerto…
Irene sonrió un poco más.
—Gracias por preocuparte, pero estoy bien.—Sentenció.— Acabo de dar testimonio de todo…
Mi padre va a ir a juicio.
—¿Estás segura de eso?
—¿Por qué no iba a estarlo?
—Con dinero se pueden hacer muchas cosas.
—Ni con el mejor abogado va a librarse de una temporada en la cárcel.
Seulgi no estaba segura de eso, pero asintió. Podría haberse mordido la lengua, haberlo dejado estar, pero sus propios sentimientos la envenenaban.
—Me alegro de verdad de que ahora estés bien, te lo prometo. Pero me asustaste muchísimo cuando desperté y no estabas. Todavía me tiemblan las manos, porque sabía que yo no podía hacer nada, no podía ir a salvarte.
Irene miraba al suelo, en un momento seria y taciturna.
—¿Cómo crees que fue a buscarte la policía, Joohyun?—Continuó Seulgi.— ¿Porque pasaban por ahí? ¡Fui yo quien llamó! De hecho,—bajó el volumen— no sabía ni de qué avisar a la policía para que hiciesen su trabajo bien y fuesen. Estaba desesperada, porque te habías ido y no podía ir detrás de ti.
Estaba densa, con la cabeza a media potencia. Las palabras salían agotadas de su boca, y se acumulaban sin saber cómo evitar ser hirientes.
—¿Qué quieres decir con todo esto?—Una voz helada salió de Irene, como si no fuese ella.
—Nada.— Respondió con un suspiro
Irene tragó saliva y apartó la mirada.
—Ya sé qué te pasa.— Acusó sin mirar a Seulgi a la cara.— Ahora deja de tratarme como a una cría, porque tomé una decisión, y aunque podría haber salido fatal, no lo hizo. Si no sabes lo que pasó allí dentro, ni la conversación que tuve con él.
Una sirena se oyó a lo lejos y Seulgi soltó el aire. Sintió la necesidad de disculparse, aunque seguía sin comulgar con lo que Irene creía. Se sentía como si acabase de romperle un juguete nuevo, pero tampoco podía dejar las cosas así, porque esta vez le iba a doler no poner a Irene por delante.
—No tengo energía ni para hablar, y seguro que tú menos. Así que vámonos de una vez —rogó—.
—Seulgi… Lo siento, yo… —se frenó un momento—. Yo quiero irme, pero ahora no podemos. Tienes que ir a hablar con Kim. —Señaló las puertas de cristal de la comisaría.
Seulgi dijo que sí por no llevar la contraria, pero en realidad no quería hablar ni con Jimin. Si todo fuese según sus deseos en ese momento, en vez de en un aparcamiento estaría en su cama.
No vio a Kim por ningún lado, pero sí a su jefe. El señor Jung estaba encorvado en una silla, agotado como si acabase de perder un dineral en apuestas. Su aspecto siempre impecable estaba fragmentado y unas ojeras pronunciadas asomaban en sus párpados.
—¿Ahora qué hago, Kang? —Quitó la cara de entre las manos y miró a Seulgi directamente.
Seulgi parpadeó
—¿Qué?
—¿Qué hago? Me he enterado de que algunos de mis empleados encubrían todo esto, desde hace muchos años, desde que usted era una niña y yo todavía estaba compitiendo por mi hueco en el mercado.
—¿De verdad me está preguntando a mí? —Se señaló, incrédula. Nunca se habría imaginado al señor Jung pidiéndole consejo a ella.
—Estoy aquí porque si lo que dice la señorita Bae es cierto, estoy en serios problemas. —Dijo mientras Seulgi se sentaba a su lado en una de las sillas de plástico—. Ahora dígame, ¿qué haría usted?
Ella había visto las consecuencias, había sufrido con ella. Sabía que no volvería a ver nada de la misma forma, su mente no sería la misma. No se imaginaba cómo aquella gente dormía por las noches. A lo mejor era hora de que dejasen de hacerlo.
