Capítulo I
Charli bajó la ventanilla. Fuera olía a noche seca y solitaria, pero también a asfalto. Era la hora más fresca del día, justo al amanecer, como estar en las ascuas de una hoguera casi extinta. Movía las manos en el volante y llenaba el cuero de humedad. Pero el viento iba secando su sudor y alborotando su pelo.
Se veía a si misma como la protagonista de una película: la mirada feroz fija en la carretera, pelo corto y con flequillo, más revuelto que peinado, una heroína morena con explosiones saltando detrás de ella, acelerando peligrosamente, dopada de la adrenalina de la velocidad en su huida por la libertad. Adelantó un coche, y otro, y parecían estáticos en comparación. Ese tirón de la velocidad que la hundía en el asiento la ataba a la vida.
Quería llegar lo antes posible a alguna parte. Todavía tenía tiempo antes de empezar su turno en el hotel. Pero estaba en medio de la nada, una inhóspita California, lejos de la California del oro y la fama. Rodeada de campos perfectamente cuadrados, en una carretera que era completamente recta hasta que giraba noventa grados y continuaba durante kilómetros. Así que siguió hacia Bakersfield.
Paró en el bar de siempre, un garito mugriento de un pueblucho, rodeado de cedros y vallas publicitarias, quizás por costumbre. Nyla estaba detrás de la barra de madera poniendo la cafetera a funcionar. No había mucha gente todavía, solo el camionero barbudo que pasaba por allí a veces con el camión cisterna y una pareja de mediana edad en una mesa.
—¡Charli! ¡Qué pronto vienes hoy! —dijo la camarera, dándose la vuelta con el sonido de la campanita de la puerta.
—¡Y tú que alegre estás! —Sonrió a pesar de la tensión en su rostro. Se sentó en uno de los taburetes de la barra. —Un whisky.
Nyla chasqueó la lengua pero agarró la botella de color ámbar. Ella era morena y con pocas ganas de aparentar que estaba más cerca de los 40 que de los 30. La miró con lástima.
—No quiero ser yo quien contribuya a tus malos hábitos.
Puso hielo, whisky y lo rebajó con agua.
—Hoy estamos de celebración —dijo Charli, y sonó a excusa.
—Siempre, ¿no?
—Es mi cumpleaños —dijo, y le dio un poco de asco mientras las palabras salían de su boca.
No quiso pensar mucho en ello a pesar de la sensación de desamparo que la acompañaba como ropa húmeda. No tenía más importancia, ni era motivo de celebración.
—Felicidades, cariño. Pero eres muy joven para beber tan pronto. —Nyla se acercó a ella y miró al camionero susurrando—: Cuando llegue a la edad de Mike y solo me queden unos 15 años trabajando, yo también me voy a dar a la bebida, pero me estoy guardando.
Charli sonrió con ella. El sabor del whisky le llenó el cráneo de dulzor áspero. Miró a Nyla secarse las manos contra los vaqueros. Tenía dos hijas y un marido que era operador de gruas. Había una foto de ellos en la pared, justo detrás. Nunca les había conocido, pero Nyla le contaba historias. Eran amigas, más o menos. Se veían casi todos los días, y Nyla cuidaba de ella sin tampoco esforzarse mucho. No se sentía capaz de pedirle ayuda. “Oye, Nyla. ¿Puedo dormir hoy en tu casa? No prometo que solo sea hoy, en realidad. A cambio puedo llevar a tus hijas al colegio, plancharos la colada, limpiaros el coche y quedarme atascada en la misma puta mierda de siempre, pero en vez de con un tío a cambio de sexo, con una mujer casada.” Algo se estaba atascando en su garganta.
Apuró el fondo y se levantó.
—¡Hasta mañana, cielo! Que tengas un buen día.
—¡Tu también! —dijo, escondiendo las manos en los bolsillos y mirando al suelo.
