No había nadie en aquel el rincón del jardín de la mansión de Bae. Estaban de pie, escondidas por la sombra de la pared de piedra, rodeadas de hierba verde perfectamente segada, pero cerca de la carretera que llevaba a la parte de atrás de la casa. El tiempo empezaba a mejorar, y hacía una temperatura perfecta como para quedarse allí mismo, abrigadas. Seulgi se cubrió bien con las solapas del abrigo, y encogió las manos frías en sus bolsillos. Se dejó tomar la mano por Irene, que como siempre, estaba helada.

—Lo siento.


Seulgi quiso decirle que la perdonaba en ese mismo instante, en un arrebato. Pero no era verdad. Estaba herida.


—Te hice mucho daño. Y después todo siguió un curso que no era el que yo quería. No podía ni mirarte a los ojos. Me da vergüenza mirarte a los ojos después de haberte negado de esa forma. Y mi padre me mandó estar con Robert, y al principio me caía bien, y sus amigos no me hacían el vacío…

Se le quebró la voz, llena de culpa. La de Seulgi sonaba igual.


—¿Por qué pensabas que no querría hablar contigo? Llevo todo este tiempo montándome películas, pensando en qué habré hecho mal para que no...


Irene negó con la cabeza, más para ella que para Seulgi.


—Quiero cambiar. Tengo que hacerlo por mí. Pero no me siento capaz. Todo es demasiado grande. No duermo por las noches, y todo el rato pienso que voy a saltar. Me pesa dentro del pecho.


Seulgi se pasó la mano por la frente.


—Si me hubieses hablado de lo que te pasa en vez de pedirme que me fuese, todo habría sido un poco más fácil.

Irene se pasó las manos por la cara manchada de lágrimas y maquillaje. Seulgi no se daba cuenta, en la penumbra, de en qué momento se había puesto a llorar.


—Todo está mal dentro de mí.


—Lo sé. Necesitas ayuda con eso, Irene.


—¡Todo es culpa de mi padre! —Se escondió en el pecho de Seulgi—. No puedo seguir con esto sin ti.


Seulgi se quedó callada, reflexionando. Ya no podía dejar el trabajo. Ahora sólo podía pensar en cómo hacer que Irene estuviera mejor. Ese sería su nuevo trabajo, y ningún jefe le podía decir cómo hacerlo.


La punta de la nariz de Irene chocaba con la barbilla de Seulgi.


—No te vayas.


Seulgi apretó los labios, con los ojos húmedos también.


—No me iré. Y no me iré aunque vuelvas a hacer algo así. Porque soy tu guardaespaldas. Pero eso no significa que no me duela, y que no esté decepcionada. No quiero pasar por esto. Puedes contarme cualquier cosa. Y además, buscaremos a alguien con quien puedas hablar.


Seulgi tenía unas espinas clavadas en la garganta que dolían más y más cada vez que se tragaba las lágrimas.


—Prometo que no volveré a ser una tonta. No te lo mereces.


Llegó el sollozo, que se secó con los dedos de inmediato.


—No eres tonta. No te mereces nada de esto —dijo tan cerca la una de la otra que tuvo que hacerlo en su oído —Vales mucho.


Se acercó y se sumergió en un beso que sabía a lágrimas, todavía llenas de tensión Sus labios contra los de ella le hacían sentir chispas en todo el cuerpo. La agarró de la cintura mientras el pintalabios de Irene se deshacía en su boca. Ahora, en vez de calma y paz como la primera vez, había una tormenta entre las dos.


Irene, en contra de su voluntad, dejó un último beso en el labio inferior de Seulgi.


—Deberías irte a casa. Ya es tarde.


—No tengo ganas —Seulgi descansó la frente en la de la chica.


—Descansa mucho, Seulgi. Nos vemos cuando vuelvas.


—Tú también.


Irene le dio un beso en los labios, breve y exhausto, y se despidió.