Capítulo I
Charli bajó la ventanilla. Fuera olía a noche seca y solitaria, pero también a asfalto. Era la hora más fresca del día, justo al amanecer, como estar en las ascuas de una hoguera casi extinta. Movía las manos en el volante y llenaba el cuero de humedad. Pero el viento iba secando su sudor y alborotando su pelo.
Se veía a si misma como la protagonista de una película: la mirada feroz fija en la carretera, pelo corto y con flequillo, más revuelto que peinado, una heroína morena con explosiones saltando detrás de ella, acelerando peligrosamente, dopada de la adrenalina de la velocidad en su huida por la libertad. Adelantó un coche, y otro, y parecían estáticos en comparación. Ese tirón de la velocidad que la hundía en el asiento la ataba a la vida.
Quería llegar lo antes posible a alguna parte. Todavía tenía tiempo antes de empezar su turno en el hotel. Pero estaba en medio de la nada, una inhóspita California, lejos de la California del oro y la fama. Rodeada de campos perfectamente cuadrados, en una carretera que era completamente recta hasta que giraba noventa grados y continuaba durante kilómetros. Así que siguió hacia Bakersfield.
Paró en el bar de siempre, un garito mugriento de un pueblucho, rodeado de cedros y vallas publicitarias, quizás por costumbre. Nyla estaba detrás de la barra de madera poniendo la cafetera a funcionar. No había mucha gente todavía, solo el camionero barbudo que pasaba por allí a veces con el camión cisterna y una pareja de mediana edad en una mesa.
—¡Charli! ¡Qué pronto vienes hoy! —dijo la camarera, dándose la vuelta con el sonido de la campanita de la puerta.
—¡Y tú que alegre estás! —Sonrió a pesar de la tensión en su rostro. Se sentó en uno de los taburetes de la barra. —Un whisky.
Nyla chasqueó la lengua pero agarró la botella de color ámbar. Ella era morena y con pocas ganas de aparentar que estaba más cerca de los 40 que de los 30. La miró con lástima.
—No quiero ser yo quien contribuya a tus malos hábitos.
Puso hielo, whisky y lo rebajó con agua.
—Hoy estamos de celebración —dijo Charli, y sonó a excusa.
—Siempre, ¿no?
—Es mi cumpleaños —dijo, y le dio un poco de asco mientras las palabras salían de su boca.
No quiso pensar mucho en ello a pesar de la sensación de desamparo que la acompañaba como ropa húmeda. No tenía más importancia, ni era motivo de celebración.
—Felicidades, cariño. Pero eres muy joven para beber tan pronto. —Nyla se acercó a ella y miró al camionero susurrando—: Cuando llegue a la edad de Mike y solo me queden unos 15 años trabajando, yo también me voy a dar a la bebida, pero me estoy guardando.
Charli sonrió con ella. El sabor del whisky le llenó el cráneo de dulzor áspero. Miró a Nyla secarse las manos contra los vaqueros. Tenía dos hijas y un marido que era operador de gruas. Había una foto de ellos en la pared, justo detrás. Nunca les había conocido, pero Nyla le contaba historias. Eran amigas, más o menos. Se veían casi todos los días, y Nyla cuidaba de ella sin tampoco esforzarse mucho. No se sentía capaz de pedirle ayuda. “Oye, Nyla. ¿Puedo dormir hoy en tu casa? No prometo que solo sea hoy, en realidad. A cambio puedo llevar a tus hijas al colegio, plancharos la colada, limpiaros el coche y quedarme atascada en la misma puta mierda de siempre, pero en vez de con un tío a cambio de sexo, con una mujer casada.” Algo se estaba atascando en su garganta.
Apuró el fondo y se levantó.
—¡Hasta mañana, cielo! Que tengas un buen día.
—¡Tu también! —dijo, escondiendo las manos en los bolsillos y mirando al suelo.
Era gracias a momentos como esos por los que no lo había mandado todo a la mierda. También por la posibilidad de volver a Los Ángeles. Por si no era tarde y volvía a tener un papel, a ser posible relevante, pero tampoco podía exigirle mucho a la vida.