Era gracias a momentos como esos por los que no lo había mandado todo a la mierda. También por la posibilidad de volver a Los Ángeles. Por si no era tarde y volvía a tener un papel, a ser posible relevante, pero tampoco podía exigirle mucho a la vida.
Intentó salir a la vez que otra chica intentaba entrar y se echaron hacia atrás al mismo tiempo. La miró a los ojos un instante y le sonrió, pero ella no cambió su expresión neutral.
Al dejarla pasar vio su perfil, su piel de mármol travertino esculpida con el gusto de una escultura, y pensó que no podía ser de por allí.
Antes de darse la vuelta y tratar de volver a verla se encontró con la puerta cerrada y su propio reflejo en el cristal.
Sus propios ojos también conectaron durante un instante pero eran más extraños que los de aquella otra mujer. Aún breve, fue doloroso.
Se subió al coche, distraída y sin todos los sentidos encendidos pero despierta. Inexplicablemente furiosa. Ya tenía bastante en la cabeza como para que encima fuese su cumpleaños. Se estaba impacientando, dando vueltas por el aparcamiento para llegar a la salida. Su pie tenía la costumbre de deslizarse demasiado sobre el acelerador, y al dar la curva sintió el golpe contra el bordillo de la acera.
Siguió avanzando, y durante unos metros parecía que no había sido nada, que solo había sido un sonido, pero empezó a ser evidente que perdía aire. Sonaba a la goma arrastrada chocando contra el suelo.
Frenó en seco y corrió a mirar, rezando porque no fuese verdad.
—¡Mierda! ¡Joder!
Miró la hora. No llegaría a tiempo al trabajo. Cualquiera pensaría que estaba loca. Se sentó en el borde del arcén, dándole la espalda al coche, con las botas raspando la tierra seca. Delante de ella había una de esas praderas infinitas, un reducto de la nada. Apretó los puños, apretó los dientes, resopló y cuando se cansó, se enfrentó a las consecuencias de sus actos. Examinó el neumático, rajado en la parte más débil.
El coche ya estaba suficientemente penoso sin necesidad de estar hundido y pinchado. Tenía abollones, arañazos y salpicaduras de barro. Era un modelo viejo, de diseño anguloso y no tenía tapacubos. Hacía un tiempo le puso unas pegatinas en los laterales, unas líneas rojas que se deshacían, y aunque molaban no maquillaban lo inevitable: que Charli no tenía un duro.
La grúa no era una opción, así que buscó las herramientas, que estaban en el maletero, debajo de todas sus cosas metidas en bolsas de la compra. Las descargó y toda su ropa, sus libros, sus cosas sin importancia, acabaron expuestas en el arcén de una carretera de doble sentido.
Sacó la rueda de repuesto y aquellos tubos de metal que no sabía cómo usar y les dio vueltas. Sus manos temblaban solas.
Todas sus cosas, que por pocas que fueran, eran privadas, estaban a la vista de todo el mundo.
Una camioneta se acercó, y cuando pasó cerca lo hizo lentamente. La ventanilla bajó y asomó la cabeza de un conductor.
—¿Quieres ayuda, nena?
No dudó un segundo en gritar:
—¡Que te jodan!
—¡Zorra!
El hombre se echó una risa y quemó neumático para irse. Charli se cabreó más.
Llegó otro coche, nuevo y negro, muy silencioso, y también aminoró la marcha.
—¿Todo bien? —dijo una voz de mujer.
Reconoció inmediatamente las pecas y los ojos oscuros. Era la mujer guapa de antes. Charli no respondió, pero sonrió asintiendo.
Parecía que iba a pasar de largo pero frenó unos metros por delante. Después salió del coche. Era ella otra vez. No era muy alta, solo un poco más que Charli, y tenía el pelo negro, muy largo.
—Lo primero de todo, tienes que poner los triángulos y el chaleco reflectante.
Le tiró un chaleco verde arrugado y ella se puso el suyo. Posó sobre el suelo las pequeñas señales triangulares. Todo estaba muy vacío alrededor. Solo estaban ellas dos y el cielo inmenso. Charli miró a otro lado, avergonzada.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
—¿Quieres perder más el tiempo? Pásame el gato.
