1000 palabras para un ensayo. Primeros momentos de un arte en proceso.

Tenía claro que quería escribir un ensayo desde hace meses. Es el primer paso para ser escritor, o como me gusta decir, dedicarme a dar la turra. No pensaba que fuese a ser tan difícil. Tienes que dar con un tema, con un enfoque, con una motivación y un por qué. Todo eso siempre me pareció lo más difícil. Así, de la nada, tienes que hacer aparecer algo conciso, coherente y comestible para los lectores. Tener el público, las lectoras, en la cabeza. Como si no escribiera para mí. He leído, he investigado técnicas periodísticas, escritura creativa y he visto mil vídeos sobre escribir. Me fascina la comunicación como acto creador de realidades, me encanta la meta literatura, escribir sobre escribir y hablar sobre hablar.


El objetivo de este ensayo es llegar a las mil palabras. Es una cifra arbitraria, fácil pero tampoco tanto, redonda y estética. La idea final que estalla como una bomba en la mente del lector la dejamos para otro día, porque tengo cosas en el tintero, pero me gustaría hacer mis lecturas antes. Quiero pensar en este ejemplo de escritura como un proceso, algo distinto a lo que he hecho hasta ahora, y publicarlo. Para desatascar el desagüe, dejar que salga algo. Empezar ye lo más difícil.


Las palabras y yo siempre tuvimos un algo. Un sí pero no hasta que por fin me rendí y no me pude resistir más a los encantos de escribir ficción. La razón por la que empecé es sencilla: Uno de mis fanfics favoritos había desaparecido de internet para siempre y necesitaba tanto esa historia que la decidí recrear. Me hacía sonreír cuando iba bien y enfadarme cuando ocurría algo injusto, llevarme las manos a la cabeza cuando algo me daba vergüenza ajena y sobre todo, querer volver a leerla otra vez. Leer esas historias era una respuesta psicológica al hambre de vida que me asolaba cuando era más pequeño. Aunque ya había tenido otros intentos prematuros antes, muy inspirados en la literatura juvenil que leía en aquella época, ese fue el momento inaugural. No sé dónde leí que si lees en abundancia, la única posibilidad en la que acaba desembocando es en la escritura. Al escribir, el hambre de vida se me calma.


Precisamente, uno de los últimos trabajos que hice en la carrera partía de los procesos en el arte. Nunca había abordado la creación desde esa perspectiva. Siguiendo mis intuiciones y mis ritmos me pareció correcto y natural. No tuve la presión del resultado encima, solo la búsqueda estética y las posibilidades del material. Hoy, mi material son las palabras y las retuerzo sobre sí mismas para sacar algo que contar. De hecho, el trabajo no escapa a mi obsesión con el lenguaje y trata sobre cómo las palabras moldean nuestra realidad.


El trabajo está hecho, pero no compartido. Está presentado, pero no ha tenido su inauguración en internet todavía. No sé cómo hacerlo. Es otra parte del proceso que se me atasca. En cierta parte soy reacio a compartir las cosas. No creo que a nadie le importen lo suficiente, sobrecargadas como estamos de imágenes e ideas. Siempre pensé que cuando tenga algo que decir lo diré, solo una vez, para quien me escuche. Pero, ¿quién me va a escuchar? ¿Quién sabe que existo en este mundo vasto si no doy señales de vida? Si fuese fácil, lo haría. Yo también me pregunto por qué no le saco fotos a mis obras. Pero no puedo evitar reaccionar violentamente contra esa exigencia, porque no es una elección, es obligatorio para mi y para los demás. No quiero exponer de forma coercitiva para que el espectáculo continúe. Tiene que haber otras maneras.


Mientras las encuentro, porque voy a dedicarme a buscar la forma de evitarlo, tengo cuentas de instagram. En una de ellas subo más palabras que imagen gráfica. Las palabras me dan un poco más de vergüenza. Me dio mucha vergüenza cuando mi novia dijo que leer mi ficción es como oírme hablar a mi, y me dio pavor. No es verdad, soy un ser ajeno a la realidad cuando escribo. Pongo una barrera entre yo y el mundo gracias a las palabras intermediarias. Puedo hablar de las cosas que me duelen sin ser yo quien habla. Eso se acabó. No puedo evitar esa cercanía personal en el género ensayístico. A lo mejor quiero estar ahí para quien quiera conocerme. ¿Quién de vosotras quiere conocerme? Tiene que haber otra manera más allá de los DM.


Ya vamos casi por los tres cuartos. Esto se está terminando. Qué difícil es hacer un final. Creo que nadie sabe cerrar porque en la vida real, los eventos no terminan. Después de vencer a las fuerzas antagónicas, la heroína literaria tiene que hacerse la cena. A lo mejor se despierta con pesadillas a la mañana siguiente, o duerme a ratos entre sueños ansiosos mientras aprieta los dientes. Yo aprieto los dientes después de terminar los exámenes. Una amiga me dijo una vez que se me daba muy bien terminar los capítulos. Antes solía rematar los poemas con frasecitas que suenan importantes, pero últimamente me repugna un poco. Unas pinceladas finales pretenciosas que no puedo ni ver pero que hago igualmente.


Ponerle fin a una obra no es limitarla. Es cerrarla con llave y esconderla, y hacer más interesante para el espectador encontrar sus claves, una última reiteración de lo que importa. La clave de este ensayo es la espontaneidad. Lo digo de frente, para evitar confusiones. Pero espero que entre los párrafos que se sobreponen encontréis algo que yo no haya puesto allí a propósito que os haga sentiros cerca de mi. Me he permitido ser espontáneo, un poco cringe con mis cosas de fanfics y ligeramente vulnerable. Haced con esta información lo que os apetezca, pero, sobre todo, espero que si estabais pensando en hacer algo hoy con vuestras palabras, lo llevéis a cabo. Y sin presiones, que lo importante ye pasarlo bien.


Y así llegamos a mil palabras.