—Debería de ponerse de parte de la señorita Bae. —Asintió—. Es lo correcto.
—¿Está segura?
—La conozco bien. Y además, es importante creerla a ella, la víctima.
El señor Bae frunció el ceño y miró fijamente a Seulgi.
—La conoce bien… Pero sé que no tienen una relación... —vaciló, buscando la manera de decirlo— estrictamente profesional, ¿me equivoco?
Seulgi intentó decir algo, pero no le salían las palabras enteras.
—¿No? Quiero decir, yo…
—Las he visto hace un momento.
Se mordió el labio, decepcionada con ella misma. No sabía a dónde quería llevarla el señor Jung ahora.
—Sabe de sobra que eso no está permitido. —Se arregló el cuello de la camisa y se levantó de la silla—. No tengo ganas de despedirla a usted también —añadió.
Se cruzó de brazos y le dio la espalda a Jung, sintiéndose helada de repente. A través del cristal tintado, veía una calle que empezaba a llenarse de tráfico, y a la gente que entraba y salía de la comisaría.
—¿Y ahora qué hago?
—Ahora ya no importa. Sigue trabajando para los Bae, pero no por mucho tiempo. En cuanto llegue a la oficina, voy a terminar el contrato y ya puede hacer lo que quiera. —El señor Jung se quedó de pie a su lado—. Sin embargo, ha violado una cláusula de su contrato, y además, ha traicionado mi confianza —su voz era suave, como si sólo estuviese hablando para Seulgi—. ¿Entiende que lo justo es que todo el mundo cumpla?
—Usted dice que nuestro trabajo no es ser ser justos.
—Sé lo que he dicho —Disimulaba su irritación bastante mal—. También digo que nuestro trabajo es hacer todo lo que nos digan, y ahora me doy cuenta del error. Pobre chica... lo siento mucho por ella.
Ver al señor Jung, que siempre parece tener razón, ser tan débil por un momento, puso triste a
Seulgi.
—Ya está decidido. —Asintió—. No voy a hacerle más daño a la señorita Bae y esos hombres van a sufrir las consecuencias.
—Gracias, señor.
A Seulgi sólo se le ocurrió decir eso, viendo sus reflejos en el cristal. Viéndose la cara, decidió que necesitaba un desayuno y dormir hasta que todo estuviese mejor.
—Váyase a casa, y vuelva cuando esté lista para volver. Es lo mínimo que puedo hacer por usted, —sonrió sin los ojos— bueno, ustedes dos.
Un agente llamó a Jung y este se machó del lado de Seulgi sin mediar más palabras, dejándola sola. Se sentó en una de las sillas.
—Kang.
Kim tocó su hombro y la sacó de ese estado en el que se había sumido, en el que no era consciente de estar pensando en nada. El señor Kim se sentó a su lado, pálido y más agitado que de costumbre.
—¿Qué ocurre? —preguntó, esperando cualquier cosa a estas alturas.
—Hay una cosa que le tengo que decir a Joohyun, pero no sé cómo hacerlo.
Seulgi se congeló.
—¿La ha llamado Joohyun?
—Como la había querido llamar su madre — completó.
No le estaba gustando cómo estaba yendo la conversación. Daría todos sus órganos repetidos a cambio de que no fuese lo que estaba pensando. Apretó la mandíbula y escupió, cansada de todo:
—Si sabe algo, más le vale soltarlo ahora.
—El señor Bae no es su padre biológico. —Era exactamente lo que Seulgi se esperaba—. Soy yo, y no sé cómo reaccionará cuando se lo diga.
—Yo tampoco lo sé —respondió Seulgi, resoplando, harta de todo—, pero le aseguro que no se va a tirar a sus brazos y llamarle papá ni nada de eso.
No pensaba que fuese tan tonto como para creer que por ser su padre, tenía carta blanca para tratar a Irene como si fuese su hija de repente. El silencio hizo que la información calase en Seulgi. ¿Cuánto más podría soportar Irene sin estallar de forma definitiva? El hombre descansó la frente sobre sus manos.