Se acercó a ella y la miró a los ojos mientras se lo daba, como un desafío. También tenía pecas en las manos, bajo el vello de los brazos, metiéndose en la manga de la camiseta blanca. En las piernas, entrando bajo sus pantalones deportivos y calcetines.
Ella se agachó, y de alguna forma, girando una barra de metal, hizo que el trasto levantara la parte de atrás del vehículo. Dijo:
—La llave inglesa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Charli, intentando recomponer un poco de su dignidad.
—MJ. —Estiró el brazo para recibirla.
—Yo soy Charli Baxter —dijo, sonriendo con toda la amabilidad que le quedaba. Ella no lo vio, concentrada en encajar la llave en la tuerca.
Se levantó para hacer palanca, pero no cedía. Se subió las mangas hasta los hombros y se metió el pelo detrás de las orejas. Más pecas. Tenía una nariz bonita, redonda y un poco curvada hacia abajo en la punta, cejas finas y pómulos grandes. La rueda pinchada quedó posada en el asfalto, penosa.
—Charli, el repuesto.
Se le encogió el pecho cuando aquella chica la miró. Le pasó la rueda, que pesaba un poco entre sus brazos. Se acordó de las grandes ruedas de los tractores, tan altas como una persona, de ella y de su padre arrastrándolas por el barro, pero decidió olvidarse.
—Te lo preguntaba en serio. ¿No tienes nada mejor que hacer que ayudarme a mi?
—La verdad es que no.
Todo lo que decía lo hacía con agudeza, buen humor, pero también con cierta seriedad.
—Qué mala suerte… —Charli se agachó a su lado, de espaldas al coche, a su sombra—. Yo llego tarde al trabajo. A lo mejor hoy no me echan… Ya sería el colmo.
—Tuviste la mala suerte de que yo pasara por aquí. Sino podrías haber tenido el día libre.
Sabía la timidez que había tras su tono lacónico y cómo la estaba venciendo. Sabía que también se le daba bien saber qué decirle a una chica. Charli sabía muchas cosas sobre cómo responder. La manera de sonreír, cuánto tenía que mantener la mirada, cuánto espacio entre ellas dos debía eliminar.
—O podría haberlo mirado en internet. Tampoco estás haciendo ingeniería aerospacial en el motor. Pero confío más en ti que en mi.
MJ la miró y levantó una ceja. No le hacían falta palabras para decir que era aventurarse demasiado en terreno desconocido. Se levantó y sacudió las manos. Guardó ella misma las herramientas en el maletero, colocadas meticulosamente, unas encajadas en las otras.
—Gracias, de verdad —dijo Charli, remontando.
—No es ningún problema… Ya he hecho esto unas cuantas veces. Es un coche muy chulo, por cierto, ¿de dónde lo has sacado?
—Hay un concesionario de segunda mano por aquí. Le puse las pegatinas para que no parezca que está para ir al desguace, y así todavía parece que mola.
—Si funciona de lujo, a pesar del maltrato que le das —MJ sonrió, pero Charli no supo decir si era broma o no. —Además, es de marca francesa. No se ven mucho por aquí. Tiene sus añitos… ¿Cuántos caballos?
—Ojalá saberlo. Lo compré porque era el más barato.
MJ rió.
—Espero que no sea verdad.
—Cuando el dinero no da, no se puede hacer otra cosa.
Apoyó la mano en el capó. Charli la imitó, y la miró a la cara. Ella apartó la vista hacia la chapa que revestía el motor.
—¿Cuántas millas tiene?
—Muchas.
—¿Gasolina, no?
—Gasóleo. Me encantaría quedarme toda la mañana hablando pero tengo que irme a trabajar. ¿Qué tal si me das tu número, y me haces el interrogatorio otro día?
