Irene se despertó rígida, de repente, y Seulgi ya no estaba. Inmediatamente, sintió sus orejas calentarse. Había permitido que Seulgi se metiera en su cama y se había dormido a su lado. El olor extraño que había dejado en sus sábanas todavía perduraba.
Se levantó antes de la salida del sol, demasiado cansada a pesar de haber dormido algo más que otras noches. Como todas las mañanas, sacó fuerzas de donde no las había y se levantó de la cama.
Decidió continuar con un trabajo de la universidad antes de que el resto del mundo se levantase.
Una hora más tarde, su puerta se abrió de golpe. Su padre entró sin pedir permiso y se sentó sobre su cama, de forma que Irene se dio la vuelta para mirarle a la cara. Siempre que su padre hablaba con ella terminaba en una sensación tensa, así que ya estaba preparándose para lo peor.
Normalmente, el señor Bae iba al grano y no perdía un sólo segundo de su tiempo en Irene, pero esta vez vaciló antes de habar. Sus cejas gruesas no estaban como siempre: tenía una expresión de pena que le inundaba el rostro.
—Tu tío ha fallecido.
Su voz, por primera vez en su vida, no salía vigorosamente de su pecho, sino que se atascaba en su garganta. Irene parpadeó.
—¿De verdad?
—Ha muerto en el hospital esta noche. Esta tarde es el funeral.
Sentía silencio en el corazón, el mismo que había en la habitación.
El hombre se levantó y antes de marchar, su semblante se puso muy serio.
—Nada va a cambiar porque él muera.
Irene se echó a llorar desconsoladamente en su cama, como tantas veces había hecho. Había deseado tanto tiempo que su tío nunca se recuperase bien del accidente, que el dolor físico fuese insoportable, e incluso llegó a fantasear con el día de su muerte. Y como es natural, ese día llegó. Pero su padre no iba a permitir que la culpa de pensar esas cosas remitiera. Todo iba a seguir igual, Bae Jungho nunca mentía.
A media mañana, irrumpió en la sala en la que estaba Seulgi, sentada en un sillón, en su descanso para el café. Decidió que no iba a ceder en esta, aunque supiese de sobra que había consecuencias para todo.
Tampoco le apetecía ver a Seulgi otra vez, y mucho menos después de ese momento de vulnerabilidad muda y confusa que tuvieron esa madrugada. No le apetecía verla, tan elegante como siempre, con esa expresión estoica que siempre la fascinaba. Nunca había visto una mujer tan imponente, con tanta responsabilidad sobre los hombros y a la vez tan delicada. La otra opción a tragarse su orgullo y mirarla a la cara era ir al funeral.
—Tienes que llevarme a un sitio.
Irene sonrió con una sonrisa que no era más que una mala imitación de una verdadera.
—¿Qué sitio?
—Un bar.
—Hoy es el funeral de su tío, ¿no se acuerda? Como muy tarde debería estar ahí a las 4.
—No quiero ir.— Su sonrisa se fue borrando de sus labios—. Mis amigos van a estar juntos en Seúl, y de verdad, ¡no quiero!
—Su padre me dijo que debía ir. Más bien, que yo debía llevarla a usted. —dijo como si fuese una respuesta definitiva.
—No quiero ir a ningún funeral, ni ver a mi estúpida familia o dar el pésame a gente que detesto. ¡Sólo quiero ir a pasármelo bien con mis amigos!
Plantó los pies en el suelo, y no pensaba moverse de ahí.
—Estoy tan harta como usted de acompañarla a sitios a los que no quiere ir, pero no la voy a llevar, porque si no le hago caso a su padre a lo mejor me quedo sin trabajo. Si no le hago caso a usted, lo peor que me puede pasar es que se enfade.
Todo se juntó en una granada que estalló con ella en medio del salón.
—¡No soporto que me trates de usted! ¡No tenemos que fingir que nos respetamos, ni unos modales que ni tu ni yo tenemos! Me voy a marchar, ¡y no puedes impedirlo!
Seulgi se levantó del sillón como un resorte.
—Su padre me mata en el acto como no aparezca.
Podía ver a Seulgi dudar. Una pequeña mueca, un brillo en los ojos. Irene apretó los labios, intentando no llorar de la impotencia.
—Te odio, Kang Seulgi.
Un rato más tarde, Seulgi picó a la puerta de Irene, y sabía que era ella porque era la única que picaba así de suave, sólo dos veces. Un escueto ‘entra’ salió desde su garganta.
Se veía a sí misma muy cansada en el espejo, sentada sobre su cama, vestida de negro igual que siempre, arreglada y peinada para el funeral mientras Seulgi se acercaba a su espalda. Ella también estaba vestida como siempre, pues nada había cambiado.
Había estado llorando, sintiéndose culpable como solía hacerlo, y vio a Seulgi mirar sus reflejos en el tocador. La guardaespaldas tomó aire pero no dijo nada.
—No pasa nada si odio a mi tío, ¿verdad?— dijo Irene.
La pregunta pilló desprevenida a Seulgi.
—No, claro que no.
—¿Aunque sea mi familia? —inquirió.
—No tienes por qué querer a tu familia.
