Roxana no entona bien las comas cuando lee.
Roxana sólo deja que sus amigos la llamen Roxy; nadie se lo llama.
Roxana sólo hace los deberes de lengua porque son los más fáciles.
Roxana detesta el color marrón, pero sus ojos son marrones, igual que los míos.
No para de mover la pierna cuando se sienta, y no habla con su compañero de mesa, y sus rizos no son bucles, sino túneles de gusano, y me desespera, me da ganas de gritar.
No puedo dejar de mirar, como una paloma atropellada en la carretera. Me da el mismo asco. Asquerosamente guapa, o eso dice todo el mundo, con sus pantalones anchos y dientes perfectos. Sus dientes están alineados sin necesidad de aparato, y la mayoría de las chicas del curso lo tenemos que llevar. Le tenemos envidia, y por eso nos fingimos que nos encantan.
—¿Por qué no llevas brackets como nosotras? —le pregunta una chica que se pone las gomas rosas.
—No me apetece —responde sin mirarlas, con sus ces que casi son eses. Tiene una voz bonita. La oí cantar. La odio.
A Roxana no le importa nada de lo que los demás le digan. El profesor de matemáticas amenaza con llamar a sus padres y ella ni se inmuta. Ni responde.
A mí tampoco me importa lo que digan mis padres, pero sí los profesores.
Miguel se sienta al lado mío y habla todo el rato. Se cree mejor que yo por ello. No se calla la boca, y no quiero que el profe nos riña, así que le mando callar contínuamente. Tengo ganas de pegarle.
—Roxana dijo que no quería venir con nosotros al centro comercial.
—Porque tenéis cara de mono.
Pego golpecitos con la goma del lápiz sobre el borde de la mesa, pensando en mis propios asuntos.
—Juan le pidió salir el otro día —me interrumpe, y no me da tiempo a empezar a pensar en mis cosas—, y le dijo que no.
—Porque tiene cara de mono.—
—Juan es el más guapo de la clase, lo dicen todas las chicas.
Estoy harta. Juan NO es guapo.
—¿Quiénes?
—Las chicas, no sé. Paula, Valentina, Pastora…
Lo que diga Pastora me la trae floja. Nunca tiene razón. Y no tiene derecho a meterse con que me apellido Braga cuando ella se llama así. Mi madre no puede elegir su apellido, pero sus padres sí eligieron ese nombre.
Suspiré fuerte, y pensé que ya cerraría el pico.
—He oído que a Roxana le gusta alguien.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Es un secreto. No puedo decir quién me lo dijo, pero es verdad.
—Y una mierda.
A Roxana no le gustaba ningún chico. Estoy segura. Ninguno tenía nada que a ella le pudiera gustar. Son como marionetas grotescas.
—Roxana fue a ver jugar a David el otro día.
—¿Por qué estás tan obsesionado con ella? ¿Te gusta, o qué?
—¿Por qué te pones así? ¿Qué es, que te gusta a ti también?
Cuando llegue a casa, voy a pegarle un puñetazo a la almohada e imaginarme que es él. Y también que es Roxana, porque la odio.
Como Miguel me recordaba tan a menudo que estaba ahí delante, con su actitud de pasota y sus rizos, como túneles de una cueva. Estaba muy presente. Acaparaba toda mi atención, como los documentales de animales o los juegos de internet. Mi favorito es Fireboy y Watergirl, pero es un juego de dos jugadores y no tengo con quién jugar, así que yo muevo los dos personajes y hago que se griten el uno al otro. Eso lo hace más interesante.
Roxana es un misterio para todo el mundo, menos para mí. Es mi vecina de en frente. Veo su ventana desde la mía, porque es una calle muy estrecha. A veces está en el salón, viendo la tele, y a veces están sus padres. Se gritan.
—Hola, Mónica —me dice mientras salimos por la puerta del instituto. Yo sonreí, pero no tenía ganas. Falsa, como las cartas de Pokémon que venden en el bazar. La odio, a ella y sus pecas, y su pelo, que es como un agujero negro.