MJ levantó la barbilla, sin poder ocultar su sorpresa. Y el jugueteo de sus pensamientos, la ilusión en sus ojos.
—Oh, no. No, que va, no.
—¿Cómo?
—No, mejor no.
Charli se rió, pero negó con la cabeza.
—Venga… Tengo que agradecerte esto de alguna forma.
MJ la miró, sonriendo, pidiendo perdón con la mirada.
—Vale, MJ, vale. Nos volveremos a ver.
Lo dijo con tanto convencimiento que no podía ser mentira.
Capítulo II
El hotel estaba a las afueras de Bakersfield, penosamente grande al lado de una carretera de múltiples carriles, rodeado de palmeras, fingiendo tener una exclusividad que no tenía. A veces se llenaba de mormones en traje y otras de motoristas con ruidosas Harleys, pero nunca de oportunidades.
En un alarde de conducción temeraria llegó corriendo antes de que su jefa se diera cuenta de que no estaba. Esa mujer era un demonio omnisciente. Lo veía todo desde su circuito de cámaras desde la planta baja y si en una de ellas veía el más mínimo descanso, aparecía en la escena del crimen rápida como si atravesara el hotel por los conductos de ventilación.
Joanna estaba terminando de abastecer su carrito de la limpieza cuando Charli apareció a toda prisa sin el uniforme. Ella era lo más parecido a una amiga que tenía en ese momento. Todavía tenía el rostro redondo y aniñado y las raíces castañas asomaban ya en su pelo teñido de naranja.
—¡Ya era hora! —exclamó susurrando.
—Hoy estoy haciendo todo lo que puedo, te lo prometo, pero el universo no colabora. Si te contara…
—¡Charli! ¡Luego! —le hizo un gesto con la mano para que se apartara del marco de la puerta.
—Te estoy dando una razón por la que existir. Conocí a una chica… ¡Vaya chica!
—¡Luego! —dijo, ya lejos en el pasillo de moqueta.
Corrió a cambiarse al uniforme: una humillante camisa azul de cuellos blancos y unos pantalones de presidiaria. Empujó el carrito por los pasillos lo más rápido que pudo, y buscó a Joanna por el camino. El hotel estaba solemnemente silencioso, dormido o amaneciendo.
—Joanna. ¡Jo! —La chica asomó la cabeza desde una habitación vacía al oír su nombre—. ¿Luego vamos a tomar algo?
—Charli, ahora no —dijo sin dejar de prestar atención a las sábanas que estaba cambiando.
—Venga…
—A mi madre no le hace ninguna gracia que salga contigo todas las semanas.
—¡Que se joda! ¡Es mi cumpleaños!
Había planteado un dilema en su cabeza.
—¿Por qué no me lo habías dicho antes? —dijo Joanna, y Charli se encogió de hombros.
—Joanna, ¡tenemos que salir de casa! ¡No aguanto un día más así! Nos merecemos una cerveza fuera del trabajo. ¡Un premio, por fregar tantos baños! Dí que sí, anda…
Joanna juntó las cejas, dramática, y suspiró:
—Sí. ¿Contenta?
Charli sonrió.
—Lo suficiente. Nos vemos luego.
Entró en su primera habitación del día, en penumbra gracias a las cortinas. Lo primero que hizo fue abrirlas, e inevitablemente ver el sol de verano, los aspersores que irradiaban gotas brillantes, la piscina azul de mar. Por una vez, le gustaría ser huésped en lugar de trabajadora. Necesitaba unas vacaciones de verdad, como las de la infancia.
Pensar en lo mucho que echaba de menos su casa en la montaña de Nuevo México no iba a hacer que volver fuera una posibilidad, así que se corrigió, comenzó a pensar en algo que tuviera en el fondo de la cabeza, algo objetivo. Tarareó una canción, la primera que se le vino a la mente. Había estado escuchando mucho a Springsteen, tanto que se había echado a la carretera y esta se la había comido a ella.