Los nudos que la apretaban se aflojaron lo suficiente. Iba a ir al funeral aunque después todo seguiría igual, y se iría tomar unos tragos para olvidarlo. Y de paso, intentaría ser más agradable con Seulgi.
Estaba perdida entre los trajes negros de todos aquellos hombres que de alguna manera u otra estaban unidos a su tío. Desconfiaba de todos ellos, desde las caras familiares hasta los desconocidos. Tampoco tenía nada que ver con las mujeres de su familia, aunque todas ellas le seguían a todas partes como una nube de moscas. Siempre las detestó, y a la vez le daban pena. A veces tenía sueños macabros sobre cómo su tío las trataba también.
No dejó de repetir «te odio, te odio, te odio» hasta que se mareó, tapando el sonido de la voz de su padre hablando sobre el difunto. Buscó a Seulgi con la vista. Ahí seguía, de pie en la esquina más alejada. Le sonrió casi imperceptiblemente, sólo para ellas dos, y Seulgi le devolvió la sonrisa con la misma discreción.
Por suerte, ella y Seulgi se marcharon del asfixiante tanatorio en cuanto terminó. Ignoró a todo el mundo, que se acercaba a ella para saludarla y les dejaba con la palabra en la boca, caminando con Seulgi a su lado hasta el aparcamiento.
Fuera, el aire que salía de su boca se condensaba en pequeñas nubes. Ya estaba anocheciendo, un día despejado y sin nubes que podía haber gastado de otra manera. La guardaespaldas la seguía de cerca, con su traje negro y gafas de sol reflejando el sol.
—Quiero conducir yo —dijo Irene.
—¿Estás segura? Ten cuidado. —Seulgi le tiró las llaves.
Irene asintió mientras abría la puerta del conductor. Ajustó el retrovisor. A pesar del frío, una luz agradable bañaba la tarde y se puso sus gafas de sol, como Seulgi. Irene fruncía el ceño, concentrada en la carretera. Tendría que coger el coche más a menudo. No se acordaba de lo mucho que le gustaba conducir.
—Hay un sitio al que quiero ir… Suelo ir allí cuando me siento mal —dijo Irene.
—Podrías haberme dicho cómo ir y yo hubiese conducido.
—Prefiero hacerlo yo. Puedo hacer cosas por mí misma.
La autopista se hizo una carretera solitaria que acababa en un mirador. Fuera del coche, había una brisa que helaba los huesos y golpeaba las orejas, y si los rayos de sol no se hubiesen ido tan pronto, sería más agradable estar allí. Irene salió a respirar el aire de la montaña, y se acercó a la valla que tapaba la pronunciada pendiente. Todo hacia abajo era vegetación y hacia arriba, el cielo abierto. Cerró los ojos con los antebrazos sobre la barandilla y el frío se metió por debajo de su abrigo.
Miró hacia atrás, buscando a Seulgi. Sus gafas de sol se escurrían por el puente de su nariz, y se estremeció. Irene habló con un hilo de voz:
—Este es mi sitio favorito.
Seulgi imitó su posición y su codo rozó el de ella.
—Siento que hayas tenido que ir aunque no quisieras… y gracias por no ponerme en un aprieto. Aunque pensaba que querías que tu padre me eche.
Se encogió de hombros
—Supongo que ya no quiero. Eres una guardaespaldas bastante decente. —No podía permitirse decir la mejor—. Y no te disculpes. Tenía que venir. No lo pasé bien, pero era peor cuando seguía con vida.
Irene suspiró, sin sentir un resquicio de algún tipo de sentimiento. Desde hace mucho tiempo, todo se sentía vacío.
—Hacía bastante que no iba un funeral —dijo Seulgi.
—Yo tampoco. El último fue el de mi madre.
—Lo siento…
Irene miró a lo lejos.
—No era muy buena persona, ¿verdad? —preguntó Seulgi.
Irene rió con amargura y se acomodó un poco más.
—Era una persona horrible. Y yo también.
Seulgi intentó articular palabras, pero no le salía ninguna. Irene se rió de nuevo, esta vez de verdad.
—No pasa nada, Kang, es verdad —dijo Irene.
Seulgi suspiró.
—No me lo has puesto fácil, eso está claro.
Irene se sentía mal. Antes no era así, pero sentía la necesidad de sacar fuera ese odio hacia todos los guardaespaldas de cualquier forma.
—Tampoco los guardaespaldas me lo han puesto fácil a mi. Vamos a dejarlo en empate. ¿Puedo hacerte otra pregunta?
—Claro.
—¿Está mal alegrarse por la muerte de alguien?
Seulgi se quedó callada, mirando a lo lejos mientras Irene la miraba a ella. Su expresión era más amable y menos tensa, y, siendo honesta con ella misma, atractiva.
—Este sitio es muy bonito… Se ve hasta muy lejos, qué alto está... —dijo Seulgi, y miró hacia abajo. Seulgi suspiró y se encogió de hombros.
—No lo sé. Da igual. Si tú te sientes así, no estás obligada a sentirte de otra manera.
Irene dejó salir una pequeña risa, casi un suspiro.
—En ese caso, estoy muy contenta.