Como siempre, caminé con ella, aunque sigamos siendo extrañas. Sólo pasaron un par de semanas desde que empezaron las clases. Ella no suele decirme nada, pero mi madre me dice que tengo que hablar a los demás cuando están conmigo.
—¿Sabes que hace tiempo vimos un ciervo? Era de noche, por la carretera. No era un caribú, porque no viven en este continente, y tampoco era un alce. No tenía cornamenta, porque todos los años, a los machos se les cae al suelo, como los dientes de leche a los humanos. Y sangran. El ciervo que vi estaba sangrando a mares, por eso supimos que no era una cierva. Las cornamentas tienen muchos vasos sanguíneos. Los lagartos cornudos no mudan la cornamenta, pero sí echan sangre por los ojos, como una pistola de agua. Me gustaría verlo.
Roxana arrugó la nariz.
—Qué asco…
Me sentí tan decepcionada que no dije nada más. Pensaba que ella era diferente. La odio.
Cuando llegué a casa le pegué dos golpes al cojín del sofá y un abrazo a mi padre.
Comí lentejas de mala gana mientras veía un documental sobre los leones de la savana, y el enfado no se me pasaba. Me puse a jugar a Pokémon, pero mi madre y mi abuela no me dejaban en paz.
—¿No sales de casa, con el buen día que hace? Que ya casi no queda buen tiempo.
—Prefiero que llueva.
—¿Por qué no vienes al supermercado con nosotras?
—Es aburrido.
Sólo quería jugar con la nintendo, pero tuve que ceder. No podía quedarme castigada sin consola ahora que estaba a punto de salir una nueva edición de Pokémon.
Me aburrí. Sólo quería jugar, hacer algo. No era capaz de concentrarme y recrear las batallas en mi cabeza. Algo estaba pasando.
Entonces salimos del supermercado, y vi a Roxana pasar de largo, en la acera de en frente, a toda prisa con sus piernas de jirafa.
—¡Voy a casa más tarde! —grité, y salí corriendo detrás de ella.
Roxana se dirigía al parque, aunque nadie de clase quería quedar ya allí. La miré de lejos. Su pelo flotaba.
Podría haberla llamado, pero no quería llamar su atención. Sólo mirar, porque tampoco éramos amigas, en realidad.
Se sentó en un banco, y ya sólo veía su cabeza y sus hombros. Se movían arriba y abajo. ¿Estaba llorando?
Me escondí detrás de una fila de arbustos a la entrada, y me hundía entre las hojas duras de la planta al ponerme de puntillas y apoyarme en ellas. Corrí a un portal cercano, y cogí un catálogo de ofertas. Me senté en uno de los bancos alineados con el suyo, tres más allá, y fingí que miraba el dos por uno en toallitas húmedas. La estaba mirando a ella, llorar y agachar la cabeza, esconder su cara entre sus manos.
Aparté la vista rápidamente cuando se giró hacia mí, y leí con atención la página de frutería.
No pude resistirme, y miré más. La mujer del puesto de helados de delante se acercó a ella con una bola de chocolate y fresa. ¿La gente te trata mejor cuando estás triste? La vi comer un poquito, y luego sujetarlo en la mano, derritiéndose en sus manos.
Me dirigí donde pudiera verme, justo delante suyo.
—¿Qué quieres, Mónica? —Estaba disgustada, y creo que no conmigo.
—Hola.
Me senté a su lado y dejó de llorar, aunque creo que no la hice sentir mejor. Sólo la sorprendí mucho.
—¿Me das un poco? —le dije, señalando el cucurucho que apenas había probado.
—Tómalo todo, no tengo ganas.
Me lo dio en la mano, e intenté no tocarla. Si tocara sus dedos sucios de chocolate y fresa, Roxana me daría mucho más asco del que ya me da.