Ella también anhelaba. Anhelaba mientras fregaba el suelo de un baño. El agua del grifo podía llegar a recordar a un aplauso y meter los bordes de la sábana bajo el colchón a reverenciarse ante el público.
Pasar la aspiradora era como la cosechadora que veía a lo lejos todos los otoños desde el colegio. Los pequeños desastres que dejaba la gente (manchas de sangre en la almohada, cerveza pegajosa sobre los muebles, pelos y más pelos) eran como ir detrás de sus perros colina arriba y no poder alcanzarlos nunca.
Puso sus pensamientos en orden. Todas las audiciones a las que se iba a presentar a partir de ese momento, y cómo iban a encontrarla otra vez. Volvería a encontrar a alguien que la quiera en su película.
No podía seguir siendo una esclava de las camas.
Por la tarde, comenzaron las llamadas. Primero fueron tres, mientras comía el arroz blandengue que servían en el restaurante.
Las miró ir y marcharse, el nombre de su ex en la pantalla, e intentó empujarlo al fondo de su mente. Pensó en ella misma tirando el móvil al río en medio de la noche, mirando el horizonte desde lo alto de un puente entre dos acantilados, ocultando todo rastro de vida pasada como las pruebas de un delito para así poder empezar otra vez.
Luego se fue a su otro trabajo, arrastrada por una fuerza que no tenía. Su móvil vibraba de nuevo. Lo apagó. Entró a la biblioteca, fresca y en una agradable penumbra, y se acercó a Tammy, la recepcionista de pelo gris.
—Hola, cariño. Ya casi es lunes otra vez, ¡por fin! —se rió, .— Toma, cariño, las llaves. ¡No hagáis mucho ruido, que estoy trabajando!
Tenía una sonrisa amplia y enseñó el libro de crucigramas que guardaba debajo del teclado del ordenador. No tenía ganas de hablar con nadie, pero se obligó, como siempre a seguir hablando.
—¡Te lo cambio! Yo me quedo aquí con los préstamos y tu das la clase.
—¡Claro que podría dar la clase! ¡Yo fui protagonista en la obra de secundaria! Se respirar, se proyectar la voz… Bueno, ¡creo que te habrás dado cuenta!— se rió, y Charli también, sin demasiado esfuerzo.
—Gracias, Tammy, ¡nos vemos luego!.
El salón de actos tenía un pato de butacas vacío, que debía llenarse con sillas de plástico cada vez aque se hacía una representación. El escenario era más bien pequeño, el suelo de plástico oscuro y el telón azul de tela áspera.
Se sentó en el borde, al lado de las escaleras, y esperó a que las puertas se abrieran y aparecieran los primeros niños. A principios de verano pensó que sería una buena idea dar ese taller de teatro, ganar un poco extra, ahorrar, seguir en contacto con el escenario. En cuanto se enfrentó a la primera clase se dio cuenta de que ser profesora de teatro era muy difícil, y que ser mejor profesora que todos aquellos vampiros decrépitos que gritaban a los niños y les humillaban era mucho más difícil.
No sabía dónde estaría la semana que viene, no podía adelantarse en el tiempo hasta un hipotético principio de curso o un próximo verano.
Los niños a los que daba clase eran como la procesión de motoristas que pasaba por su pueblo todos los años: ruidosos y malhablados. Había una niña que le recordaba a ella a su edad. Tampoco podía encariñarse mucho. Ella también fue así, ingobernable por cualquier figura de autoridad.
Aún así, se divertía siendo profesora, y era consciente de que en un mes, a base de juegos y sobornos, habían aprendido algo.
Cuando acabó la clase, se sentía mejor, piel con piel con la realidad. Aún así, se notaba un poco menos avispada. El buen humor rascaba como un dolor de garganta al salir de su garganta, pero era actriz, podía hacerlo.
La pequeña alegría no duró mucho, cuando miró su móvil apagado, pensando en que tenía que encenderlo para quedar con Joanna. Casi se le cae el mundo encima otra vez.