Intentó salir a la vez que otra chica intentaba entrar y se echaron hacia atrás al mismo tiempo. La miró a los ojos un instante y le sonrió, pero ella no cambió su expresión neutral.
Al dejarla pasar vio su perfil, su piel de mármol travertino esculpida con el gusto de una escultura, y pensó que no podía ser de por allí.
Antes de darse la vuelta y tratar de volver a verla se encontró con la puerta cerrada y su propio reflejo en el cristal.
Sus propios ojos también conectaron durante un instante pero eran más extraños que los de aquella otra mujer. Aún breve, fue doloroso.
Se subió al coche, distraída y sin todos los sentidos encendidos pero despierta. Inexplicablemente furiosa. Ya tenía bastante en la cabeza como para que encima fuese su cumpleaños. Se estaba impacientando, dando vueltas por el aparcamiento para llegar a la salida. Su pie tenía la costumbre de deslizarse demasiado sobre el acelerador, y al dar la curva sintió el golpe contra el bordillo de la acera.
Siguió avanzando, y durante unos metros parecía que no había sido nada, que solo había sido un sonido, pero empezó a ser evidente que perdía aire. Sonaba a la goma arrastrada chocando contra el suelo.
Frenó en seco y corrió a mirar, rezando porque no fuese verdad.
—¡Mierda! ¡Joder!
Miró la hora. No llegaría a tiempo al trabajo. Cualquiera pensaría que estaba loca. Se sentó en el borde del arcén, dándole la espalda al coche, con las botas raspando la tierra seca. Delante de ella había una de esas praderas infinitas, un reducto de la nada. Apretó los puños, apretó los dientes, resopló y cuando se cansó, se enfrentó a las consecuencias de sus actos. Examinó el neumático, rajado en la parte más débil.
El coche ya estaba suficientemente penoso sin necesidad de estar hundido y pinchado. Tenía abollones, arañazos y salpicaduras de barro. Era un modelo viejo, de diseño anguloso y no tenía tapacubos. Hacía un tiempo le puso unas pegatinas en los laterales, unas líneas rojas que se deshacían, y aunque molaban no maquillaban lo inevitable: que Charli no tenía un duro.
La grúa no era una opción, así que buscó las herramientas, que estaban en el maletero, debajo de todas sus cosas metidas en bolsas de la compra. Las descargó y toda su ropa, sus libros, sus cosas sin importancia, acabaron expuestas en el arcén de una carretera de doble sentido.
Sacó la rueda de repuesto y aquellos tubos de metal que no sabía cómo usar y les dio vueltas. Sus manos temblaban solas.
Todas sus cosas, que por pocas que fueran, eran privadas, estaban a la vista de todo el mundo.
Una camioneta se acercó, y cuando pasó cerca lo hizo lentamente. La ventanilla bajó y asomó la cabeza de un conductor.
—¿Quieres ayuda, nena?
No dudó un segundo en gritar:
—¡Que te jodan!
—¡Zorra!
El hombre se echó una risa y quemó neumático para irse. Charli se cabreó más.
Llegó otro coche, nuevo y negro, muy silencioso, y también aminoró la marcha.
—¿Todo bien? —dijo una voz de mujer.
Reconoció inmediatamente las pecas y los ojos oscuros. Era la mujer guapa de antes. Charli no respondió, pero sonrió asintiendo.
Parecía que iba a pasar de largo pero frenó unos metros por delante. Después salió del coche. Era ella otra vez. No era muy alta, solo un poco más que Charli, y tenía el pelo negro, muy largo.
—Lo primero de todo, tienes que poner los triángulos y el chaleco reflectante.
Le tiró un chaleco verde arrugado y ella se puso el suyo. Posó sobre el suelo las pequeñas señales triangulares. Todo estaba muy vacío alrededor. Solo estaban ellas dos y el cielo inmenso. Charli miró a otro lado, avergonzada.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
—¿Quieres perder más el tiempo? Pásame el gato.
Se acercó a ella y la miró a los ojos mientras se lo daba, como un desafío. También tenía pecas en las manos, bajo el vello de los brazos, metiéndose en la manga de la camiseta blanca. En las piernas, entrando bajo sus pantalones deportivos y calcetines.