Cogí un poco con los labios, sin morder. Aún así, me dolieron por el frío. Nunca pensé que llegaría tan lejos. A no ser que ella lo hubiese mordido con los dientes, sus labios tocarían donde lo hicieron los míos, y todo el mundo sabe lo que eso significa. Un beso. Casi.
¿Cómo no me dí cuenta antes? Noté las mejillas ardiendo, como piedras al sol del desierto, tosí sin venir a cuento. ¡La odio! No podría hablar con ella nunca más después de esto, ni escuchar una sola de las palabras que diga Miguel, porque sabrá lo que he hecho sólo con mirarme las mejillas, y moriré de la vergüenza.
Corrí a casa, y mi padre me dijo “¿Los deberes, Mónica?” pero yo le dije que no tenía tiempo y se enfadó. Se puso encima de mi hasta que los terminé todos, y yo sólo quería gritar. Pero como dice mi psicólogo, tengo que relativizar. Seguro que ni se dio cuenta, y mañana nadie sabrá lo que pasó entre ella y yo.
Esa noche no pude dormir bien. No paré de dar vueltas en la cama, con mi pijama de Meowth. Probé a darle patadas al colchón, a girar la almohada, pero no me convencía el lado frío, y mucho menos el caliente. No podía dejar de pensar en el maldito helado.
Me levanté de la cama, y a tientas por el pasillo, me fui al salón. Encendí la luz del techo y me acerqué a la pequeña estantería en la que mi padre guarda sus CD. No supe cuál de todos escuchar, así que escogí uno al azar. Ese lo grabó mi padre, y estaba lleno de canciones viejas. Puse el volumen al mínimo y le dí al play.
Me moví hacia delante y hacia atrás, como aquellas bolitas de Newton que tenía mi tío en su casa. Yo misma estoy colgando de un hilo. Las canciones de papá son muy ñoñas. Suenan como unas galletas a las que les echamos el doble de azúcar sin querer. Le daba vueltas al helado, y a lo mucho que odio a Roxana.
Apareció mi madre sin poder haberlo previsto, haciendo crujir fuerte el pomo al abrir la puerta, con el pelo revuelto y enfadada.
—¿Qué haces?
—No puedo dormir.
—¿Y qué te dijo el psicólogo que tienes que hacer? Respirar hondo. No que te vayas a montar escándalo.
—Pero si no se oye… —intenté protestar, pero no dio resultado. —Y además, hay muchos animales que son nocturnos. ¿Y si yo soy un animal nocturno?
—¡Corre a la cama, que mañana hay clase!
Di gracias porque no se le hubiese ocurrido un castigo.
Cuando me metí en la cama otra vez, me dio un abrazo y me puso mi peluche entre las manos. Mi tigresa, que tengo desde que era un bebé. En cuanto se va, lo tiro al suelo.
Roxana y su pelo de nube.
Roxana y sus labios fríos, sus pecas, sus piernas de garza y pantalones anchos.
Quiero ahogarme entre las mantas. Nunca seré tan guay como ella.
Al día siguiente, llegué a clase esperando ser el centro de atención por primera vez en mi vida, pero me encontré con lo mismo de siempre. Con Roxana. Como siempre, llega a tiempo por los pelos. Tiene una herida en la cara, justo donde su mejilla se curva. Le pregunté si quería venir a mi casa a jugar a Fireboy y Watergirl, pero dijo que no podía.
Me puse unos pantalones negros y una camiseta sin dibujos, intentando ser tan guay como ella. Quería llevar las gafas de sol de mi madre pero no las encontré. Y aún así, a pesar de todos mis esfuerzos, no quiso venir a mi casa.
—¿Sabías que los wombats, al vivir en entornos montañosos, han evolucionado para que su caca sea cuadrada?
—¿Por que siempre me cuentas estas cosas?
—Porque mi madre me dice que tengo que mantener conversación con la gente.
—No hace falta, Mónica.
Le pegó una patada a una bola de papel de plata tirada en medio de la calle, y la suela de goma de su zapato chirrió un poco contra el suelo.
—Creo que prefiero cuando hablamos —le dije.
