Seulgi mantenía a Jimin informado de todo lo que pasaba con respecto a Irene.
“Hoy tampoco me habla”
“No es capaz ni de mirarme”
“El chico con el que ha quedado es francés.”
Irene, por petición de su padre, estaba enseñando la ciudad al hijo de la nueva embajadora francesa. Se llamaba Robert, era galante, estaba bien vestido, forrado de dinero y siempre tenía esa sonrisa de superioridad.
Seulgi no estaba enfadada. Sólo triste, y decepcionada de haber cometido el error de acercarse demasiado a Irene. Ella, que nunca dejaba de hacer bien su trabajo, ahora tenía un auténtico aprieto entre manos.
Pensó en renunciar, como habían hecho todos los guardaespaldas anteriores. Se preguntaba cada vez que veía a Irene por qué había huido de ella.
Irene se sentó en el asiento trasero, y no delante, como solía hacer para ir hablando con Seulgi. Iba sonriéndole al móvil.
—¿Qué pasa con Robert?
Sus ojos se encontraron con los de Seulgi una vez más.
—Estoy haciendo lo que tengo que hacer.
Apretó los labios, encajando el golpe.
—¿Por qué me hablas así?
—Ya te lo había dicho. Tengo que acompañarle porque mi padre quiere que lo haga, porque es el hijo de la embajadora francesa.
Seulgi no dijo nada más. Estaba demasiado avergonzada. Se ponía más enferma a medida que pasaba el tiempo, y tenía que mirar desde lo lejos cómo Irene llevaba a Robert por todos los lugares emblemáticos de Seúl. Quería estar en el lugar de aquel chico, hacerla sonreír, porque sabía hacerlo mucho mejor que Robert. Y parecía que eso no significaba nada para Irene. ¿Cómo podía sentirse tan atraída y a la vez tan incomprendida?
Seulgi la dejó más a su aire.
Lo último que quedaba antes de que el día terminase era una cena, en la que iba a estar todo el mundo importante de Seúl en un restaurante prestigioso cerrado al público esa noche. Fingía que hacía algo delante del señor Bae, pero en cuanto apartaba la vista, se iba al pasillo a suspirar.
Comprendía por qué Irene odiaba las cenas. Se había quejado mil veces de lo solitarias que eran, pero antes se tenían la una a la otra, al menos un poco. Y ella debía ser invisible para todo el mundo, ser una consciencia sin cuerpo que vigila a Irene sin descanso. Cuando Irene está quieta, está incluso peor visto que interaccione con ella, y le daba pena, porque le gustaría estar acompañándola, si su tristeza no estuviera mudando en rabia.
Robert invitó a Irene a irse con ella, y miró a Seulgi antes de irse. Sus ojos estaban tristes, abandonados, pero Seulgi no estaba lo suficientemente receptiva a su dolor.
Salió de la sala discretamente, esquivando a alguien en la puerta, mirando a Irene de lejos bajar las escaleras de metal. Su vestido negro apretado sobre sus muslos, sus tacones negros chocando contra el suelo, su grueso abrigo con solapas. Robert la llevó a pasear por los alrededores vacíos, y la empujaba por detrás del codo. El lenguaje corporal de Irene no era ambiguo: no estaba cómoda. No le gustaba caminar de noche, no le daban confianza los callejones. Entraron por la otra entrada al restaurante. Robert señaló una puerta. Quería enseñarle una cosa.
Entraron a un sitio un tanto descuidado. Seulgi subió unas escaleras, mirando la puerta desde la barandilla del pasillo de arriba. Iba a marcharse, cuando oyó el grito agudo de Irene, como en sus pesadillas.
—¡No! ¡No me toques!
Antes de que Irene pudiese volver a gritar, Seulgi ya estaba entrando allí. En esa sala había algo que parecía el decorado de una obra de teatro, y justo en frente, Irene estaba acorralada contra una pared, el chico invadiendo su espacio.
—Estabas coqueteando conmigo.
—¡No lo estaba! ¡No me toques!
Seulgi le empujó con todas sus fuerzas, dejando que se golpease contra el suelo.
—¿Qué haces?—gritó Robert, tirado en el suelo, agarrándose la muñeca—. ¡Casi me partes la mano!
Su pinta de niño bueno no le había salvado esta vez. Seulgi se plantó entre él e Irene, y su sombra cayó sobre Robert. Podía pisarle, pegarle patadas hasta hacerle sangrar.
—Haz caso a Irene, y no la toques si ella no quiere.
Miró a la chica para asegurarse de que todo estaba bien, y la cogió de la muñeca. El hombre tardó en levantarse, y cuando salió por la puerta, las dos estaban ya lejos.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Irene, al borde del colapso nervioso.
—Es mi trabajo —respondió Seulgi, seca—. Ahora voy a llevarte a casa.
—¿Cómo le voy a explicar esto a mi padre? —gritó.
—Pregúntale a Robert cómo se lo va a explicar él a la policía.
—¡No me hables así!
—¿Cómo? —preguntó Seulgi, igual de alterada.
—Tu nunca me hablas así.
Seulgi se paró sobre sus pies y la miró.
—Nunca he estado tan enfadada.
Irene suspiró, derrotada.
Irene se sentó en el asiento de copiloto, sin mirar a Seulgi, como llevaba haciendo todo ese tiempo.
—¿Qué pasó con Robert? —preguntó Seulgi antes de girar las llaves.
—Qué más da… Ya está todo arruinado.
—No da igual. Tengo que hacer un informe al respecto, y ayudarte a denunciar si quieres.
—¡Qué más da, si mi padre ya…!
—Tengo que hacer mi trabajo. No puedo fallar otra vez.
Sus palabras se hundieron en el silencio.
—Llévame a casa.
Cuando puso el coche en marcha, Irene consiguió explicarle a Seulgi sin trabarse que Robert no le había hecho nada, sólo se le había acercado más de la cuenta. La intentó besar, ella se apartó y él se puso pesado. Pero no le hizo daño.
—Más le vale... —dijo Seulgi—. No me importa que no te haya hecho daño físicamente, ¡es que no puede hacerte eso! ¡Menudo imbécil!
Irene no paraba de ajustarse el cinturón de seguridad. Después daba golpecitos en la ventanilla con las uñas.
—Yo soy más imbécil.
—¿Qué?
—Yo soy peor que él.
Se encogió de hombros.
—Yo… No entiendo nada de lo que me pasa. No sé por qué te hice todo esto, si en realidad quiero tenerte cerca.
—¿Es… por que no estás segura de que te gusten las mujeres? —dijo Seulgi, con todo el tacto que pudo.
—No, por Dios. Ese es el menor de mis problemas ahora mismo... ¿Cómo puedo explicarte, si casi no lo sé ni yo? Se supone que… —Irene sonaba agitada— no me merezco sentirme tan bien como cuando estoy contigo.
Seulgi respiró hondo. Aceleró en la carretera medio vacía, haciendo lo más corto posible el trayecto interminable.
—¿Por qué dices eso? —Intentó disimular todo lo que sentía. Impotencia, la rabia que escalaba sus paredes, los celos acumulados.
—Qué vergüenza —susurró, con la voz tan pequeña que el ruido del tráfico se la comía—. ¿Podemos hablar de esto cuando lleguemos? No quiero hacerte sentir mal ahora. Quiero que conduzcas tranquila.
Eso no la ayudó a calmarse.