Ella se agachó, y de alguna forma, girando una barra de metal, hizo que el trasto levantara la parte de atrás del vehículo. Dijo:
—La llave inglesa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Charli, intentando recomponer un poco de su dignidad.
—MJ. —Estiró el brazo para recibirla.
—Yo soy Charli Baxter —dijo, sonriendo con toda la amabilidad que le quedaba. Ella no lo vio, concentrada en encajar la llave en la tuerca.
Se levantó para hacer palanca, pero no cedía. Se subió las mangas hasta los hombros y se metió el pelo detrás de las orejas. Más pecas. Tenía una nariz bonita, redonda y un poco curvada hacia abajo en la punta, cejas finas y pómulos grandes. La rueda pinchada quedó posada en el asfalto, penosa.
—Charli, el repuesto.
Se le encogió el pecho cuando aquella chica la miró. Le pasó la rueda, que pesaba un poco entre sus brazos. Se acordó de las grandes ruedas de los tractores, tan altas como una persona, de ella y de su padre arrastrándolas por el barro, pero decidió olvidarse.
—Te lo preguntaba en serio. ¿No tienes nada mejor que hacer que ayudarme a mi?
—La verdad es que no.
Todo lo que decía lo hacía con agudeza, buen humor, pero también con cierta seriedad.
—Qué mala suerte… —Charli se agachó a su lado, de espaldas al coche, a su sombra—. Yo llego tarde al trabajo. A lo mejor hoy no me echan… Ya sería el colmo.
—Tuviste la mala suerte de que yo pasara por aquí. Sino podrías haber tenido el día libre.
Sabía la timidez que había tras su tono lacónico y cómo la estaba venciendo. Sabía que también se le daba bien saber qué decirle a una chica. Charli sabía muchas cosas sobre cómo responder. La manera de sonreír, cuánto tenía que mantener la mirada, cuánto espacio entre ellas dos debía eliminar.
—O podría haberlo mirado en internet. Tampoco estás haciendo ingeniería aerospacial en el motor. Pero confío más en ti que en mi.
MJ la miró y levantó una ceja. No le hacían falta palabras para decir que era aventurarse demasiado en terreno desconocido. Se levantó y sacudió las manos. Guardó ella misma las herramientas en el maletero, colocadas meticulosamente, unas encajadas en las otras.
—Gracias, de verdad —dijo Charli, remontando.
—No es ningún problema… Ya he hecho esto unas cuantas veces. Es un coche muy chulo, por cierto, ¿de dónde lo has sacado?
—Hay un concesionario de segunda mano por aquí. Le puse las pegatinas para que no parezca que está para ir al desguace, y así todavía parece que mola.
—Si funciona de lujo, a pesar del maltrato que le das —MJ sonrió, pero Charli no supo decir si era broma o no. —Además, es de marca francesa. No se ven mucho por aquí. Tiene sus añitos… ¿Cuántos caballos?
—Ojalá saberlo. Lo compré porque era el más barato.
MJ rió.
—Espero que no sea verdad.
—Cuando el dinero no da, no se puede hacer otra cosa.
Apoyó la mano en el capó. Charli la imitó, y la miró a la cara. Ella apartó la vista hacia la chapa que revestía el motor.
—¿Cuántas millas tiene?
—Muchas.
—¿Gasolina, no?
—Gasóleo. Me encantaría quedarme toda la mañana hablando pero tengo que irme a trabajar. ¿Qué tal si me das tu número, y me haces el interrogatorio otro día?
MJ levantó la barbilla, sin poder ocultar su sorpresa. Y el jugueteo de sus pensamientos, la ilusión en sus ojos.
—Oh, no. No, que va, no.
—¿Cómo?
—No, mejor no.
Charli se rió, pero negó con la cabeza.
—Venga… Tengo que agradecerte esto de alguna forma.
MJ la miró, sonriendo, pidiendo perdón con la mirada.
—Vale, MJ, vale. Nos volveremos a ver.
Lo dijo con tanto convencimiento que no podía ser mentira.