Resopló y se subió al coche de nuevo.
Esperó a Joanna en Bakersfield, y aunque ella siempre llegaba a tiempo, Charli había llegado a la hora, incluso antes, por una vez. Se miró en el espejo del coche. Solo veía la mitad de su cara: una mirada cansada, el color oscuro de sus ojos avivado por la falta de sueño, o quizás por ese sentimiento de podredumbre que había sido inevitable sentir desde que la adrenalina y el whisky se fueron, hacía ya demasiadas horas.
Se maquilló los ojos, un poco de máscara de pestañas, una sombra oscura, y un poco de color en los labios, sin muchas ganas, solo por si había alguien que quizás la viera lo suficientemente guapa.
Fue un alivio ver por fin a Joanna aparecer por el retrovisor.
—No te dije que te arreglaras tanto —Charli sonrió, otra vez en piloto automático.— Pero, guau. Bien hecho.
—Ya que me obligas, por lo menos tengo que dar la talla. —Parecía muy satisfecha.
Vestía juvenil, de su edad. Una falda corta y cadenitas. Eso contentó a Charli, acostumbrada a verla en ropa vieja y uniforme excepto aquellos viernes (no todas las semanas, como exageraba su madre) en los que salían de casa.
—Eso es. Actitud.
Se rieron. Era agradable estar con otra chica joven, más joven que ella. Joanna no estaba teniendo unos 18 años fáciles, pero Charli esperaba hacérselos más divertidos. Sabía lo que era acabar de cumplir la mayoría de edad y no tener a nadie a quien contárselo. Pocas amigas, una familia extraña… Sabía lo que era.
—¿Cómo vamos a beber, si no tengo edad?
—Cariño, llevo yendo a bares desde que jugabas a las cocinitas. La actitud ya la tienes. Ahora hay que ir a los sitios correctos, en los que solo por la pinta ya sabes que les va a dar exactamente igual. Y si no funciona, hay otras maneras... —Hizo el amago de bajarse el escote. —Hice esto muchas veces en Los Ángeles.
Joanna puso cara de pánico.
—No lo sé… Es la primera vez que bebo. Tengo que llegar bien a casa, mi hermano viene a buscarme a las 12...
—No te preocupes, Joanna. —Intentó suavizar la situación— Si bebes hoy por primera vez conmigo, no tendrás que hacerlo luego, cuando vayas a Los Ángeles.
—Supongo que tienes razón.
Joanna expiró. Se ponía nerviosa a menudo, en el trabajo cuando aparecía la sombra de su jefa por los pasillos, por los estudios que no había empezado… Ese tipo de personas era con quien congeniaba a la primera. Como hizo con Sophie en el pueblo, hacía ya muchos años. Tenía un mensaje suyo, pero no lo había leído.
Tampoco le había contado lo de su novio, aunque sabía que Sophie querría saberlo. Aún así, no se atrevía. Las cosas estaban más tensas de lo que deberían.
—¿No querrías venir conmigo a Los Ángeles? —dijo Joanna, más seria de lo que a Charli le gustaba.
—Pero si ya tienes piso, y unas compañeras. ¡Ay! Estarás bien, créeme. Yo lo estuve, y eso que no conocía a absolutamente nadie.
Joanna se tuvo que contentar con eso. Charli no podía guiarla mejor, porque la chica iba a tener una vida normal. Iba becada a la mejor universidad para estudiar medicina, su familia le iba a dar algo de ayuda y llevaba ahorrando todo el verano. No tenía que sobrevivir de una forma literal. Tenía que encontrar un sitio en el mundo, y parecía pan comido sin el mundo entero en contra.
—No es por mí, es por ti. Creo que tu también necesitas marcharte.
—Quiero —miró a lo lejos, el cielo azul.— Tengo que ahorrar primero —“Para no liarla, como la última vez”, pensó. —¡Bueno! ¡Ya basta! Estoy contenta.
Lo estaba, más o menos.