—Ya, yo también. Le preguntaré a mi madre si puedo ir a tu casa.
Apreté el puño y no me permití sonreír.
El resto de la tarde estuve mirando por la ventana de la cocina cada poco tiempo, intentando no perderme nada de la partida a la vez, pero era difícil. Quería ver si volvía al parque. De todas formas, no podría verla porque estaba lloviendo y los paraguas tapaban las cabezas de la gente. Al final me puse a practicar Fireboy y Watergirl para impresionarla cuando por fin juguemos juntas.
Esa noche, antes de dormir, escribo: “ROXANA ROXANA ROXANA” hasta acuchillar la página con letras rojas gritando. Y luego escribo las cosas que odio de ella.
Dientes perfectos, pecas, ojos marrones. Ropa oscura, poco esfuerzo. Cómo lee, no hace los deberes. Que cambie de opinión. Que me diga que sí a su manera críptica.
Vino a mi casa. No a jugar, ya no hacemos esas cosas. Mi padre le dijo que había una canción con su nombre, y nos la puso. Estaba en el disco que me puse aquella noche.
“Roxanne”
Creo que no le gustó.
Nos sentamos delante del ordenador, en dos sillas muy juntas. Su rodilla a veces chocaba con la mía. No me gustaba.
—Espera, si las dos somos chicas, ¿quién va a hacer de Fireboy?
—Yo puedo serlo —dije, aunque prefería a Watergirl.
No era mala del todo, pero tampoco seguía bien mis consejos.
—¡Por ahí no es! ¡Salta a la otra plataforma!
—¡Oye! ¡Es la primera vez que juego!
—Perdona.
Tampoco pude soportar lo mal que jugaba.
—¿Cómo te hiciste esa herida?
—¿Qué tengo que hacer ahora?
—Nada, quédate ahí.
Miró a un lado durante un momento, pero luego dijo que fue su hermano, que era un bruto. Tenía una postilla que se levantaba en relieve sobre su cara llena de pecas como la cordillera del Atlas.
—¿Y no te pones una tirita?
—Qué más da.
—Necesito que te subas a esa plataforma.
—Pero entonces se baja la trampilla.
—Lo sé, tú hazlo.
Odiaba que no se fiase de mí.
Casi nos lo pasamos entero. Nos faltaba un nivel cuando su hermano la llamó por teléfono, diciendo que estaba abajo y que bajase ya. Parecía tener mucha prisa, o estar enfadado. Roxana se despidió demasiado rápido.
Los miré por la ventana. Era igual que ella, con el mismo pelo lleno de bucles más corto, mucho más alto pero tampoco tan mayor.
—¡Te vas a enterar! ¡Papá está cabreado!
La arrastró del brazo, cruzando la calle por en medio de la carretera. Ella le gritó algo de vuelta. Me puso triste. Yo nunca trataría así a Roxana.
Al día siguiente también la vi llorando en el parque. No era muy tarde todavía, y yo volvía con mi madre de casa de mi abuela. La miré desde arriba, como si yo fuese una hiena y ella un antílope. Creo que el antílope se parece a ella. Corren rápido y saltan. Eso es algo que me gusta de ella.
—Hoy no tengo helado —me dijo ella, y no supe si lo decía en broma a pesar de tener lágrimas en la cara, que no tapaban sus pecas.
El puesto de helados seguía abierto. Había estado haciendo calor. Compré uno y lo compartimos, pero esta vez no me puse tan nerviosa porque pedí cucharillas.
—Me gustaría llorar sangre como los lagartos cornudos.
—No creo que sea posible. Tendrías que tener un problema de salud muy grave para poder hacerlo. Algo roto por esta zona —Señalé cerca de su nariz, y vi que la tenía hinchada (y llena de pecas)—. ¿Por qué querrías hacer eso?
—No lo sé.
Tenía una herida abierta otra vez.
Esa noche la vi pasar por debajo de mi ventana. Iba con su madre, y con una maleta. No estaba su hermano. Y no la volví a ver más.