—No pensaba eso. —Miró a Seulgi a los ojos—. La conozco mejor de lo que crees.
Seulgi también conocía a Irene y sabía que explotaría contra él, porque estuvo sola, por mucho que él fuese su padre y hubiese estado cerca. Hasta ella quería echarle la culpa de todo. Sacudió la cabeza, despejándose de una ira que la ahogaba. ¿Cómo se atrevía a confesar ahora todo esto? Si hubiese tenido un poco de valor, ese hombre hubiese sacado a su hija de ahí.
—Sé que piensas que soy horrible —dijo el hombre con la voz quebrada. Seulgi recordó que no sabía nada, que todo lo que pensaba eran conclusiones precipitadas. —. No tenía otra opción.
—No se justifique, Kim. —Seulgi no quería oír nada de lo que Kim tenía que decir—. No es a mí a quien le debe explicaciones.
El hombre la ignoró y se puso a hablar.
—Conocí a Jia algo antes de que naciese Joohyun, unos años después de que se casase. Después se quedó embarazada y ya tenía dudas sobre quién era el padre de su hija durante el embarazo. Joohyun nació, y Bae Jungho… Le puso Irene sin el permiso de su madre. Tuvieron una de las mayores discusiones que yo haya oído jamás, y después Jia vino llorando a mi, porque me quería.
Seulgi le escrutinó, con ojos severos. Ya había tenido suficiente.
—No hiciste nada por sacarlas de allí —era una pregunta, pero no lo parecía.
—Lo intenté, pero Jungho se enteró. No hubo manera. Desde entonces siempre tuvo un ojo encima de mi, y me mandó hacer cosas horribles. Yo también he aguantado… ¡Mató a la mujer a la que más quise! —Kim se estaba alternado, y lanzaba los puños al aire, desesperado— ¡Maltrató durante años a mi hija, y a mi me tuvo amenazado de muerte!
Seulgi le miraba, sin poder sentir nada. Sólo estaba cansada, y quería dejar de escuchar a Kim e irse a casa.
—Escucha, Kang, se va a vengar. Es peligroso que Irene se quede aquí.
—¡Ya basta, Kim!
Con el pánico metido en el cuerpo como agua helada que se metía hasta en sus huesos, salió corriendo. No podía confrontar más la realidad. Salió al encuentro de Irene y mirándola a los ojos, sonrió con calidez. Ella era la única persona del mundo que se merecía una sonrisa.
Epílogo………
Hacía años que Joohyun no pisaba Corea, pero el aire cálido de primavera era como el sabor de la comida que hacía su madre, familiar y ya no tan lejano. Hizo el desembarco, cogió su equipaje y se dirigió a la salida, a sabiendas de que Seulgi la estaba esperando.
No dejaron de hablar todos los años en los que Irene estuvo esperando a que el juicio se celebrase, pero a un ritmo más lento. Irene le preguntaba a Wendy cómo estaba Seulgi, y ella siempre le respondía que la echaba de menos. Entonces la llamaba, y hablaban durante horas, hasta que se hacía dolorosamente ameno y se despedían, para repetir lo mismo la siguiente vez. Por supuesto que no había dejado de quererla ni un segundo, pero no podía, era consciente. Todavía le quedaba mucho por trabajar, y estar lejos de ella le había hecho darse cuenta de hasta qué punto necesitaba cambiar. Pero respiraba un aire de cambio que la renovaba por dentro y que le daba la esperanza de que quizás, con un poco de suerte, esta vez sí.
Wendy fue su primera amiga en Estados Unidos. Fue amiga de Seulgi en el instituto, y se mudó allí en cuanto terminó la carrera. Llevó a Irene consigo sin hacer demasiadas preguntas. Las respuestas llegarían a su debido tiempo.