Entraron a un sitio, iluminado de una forma poco efectiva, lleno de cachivaches y regalos de marcas de cerveza, pegatinas de grupos y fotos de famosos. Cualquier otra cervecería de California podía ser exactamente igual y nadie se daría cuenta. Estaba sonando una de Bon Jovi, así que ya sabía que no iban a poner más que rock popular de los 80.
También estaba bastante lleno de gente. Nadie se daría cuenta de las dos chicas que acababan de entrar entre los billares.
Se sentaron en un sofá y pidieron Budweisers y algo de comer. No se dio cuenta hasta ese momento del hambre que había ido acumulando.
—¿Te gusta? —preguntó Charli, al ver la expresión de Joanna.
—Es como refresco de pis.
—Ya crecerás.
Joanna se miró las manos.
—Todavía no me has dicho por qué llegaste tarde al trabajo.
Charli recordó a MJ entrando en aquella cafetería y no pudo evitar una sonrisa.
—¿Por qué tienes que decirlo así? Llegar tarde al trabajo es lo mejor que podría haberme pasado. Me encantaría llegar tarde a diario, ¿a ti no? —Joanna estaba empezando a animarse, dejando que las comisuras de su boca se abriesen.— Conocí a una chica… Fue de lo más patético. Casi nos damos de bruces intentando entrar a una cafetería. Luego se me pinchó una rueda y ella me la cambió. Y ella… Es guapísima.
La miró divertida, como un cachorro entretenido con un juguete tonto.
—No me dio su número. Se lo pedí, y me dijo que no.
Joanna se rió a carcajadas. Charli también lo habría hecho, de no ser por su orgullo superviviente que había sido disparado.
—No me lo creo. ¿Era hetero, o algo? —Joanna se reía un poco de Charli.
—No hay manera de que esa chica… Qué va. De verdad, pasó algo entre ella y yo. —Fingió un escalofrío, recordó la manera en la que se miraban.— Nunca antes me habían rechazado. Nadie me había dicho que no. Pero ya le dije que nos íbamos a volver a ver.
—Soñar es gratis.
—Es verdad, nos volveremos a ver.
La hizo reír otra vez. Después paró, y preguntó:
—Pero, ¿tu no tenías un novio, o algo?
—Bueno... Ya no —Esperó no haber puesto una cara demasiado mala y delatarse.
—Oh, Dios, ¿qué pasó? ¿Por qué no me lo contaste?
Ahora Charli no sabía cómo eludir el tema. Como llevaba haciendo todo el día. Se encogió de hombros mientras respiraba hondo.
—Fue hace muy poco. No quería darle muchas vueltas, eso es todo.
Joanna frunció el ceño.
—No me cuentas que es tu cumpleaños, no me cuentas lo de tu novio…
Tomó un largo trago de su cerveza, que se iba quedando menos fría a medida que continuaba el interrogatorio.
—Joanna, no me hagas hablar de mierdas de las que no quiero hablar. No son divertidas. Por eso no te las cuento. Te mereces divertirte, no que te atormente.
—Entonces, ¿dónde vives ahora?
—Joder, chica —dijo, tratando de mantener el equilibrio entre perder la paciencia e intentar ser amable—, es mi cumpleaños. ¿Cuántas veces más vamos a poder tomarnos algo así, tranquilamente, con la mierda de vida que llevamos? Y te elijo a ti, de entre todas las personas del planeta, para pasarlo bien hoy. Eres una tía muy interesante, cuéntame cualquier cosa, tus canarios, el loco de tu hermano, los libritos de ciencia ficción que te lees, ríete de mis películas favoritas, que eso se te da muy bien…
Joanna se lo pensó un momento.
—Vale. Pero si necesitas algo, no me importa. Y a mi madre tampoco.
—Bien.
Le tendió la mano, y Joanna se la estrechó, con un poco más de fuerza de la que había previsto.
—Bien.
—Entonces —dijo Charli— ¿al final te vas a llevar los pájaros a Los Ángeles o no?