Maleta en mano, Irene caminó por el pasillo bajo la luz del sol atardeciendo, con el pelo oscuro un poco más corto que hace unos años y con un vestido de una tienda algo más barata. Había tenido que recortar un poco en gastos estos años, pero eso entraba dentro de lo que significaba aprender a vivir sola.
Sonrió de verdad al ver a Seulgi. No podía evitarlo. Llevaba todo el viaje anticipando este momento, pero seguía sin estar lista. Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando la vio con los ojos brillantes bajo la luz que caía sin aflicción sobre ella, y corrió a darle un abrazo que compensara el tiempo que llevaban sin verse. Había echado mucho de menos sus cuerpos chocando, sus manos juntas, hasta la manera de respirar de Seulgi. Apretó los labios cuando se separaron y Seulgi le colocó un mechón detrás de la oreja.
—Por fin estás aquí… Para terminar de una vez por todas con esto.
No supo de dónde sacó la voz de entre tantas emociones.
—Estoy aquí…
Con mucho esfuerzo, un buen abogado y los numerosos testimonios que habían conseguido encontrar jugarían a su favor. En 5 días se celebraba el primer juicio para imputar a Bae Jungho. A medida que pasaba el tiempo, se le acusaba de nuevos delitos, y no tenía nada que hacer. Estaba acabado, a punto de acabar pudriéndose en la cárcel para siempre. Eso llenaba a Irene de regocijo. Era la venganza que se había prometido a sí misma cometer, y cada día que pasaba, estaba más cerca.
Terminaron de abrazarse en medio de todo el mundo, y Seulgi propuso tomar un café y un sándwich en su cafetería favorita antes de llevar a Irene a su nuevo apartamento. Seulgi conduciría, como solía hacer cuando se conocieron, pero esta vez Irene se sentaría en el asiento del copiloto, y sonreiría como antes no podía.
Acompañadas por el café, Joohyun habló sobre su viaje, y Seulgi sobre el suyo, y se sintió más ligera. Era como si el tiempo no hubiese pasado, seguían en su burbuja. Pero ahora Joohyun no tenía un nudo en la garganta, y se estaba permitiendo disfrutar de los gestos amables de Seulgi.
No estaba muy diferente, con su americana negra y su camisa blanca con corbata. Y la tensión seguía ahí, desde el momento en el que se volvieron a tocar. Los dedos de Seulgi que sin querer la rozaban aunque estuviesen midiendo bien las distancias.
No volvió a salir el tema de su padre, ni aún cuando llegaron al portal de Joohyun. Ya era de noche, y hacía algo de fresco en Seúl. Seulgi le entregó la llave de su nuevo piso, e hizo el ademán de irse.
—¡Espera! —susurró Joohyun.
No sabía muy bien cómo hablar. Sus sentimientos por Seulgi estaban renaciendo como un ave fénix, y no había una forma sencilla de articularlo.
—¿Qué opinas de tu y yo?
Seulgi no reaccionó durante un momento, pero en seguida sonrió, haciendo que el corazón de Joohyun frenase en seco.
—¿Quieres un segundo intento?
Joohyun asintió, con una lágrima desafortunada a punto de salir. Seulgi la abrazó otra vez, con delicadeza, y la lágrima cayó.
—Sí.
Seulgi tomó a Joohyun por las mejillas y sonrió aún más. Joohyun asintió, tragándose el resto de las lágrimas, y besó a Seulgi en los labios. Después Joohyun miró al suelo.
—Nos vemos mañana en el juicio —estaba un poco ausente.
—Ahora descansa.
El pulgar de Seulgi la acarició al despegarse de su mejilla.
—No creo que pueda pegar ojo. Sigo teniendo un insomnio horrible —dijo, pasando la mano por su frente.
—¿Quieres que me quede?
Joohyun apretó los labios, y después dijo “sí”.
Todo el trauma, todas las cicatrices, grandes y pequeñas, profundas o superficiales, se iban a quedar atrás en cuanto la espada de la justicia cayese sobre todos quienes le hicieron daño.